sábado, 26 de octubre de 2019

UN HOMBRE MUY ESPECIAL: CAPITULO 12




Era uno de esos días maravillosos en los que varias cosas se unían para lograr la perfección: sol de verano tardío la terraza de un café Y una buena amiga. Allí, recostada en el respaldo de la silla, Paula se quedó unos segundos mirando a la gente que pasaba por la calle antes de contestar a la pregunta de Malena.


-Yo no he dicho que haya renunciado a poner mi propia tienda, es solo que parece que me va a resultar imposible hacerlo aquí, en Royal Oaks.
Llevo una semana haciendo llamadas y no he conseguido nada -le explicó con cierta frustración-. Admitámoslo, probablemente el local de Celina era el último sitio decente que quedaba en el barrio.


-¡Pero tiene que haber alguna manera de solucionarlo! Eres demasiado joven como para abandonar tus sueños.


Paula sintió una agradable sensación de calidez, y no era solo por el efecto del sol, era también gracias al apoyo incondicional de su amiga. 


Malena era una persona única a la que tenía la sensación de conocer de toda la vida cuando en realidad hacía solo once meses que eran amigas, desde que Paula había llegado a Detroit.


-No estoy abandonando mis sueños… únicamente están a la espera durante un tiempo. Seguramente este no sea el momento más adecuado. Anoche me llamó Celina y me preguntó si me importaba hacerme cargo de la tienda durante algunas semanas más. No podía decirle que no -dijo encogiéndose de hombros e intentando no dejar entrever la decepción que sentía-. Por el momento, con las antigüedades y los niños, tengo más que suficiente.


Malena apoyó los codos en la mesa y puso la sonrisa que se dibujaba en el rostro de todo el mundo, excepto de Paula, cuando les contaba alguna de las travesuras de los gemelos.


-¿En qué andan metidos esta vez?


-Solo te diré que Houdini y David Copperfield juntos no les llegan ni a la suela de los zapatos.


-¡No me digas que siguen desapareciendo!


-Esta semana solo cuatro veces. Pero sé que se quedan en algún rincón de la tienda, si no, no podrían volver tan rápido. Aunque… -se quedó con la palabra en la boca porque notó que alguien se acercaba a la mesa. Lo primero que vio fue la sonrisa de aprobación de Malena.


Entonces levantó la vista.


Y allí estaba en todo su esplendor el guapísimo desconocido. El corazón de Paula reaccionó de inmediato ante su presencia. Daba gusto mirarlo, solo el brillo amable de sus ojos evitaba que pareciera un tipo duro. En Paula se juntaron una mezcla de deseos libidinosos y nerviosismo por tenerlo tan cerca.


-Hola, súper detective -la saludó apoyándose en la barandilla que separaba la terraza del resto de la calle.


-Ho… hola -respondió ella tartamudeando muy a su pesar.


-¿Estás inmersa en alguna misión o simplemente estás disfrutando del día?


-En este momento no estoy de servicio -dijo continuando con la broma. Después le echó un vistazo a Malena, que la miraba con una sonrisa que parecía ocuparle toda la cara. Pensó que sería mejor avisarla con un ligero codazo de que iba a proceder a las formalidades-. Malena, este es…


Miró al guapísimo caballero. Sabía perfectamente cómo brillaban sus ojos cuando sonreía, y la estupenda visión que se obtenía observándolo cuando se alejaba caminando, pero no sabía cómo se llamaba. Esperó unos segundos de incómodo silencio a que él mismo dijera su nombre.


-Pedro… me llamo Pedro Miller -respondió por fin y pareció atragantarse con su propio nombre.


 «¿Quién era el que tartamudeaba ahora?»


-Pedro, esta es Malena McConnell.


-Hola, Malena, encantado de conocerte -le dijo sonriendo de nuevo-. Oye, a lo mejor tú podrías desvelarme un misterio.


-¿Cuál?


-El nombre de nuestra amiga. He sufrido una emboscada de sus hijos, la he pillado a ella fisgoneando, pero nunca me ha dicho cómo se llamaba.


-¡Pero, Paula! Se llama Paula Chaves, tiene veinticinco años, es soltera y le encantaría… -la presentación terminó abruptamente debido a la patada que le dio su amiga por debajo de la mesa.


-Ya es suficiente, Male.


-Solo intentaba ayudar.


-Entonces limítate al nombre -le ordenó más avergonzada que enfadada.


Malena sonrió con inocencia.


El guapísimo Pedro se quedó mirando a Paula unos segundos durante los cuales el corazón estuvo a punto de salírsele del pecho.


-¿Te apetece cenar conmigo esta noche?


-No puedo… -las palabras salieron de su boca automáticamente.


-Yo cuido de los niños -la interrumpió Malena-. Así no tienes que preocuparte de buscar, y sobre todo de pagar, a una niñera.


Por un instante la sonrisa de Pedro se quedó helada, pero Paula no lo percibió ya que estaba demasiado ocupada en controlar el torbellino de sensaciones que le estaba provocando todo aquello. Decidió mirar hacia abajo para poder hacer lo que tenía que hacer de la manera menos dolorosa. Tenía que rechazar la invitación.


Había decidido alejarse de los hombres para recuperar su autoestima y dedicarse a los gemelos en cuerpo y alma; y todo ello tenía que hacerlo antes de conocer a alguien que realmente le interesara. El problema era que tenía la sensación de que Pedro pertenecía a esa categoría.


-La verdad es que en este momento no quiero salir con nadie -se las arregló para decir con la mayor seguridad posible.


-Entonces no lo consideres una cita oficial. Cenaremos en el restaurante italiano que está enfrente del local de tu vecino, ese por el que sientes tanta curiosidad; así podrás seguir espiando.


-De verdad, no puedo -esa vez ella misma se dio cuenta de lo poco sinceras que sonaban sus palabras.


-Sin presiones -contestó él con esa voz sexy y profunda con la que sería capaz de convencerla de que saliera desnuda a la calle cual Lady Godiva-. Mira, yo voy a estar allí a las siete en punto, en la mesa que hay junto a la ventana y, quién sabe, a lo mejor pasas por allí y te apetece comer algo. Espero que así sea - añadió muy serio antes de alejarse de ellas.


Por algún sorprendente motivo, Malena mantuvo la calma hasta que, unos segundos después, se acercó a la mesa un mozo de una floristería.


-¿Paula Chaves?


Cuando la mencionada asintió, él le entregó una cajita larga y estrecha.


-¡Vamos, ábrelo!


Paula intentó actuar con tranquilidad, aunque eso era precisamente algo que no sentía en absoluto. La delataron los dedos temblorosos al abrir la cajita.


Era una rosa, una esbelta rosa azul lavanda, su color preferido, que desprendía un aroma maravilloso. Aquello era increíble, pensó mientras un escalofrío le recorría la espalda.


Debajo de la rosa había una pequeña tarjeta que decía: «Sin presiones».


-Como no vayas a cenar con él, ¡iré yo! -amenazó Malena sin dejar de mirar la rosa.


-Vaya, Male. No creo que a Dani le hiciera mucha gracia.


-Entonces será mejor que vayas tú y más te vale ponerte guapísima. Si no lo haces, Paula Chaves, será un verdadero crimen -añadió levantando la voz.


-Habla más bajo, por favor.


-Lo único que quiero es que hagas algo. Te aviso de que estás en peligro de convertirte en una persona aburrida, muy aburrida.


Aquello hizo que Paula reaccionara por fin; Malena había descubierto su mayor miedo. A veces resultaba realmente difícil criar sola a dos niños y quizá eso había hecho que se volviera demasiado estricta y metódica. Pero…, ¿aburrida? ¡Ni hablar!


-¿Podrías venir por los niños a las cuatro? -le preguntó a su amiga, que recibió las instrucciones con una enorme satisfacción.


El aburrimiento iba a salir de su vida inmediatamente.


O a lo mejor no. Paula miró el reloj: las seis y cincuenta y cinco. Descorrió las cortinas lo justo para poder comprobar si él ya había llegado a La Bella Italia. Efectivamente, allí estaba, sentado en la mesa de la ventana, una mesa preparada para dos.


Volvió a cerrar las cortinas de golpe y deseó con todas sus fuerzas no haberse dejado convencer para meterse en aquella locura. Y allí estaba ella; pintada y con un vestido que hacía mucho por su figura pero muy poco por su comodidad. 


Volvió a mirar rápidamente hacia la ventana del restaurante. Estaba histérica por algo que ni siquiera era una verdadera cita.


Estaba demasiado aterrada para pensar en la posibilidad de disfrutar un poco, o quizá mucho.


No debería ser tan difícil, lo único que tenía que hacer era cruzar la calle, no era más que una inocente cena. No debería ser tan difícil abrir su vida a alguien más… confiar en alguien. Pero sí lo era, el cretino de Aldo se había encargado de que lo fuera.


El reloj dio las siete.


«Pedro… Aldo. Pedro… Aldo. Pedro… Aldo. Pedro… Aldo», parecían decir las manecillas al moverse. Paula se dio cuenta de que, con solo pronunciar el nombre de Pedro, su cuerpo se llenaba de una especie de cálida emoción que no había sentido jamás, era una especie de luz que la llenaba por dentro. 


Levantó la cabeza, agarró su bolso y salió del apartamento. Su alejamiento de los hombres acababa de ser oficialmente cancelado.




UN HOMBRE MUY ESPECIAL: CAPITULO 11




Pedro se quedó de pie en mitad del sótano, que por cierto no era su lugar preferido. Prefería lugares donde hubiera más… aire, y un poco más de espacio para no tener la sensación de que las paredes se le venían encima. Respiró hondo y se repitió las consignas de siempre.


«Vamos, sé valiente. Compórtate como un hombre y toma el control de la situación».


Ya estaba mejor, bueno… más o menos. Logró prestar atención a lo que tenía alrededor, que no era más que un montón de cajas que todavía no había desembalado y otras cosas que había dejado olvidadas el anterior inquilino. Pero nada que le diera una pista del lugar del que podrían haber salido las ratas. Sabía que tenían que seguir allí porque no había otra salida aparte de las escaleras. Claro que, pensándolo bien, esa también era la única manera de entrar; la estrecha y oscura escalera que llevaba a su trastienda. Agitó la cabeza sin comprender. Dos enanos traviesos se le habían colado sin ni siquiera darse cuenta.


Tampoco los había oído el otro día cuando le habían untado de mermelada el pomo o cuando le habían llenado el buzón de serpientes de goma.


Era consciente de que, aunque no se hubieran dedicado a tenderle emboscadas como aquellas, tampoco habría sabido muy bien cómo relacionarse con ellos. Los niños nunca habían sido su debilidad. De hecho, sus interminables preguntas y el tono de su voz tenían el mismo efecto en él que oír cómo alguien arañaba una pizarra. El problema en definitiva era que no sabía qué hacer con los niños… bueno, en ese caso se los devolvería a su madre.


-Deberíais salir porque estáis atrapados -no obtuvo respuesta, ni siquiera notaba ese sexto sentido que solía avisarlo de que alguien lo estaba mirando.


Retiró algunas cajas con la esperanza de descubrirlos.


-Tenéis que estar ahí. Vamos, salid, no voy a haceros nada. Quiero decir que ni siquiera voy a regañaros.


Al dar un paso atrás, se tropezó y estuvo a punto de acabar en el suelo. Al menos eso le sirvió para convencerse de que allí no había nadie, ningún niño normal habría podido aguantar la risa al ver a un adulto hecho y derecho a punto de caerse de bruces. Pedro recabó la poca dignidad que le quedaba y se dispuso a salir de allí en busca de espacio y aire que respirar.


-Las voces debían de salir de otro sitio, eso es todo -se dijo en voz alta por si alguien lo estaba escuchando, y mantuvo en silencio lo que realmente pensaba: «estaban ahí, tío. De eso no hay ninguna duda».


Tarde o temprano volverían a colarse y entonces se verían obligados a darle una explicación convincente.




UN HOMBRE MUY ESPECIAL: CAPITULO 10




Malena se paseaba por el estrecho pasillo de la tienda, los hombros erguidos de forma exagerada para parodiar los andares de las modelos.


--Es increíble, Paula. Me he pasado toda la vida intentando esconder todo esto -dijo señalándose las generosas caderas y el pecho-, y ahora tú has conseguido que me guste enseñarlo -añadió maravillada.


-Eres muy sexy, yo lo único que he hecho es resaltarlo. ¿Te gusta?


-¡Muchísimo! Dani se va a caer de bruces cuando me vea. Quería algo especial para nuestra fiesta, pero esto es lo más elegante que me he puesto en toda mi vida. Es perfecto -se dio la vuelta para mirarse en el espejo de uno de los armarios expuestos en la tienda-. La casa va a estar plagada de banqueros.


-Pensé que yo era la única que ponía a los banqueros a la misma altura que las alimañas -eso era debido a las dos veces que le habían denegado un préstamo para montar su negocio. Habían argumentado que no disponía de la experiencia necesaria, y que además no contaba con ninguna garantía.


Malena sonrió comprensivamente.


-Es que no todos pueden ser tan encantadores como mi Dani. Aun así, Paula, deberías venir; algunos de esos banqueros están solteros. Ya sabes, podrías matar dos pájaros de un tiro -antes de que pudiera contestarle, ella misma rebatió su idea-. Lo sé, lo sé, quieres mantenerte alejada de los hombres. ¿Cómo lo llevas, por cierto?


-Es pan comido -mintió.


-¿Has vuelto a ver al tipo ese tan guapo?


-Pues hoy precisamente.


-¡Cuéntame!


Paula se encogió de hombros intentando no darle mayor importancia al encuentro. No quería que Malena comenzara con sus preguntas de agencia matrimonial y se enterara de que había estado reconsiderando su decisión solo una semana después de tomarla.


-No hay mucho que contar. Nos encontramos por la calle y nos saludamos.


-Es un comienzo -dijo aquella optimista empedernida.


-Entonces debo de tener un tórrido romance con el mensajero porque me saluda todos los días.


Pero Malena no se amilanó.


-Te doy dos semanas, tres como mucho, antes de que empecéis a salir. Acuérdate de mis palabras.


Paula se echó a reír, no sin cierto nerviosismo.


-Vamos, McConnell, déjalo ya y sube a cambiarte al apartamento. Creo que el estilo no es el adecuado para la ocasión.


Cuando Malena salió de allí, ella entró en la trastienda a ver qué estaban haciendo los niños. 


Descorrió la cortina y se encontró con los libros de colorear abiertos sobre la mesa, el suelo lleno de lápices pero ni rastro de los gemelos, por supuesto. Salió corriendo por la puerta trasera de la tienda hasta llegar a su casa.


-Está bien, chicos -dijo nada más abrir la puerta-. Os estáis metiendo en un lío. ¿Abril, Marcos, estáis ahí?


No, parecía que no estaban. Volvió a bajar las escaleras hacia la tienda.


-Esto no es ningún juego -avisó nada más entrar-. ¡Salid de donde estéis inmediatamente! -miró debajo de todos los muebles, se asomó hasta el último rincón- Vamos, chicos, esto no es divertido.


-Estamos aquí -se oyó la vocecilla de Marcos, que provenía de cerca de la puerta de entrada.


-¿Dónde estabais? -preguntó Paula, enfadada mientras caminaba hacia ellos.


A Abril le lanzó una sonrisa angelical, pero el efecto de tal dulzura se vio contrarrestado por los restos de polvo y telarañas que les adornaban el pelo y la ropa.


-Estábamos jugando al escondite, te tocaba a ti encontrarnos.


-No podía tocarme a mí porque yo no sabía que estaba jugando.


-Por eso hemos salido porque te hemos oído decir que esto no era un juego -Marcos se había enganchado la camiseta y tenía la cara aún más sucia que su hermana.


-¿Y de dónde habéis salido, si puede saberse?


Marcos y Abril se rozaron las manos en un gesto de apoyo mutuo. A veces daba la sensación de que podían llegar a mantener verdaderas conversaciones sin decir una palabra. La comunicación entre gemelos era algo apasionante. Estaba claro que ahora se habían puesto de acuerdo en algo.


-De debajo de esas camas -respondió Abril con naturalidad.


Paula le pasó la mano por el pelo a la niña para quitarle las telarañas y cualquier otro ser desagradable que pudiera haberse quedado allí escondido.


-¿Vais a decirme que os habéis puesto así de sucios solo por andar por debajo de esas camas?


-Sí, más vale que limpies antes de que vuelva la tía Celina o se enfadará muchíííísimo -le aconsejó Marcos con la más absoluta desfachatez.


-¿No tenéis la menor intención de contarme la verdad?


Volvieron a recurrir a las miradas inocentes.


-Pero si esa es la verdad, mami.


-Ya, seguro que sí.




viernes, 25 de octubre de 2019

UN HOMBRE MUY ESPECIAL: CAPITULO 9





Pedro no podía dejar de reírse. Se había apoyado en la pared y se había limitado a dejar que su estado de ánimo fluyera hacia el exterior. Por primera vez desde la adolescencia, deseaba tener rayos X en la vista. El poder de su imaginación no era lo bastante fuerte para ver a la dulce madre de los gemelos perder los nervios y ponerse a golpear la pared.


-¡Cómo me gustaría poder verla! -murmuró mientras se enjugaba las lágrimas de los ojos. 


Cuando hubo recuperado la calma, se aproximó hacia su nueva pieza.


Hacía algunos meses, un día que por algún motivo no había tenido que ir a trabajar, había visitado uno de sus lugares preferidos, el Instituto de Ciencias; allí había una exposición de lurs, unos antiguos instrumentos daneses encontrados en unas ciénagas del país escandinavo. Las curvas de aquel instrumento lo habían dejado maravillado. Claro que, no era de extrañar teniendo en cuenta lo atractivas que le resultaban las curvas en general.


Allí mismo había decidido que su próximo proyecto sería fabricar y aprender a tocar uno de esos extraños instrumentos. La recompensa a tanto esfuerzo era la reacción de Paula, que también tenía unas curvas maravillosas.


En ese instante sonó el teléfono rompiendo la magia del momento. Solo tres personas tenían su número; su padre estaba pescando en Florida, su hermano mayor jamás lo llamaba… Solo quedaba Victoria, que había conseguido el teléfono a través de su padre.


Pedro dejó que saltara el contestador automático e inmediatamente la voz suave de su ex novia llenó el apartamento:
-Pedro, sé que estás ahí. Contesta, por favor. No seas infantil, no puedes tratarme así.


Al oír aquello se echó a reír; lo que era infantil eran las continuas rabietas de Victoria cada vez que llamaba por teléfono.


-Solo quiero saber si estás bien -el tono de voz se hizo más conciliador, como si hubiera dado un paso atrás al llegar al precipicio. Pero era demasiado tarde porque hacía ya meses que había saltado desde aquel acantilado-. Me pasé por allí, pero tienes todos los escaparates tapados. De verdad, estoy preocupada por ti.


Pedro resopló. Había estado con Victoria el tiempo suficiente para saber lo que significaba para ella estar «preocupada»; lo que ocurría era que sufría el Síndrome de Cama Vacía y no sabía cómo decir que lo que necesitaba era sexo. Ella jamás se había preocupado realmente por él, solo había intentado convertirlo en otra persona por miedo a que alguna vez hiciera el ridículo en una de las fiestas de su empresa. 


Pero nunca se había preocupado por lo que él quería o sentía. Era duro admitirlo, todavía le dolía.


-Llámame, Pedro.


-De eso nada, Vicki.


Ella lo había abandonado en cuanto se había enterado de sus planes de abrir una tienda. No había ningún problema en que una alta ejecutiva viviera con un tipo que a duras penas había terminado el instituto, siempre y cuando fuera el propietario de una de las mayores empresas de jardinería del estado. Pero la cosa cambiaba si estaba desempleado.


Las apariencias lo eran todo para Victoria y había intentado modelarlo a él a su gusto. Le había enseñado los modales de los que carecía para moverse en el mundo de los negocios y, algún tiempo después, Pedro había lamentado todas aquellas lecciones porque, cuantas más cosas hacían a su modo, más crecía el negocio. 


Se había hecho tan grande, que había estado a punto de comérselo vivo hasta que había decidido abandonarlo, y entonces Vicki lo había abandonado a él. Y parecía que ahora se estaba arrepintiendo de haberlo hecho. Pero él no. 


Bueno, quizá un poco y ese era el motivo por el que prefería no responder a sus llamadas. 


Algunas noches, cuando se sentía solo, se preguntaba si sería tan estúpido como para volver con ella. Sin embargo, por muy solo que se sintiera, lo prefería a que lo quisieran solo por su dinero, y eso era lo único que le había interesado siempre a Victoria de él. Eso-y el sexo, por supuesto; siempre y cuando no se despeinara ni trastocara sus horarios de trabajo.


Lo más divertido de todo aquello era que en ese momento tenía mucho más dinero del que había tenido nunca mientras estuvo con Vicki. La cláusula más interesante de su contrato de venta de Greenworks era algo que se denominaba Pacto de No Competencia, por el que se comprometía a dejar pasar al menos dos años antes de volver a entrar en el negocio de la jardinería. Durante ese tiempo le pagaban por no hacer nada. No estaba nada mal si sabías en qué emplear las horas.


Se acercó a la mesa de trabajo, estaba cubierta de silbatos, tambores y guairas fabricados con todo tipo de materiales, desde madera hasta PVC. Siempre le había gustado hacer instrumentos musicales que solía regalar a amigos y familiares. Pero había guardado los mejores con la intención de hacer algún día lo que planeaba hacer ahora.


Los amigos de Victoria habían dicho desde el principio que lo que él creaba era «arte»; en aquel momento, Pedro se había burlado de la idea puesto que para él era solo un pasatiempo, una manera de descargar tensiones. Con el tiempo se había dado cuenta de que en realidad no importaba si lo que hacía era arte, terapia o ambas cosas a la vez. Tenía pensado ganar el dinero suficiente con su hobby como para considerarlo un trabajo. Si no era así, cuando venciera el Pacto de No Competencia empezaría un nuevo negocio. Eso sí, entonces tendría la vista suficiente para detener la expansión antes de que lo matara.


Echó un vistazo a su nuevo lugar de trabajo y se dio cuenta de que todavía quedaban muchas cosas por hacer antes de poder abrirlo al público. Unas horas más tarde, ya había retirado unas estanterías torcidas y viejas y las había sacado al contenedor. La pared que habían dejado al descubierto era, después de eliminar la gruesa capa de suciedad, de un color aguamarina que le recordó a la casa de su tía Beatrice y le trajo a la memoria un montón de imágenes de la infancia.


Tenía previsto pintar todo el local de blanco, pero antes tendría que pintar el techo de negro y colgar unas estupendas lámparas estilo industrial. El suelo era de unas baldosas rojas y negras de estilo retro que irían muy bien con el resto de la decoración. Le llamó la atención una enorme rejilla de hierro que seguramente era parte de una antigua instalación de calefacción; tendría que encontrar algo con que taparla, no estaría bien que alguna dama de buena familia se enganchara el tacón y se torciera un tobillo. 


Al pisarla oyó que algo se movía por el conducto haciendo eco.


-Ratones -dedujo al tiempo que pensaba que tendría que comprar algunas trampas. El sonido se hizo más fuerte-. Deben de ser ratas, y muy grandes -un escalofrío le recordó cuánto odiaba aquellos encantadores animales. Tendría que llamar a un exterminador y olvidarse de las trampas.


-Ssshhh, por aquí -al principio se oyó tan bajo, que le pareció haberlo imaginado, la voz salía de la rejilla.


-Yo estoy callado. ¡Cállate tú!


-Vaya, ratas parlantes.


Había oído aquellas voces antes. Sí, todas las tardes y todas las mañanas lo sometían a la tortura de tener que escuchar ese sonido agudo y chirriante.


-Mis roedores vecinos.




UN HOMBRE MUY ESPECIAL: CAPITULO 8




En aquel rincón de la tienda, frente a la máquina de coser con la que estaba dando los últimos retoques al vestido de Malena, Paula no dejaba de pensar en los pros y los contras de su determinación de alejarse de los hombres. Quizá había sido una decisión algo apresurada. 


Después de todo, todavía quedaban en el mundo tipos como el que habían cazado los niños. Por otra parte, también parecía haber muchos otros como el chiflado del apartamento de al lado. Ese era el problema. Empezaba a dudar de su capacidad para distinguir lo bueno de lo malo.


Todo aquello era culpa de Aldo, que había conseguido despojarla de la mayor parte de su confianza en sí misma; ese también era el motivo por el que jamás se había atrevido a preguntarle a Celina sobre el local. Y por el que pasaba tantas noches despierta preguntándose cuál sería su siguiente fracaso, en lugar de aventurarse a lograr su siguiente éxito. Aun así, el guapísimo tipo de la calle creía que tenía agallas.


Paula sintió una extraña energía. Sí, claro que tenía agallas, o al menos podría volver a tenerlas. Decidió que no permitiría que nada ni nadie le impidiesen luchar por lo que quería. 


Guardó el vestido de Malena para continuar en otro momento y sacó el cuaderno de bocetos en el que realizaba los dibujos de sus diseños. Tendría éxito, un éxito que sería tanto más sabroso porque iba a conseguirlo por sus propios medios.


La tarde transcurrió con total tranquilidad hasta que apareció la clienta a la que más detestaba. 


Pasó un buen rato admirando el mismo escritorio que había ido a ver en otras tres ocasiones. Lo acariciaba con un deleite casi sexual.


-Entonces… ¿el precio es inamovible?


Paula se quedó pensándolo unos segundos, pero entonces vio el enorme diamante que adornaba uno de sus dedos y calculó el precio de su atuendo; se dio cuenta de que aquella mujer no le inspiraba la menor simpatía, ni la menor inclinación por hacerle un descuento. 


Cuando se disponía a contestar, se oyó el sonido ensordecedor de algo parecido a una trompa.


La dama miró intrigada hacia el muro que las separaba del otro local.


-¿Qué es eso?


Paula le hizo un gesto con el que le pedía que esperara un momento, y se acercó a la pared.


-Este tipo debe de tener la capacidad pulmonar de un corredor de fondo -farfulló entre dientes-. Ahora que estaba a punto de hacer una venta, este cretino tiene que estropeármelo.


Dio un par de golpes en la pared para intentar callarlo, pero la respuesta que obtuvo fue una sonora carcajada de hombre. Sonora, profunda y extrañamente familiar. Paula habría deseado golpearle la nariz en lugar de aquel muro. Dio un par de golpes más, pero lo único que consiguió fue una risa aún más alta. Notó que estaba a punto de perder los nervios y decidió que lo mejor era volver a centrar su atención en la venta.


Cuando se dio la vuelta, vio que su clienta la miraba boquiabierta y con el bolso abrazado contra el pecho.


-Sí, el precio es inamovible -respondió Paula con una amable sonrisa, como si nada hubiera interrumpido aquella negociación… ni su tranquilidad.


-El caso es que es una cantidad bastante justa. Me lo llevo.


-Estupendo -contestó con la cabeza todavía en el ruido y consciente de que la ira que sentía debía de reflejársele en los ojos.


La mujer extendió un cheque y desapareció de la tienda antes de que pudiera darle las gracias por su compra. Paula se sentó en una silla y observó el cheque con satisfacción. A veces la furia podía llegar a resultar bastante útil. Lo cierto era que podría haberle rebajado un quince por ciento de lo que había pagado al final, pero seguramente la clienta se había ido contenta solo por salir de allí con vida.


Al pensar aquello, miró hacia el local de al lado; más le valía al señor P. Alfonso cambiar de actitud si quería él también seguir con vida. En ese momento, se oyó otro golpe de aquella risa que le resultaba tan familiar.




UN HOMBRE MUY ESPECIAL: CAPITULO 7




Pedro dio la vuelta a la esquina, contento como no lo había estado en mucho tiempo. Cruzó la calle y saludó de lejos al señor de la gorra de béisbol que siempre le decía hola. Quizá fuera un vagabundo o tal vez un millonario; eso era lo que le gustaba de esa ciudad, nunca se sabía.


Lo que sí sabía era que a la intrépida Paula le gustaba su aspecto. Era increíble que los científicos se hubieran empeñado en realizar estudios para comprobar si se podía percibir cuándo alguien te estaba mirando aunque no se viese a esa persona. Él había notado perfectamente los ojos de Paula clavados en él mientras se alejaba de ella. Y eso lo había hecho sentir muy bien.


Aquel encuentro fortuito le había dado una buenísima idea: a lo mejor podía mantener escondido durante un tiempo a Pedro Alfonso y su magnífica cuenta corriente. Mientras tanto, siendo un anónimo desconocido, tendría la oportunidad de planear un par de encuentros accidentales con su encantadora vecina. Era un plan sin riesgos.


Seguro que a ella tampoco le venía mal un poco de distracción inocente del duro trabajo de criar a dos niños como aquellos sin la ayuda de nadie. Con su nueva identidad, Pedro no tendría que profundizar más de lo estrictamente necesario, y Paula podría divertirse por partida doble.




jueves, 24 de octubre de 2019

UN HOMBRE MUY ESPECIAL: CAPITULO 6




La batalla se reanudó a las seis de la mañana. 


Esa vez el sonido parecía causado por perforadoras y sierras eléctricas. Paula se sentó en la cama soltando maldiciones escocesas e intentando quitarse el susto y el sueño de encima para poder reaccionar. Cuando consiguió abrir los ojos del todo, se encontró con los gemelos, que la miraban desde la puerta de su dormitorio.


-¿Podemos ir a la casa de al lado? Queremos ver qué son esos ruidos tan raros que hace ese señor.


-De eso nada, chicos.


-Pero ¿por qué? -los dos gritaron al unísono casi con la misma potencia que las herramientas que los habían despertado.


-Porque lo digo yo -respondió Paula recurriendo a una vieja consigna maternal.


-Siempre contestas lo mismo -protestó Marcos.


No le gustó nada la expresión de rabia que se adivinaba en el rostro de su hijo, o el brillo de terquedad que se había apoderado de los ojos de Abril.


-Estoy hablando muy en serio. No va a haber ninguna visita al vecino. La tía Celina dijo que no lo hiciéramos y ya sabéis que cuando ella dice que no, es que no, lo mismo que yo. ¿Entendido? Además, os espera un día estupendo en el colegio, así que no perdáis el tiempo pensando en esas cosas.


-Está bien -contestaron con resignación.


Paula sabía que no les había dado una alternativa convincente; cantar con sus compañeros de guardería no era nada comparado con la emoción de averiguar qué eran aquellos sonidos. Después de todo, parecía que de vez en cuando mami conseguía controlarlos, aunque normalmente distrayéndolos, eso también era cierto.


Unas horas más tarde, Paula continuaba elucubrando sobre las posibles actividades del misterioso vecino. Ya había decidido que no podía ser un miembro de la CIA, pero necesitaba saber algo más. Con mucho cuidado para no llamar la atención, al pasar por la acera se asomó al escaparate del local; aunque resultaba muy difícil ver nada porque estaba completamente cubierto de papel. Como si aquello fuera lo más normal del mundo, buscó una rendija por la que echar un vistazo al interior. Lo primero que le llamó la atención fue la tranquilidad que parecía reinar allí, en contraste con el bullicio de la calle. Entonces reparó en la pequeña placa que había a un lado de la puerta; en ella se podía leer: P. Alfonso.


Paula sonrió satisfecha; al menos ya sabía el nombre del sujeto en cuestión, pero necesitaba más datos, así que pegó la nariz al cristal y cerró un ojo para poder enfocar mejor con el otro.


-¿Qué mira?


Pegó un salto que la hizo darse un golpe en la frente contra el frío escaparate.


-¡Ay! Pues estaba… -respondió tartamudeando al tiempo que se daba la vuelta para ver quién era su interlocutor. Una vez que lo hizo, hasta el tartamudeo se convirtió en una hazaña imposible.


De acuerdo, aquel tipo estaba guapísimo, incluso más que cuando lo habían atrapado los gemelos el día anterior. Llevaba unos vaqueros gastados que le que daban como un guante y una camisa azul clara que hacía resaltar su sutil bronceado. Paula no pudo evitar quedarse mirándolo boquiabierta.


Él zambulló las manos en los bolsillos traseros del pantalón y le lanzó una sonrisa que hizo que le temblaran las piernas.


-Bueno, todavía no me ha dicho qué estaba haciendo.


-Solo miraba el escaparate… solo eso -se las arregló para responder con cierta convicción.


-¿En serio? ¿Y ve algo que le interese?


Lo cierto era que sí, veía algo que le interesaba mucho, y no era precisamente el escaparate. 


Era más bien el atractivo y la seguridad del tipo que tenía enfrente, lo bastante cerca como para poder tocarlo. «Muy mal, no debería estar pensando esas cosas».


-Está bien, estaba curioseando -admitió al darse cuenta de que no tenía otra escapatoria que la humillante verdad. Nunca se le había dado bien reaccionar bajo presión-. Es que tengo un vecino que acaba de mudarse y están sucediendo cosas muy raras: ruidos y…


-Así que, en lugar de llamar a su puerta y presentarse; ha preferido la intriga y el misterio.


-Sí, sé que suena un poco extraño, pero tengo mis razones. Quién sabe lo que podría haber ahí. No sé…


-¿Extraterrestres, magia negra? -sugirió él con una carcajada.


-¡Nuca se sabe!


Él no se molestó en reprimir la risa.


-Ahora veo de dónde les viene a sus hijos.


-¿De dónde les viene el qué? -vamos, tampoco era tan descabellado lo que estaba haciendo. Además, no estaba dispuesta a oír cómo criticaba a sus hijos.


-Las agallas y el descaro. Es algo que me gusta… al menos en los adultos.


A ella, sin embargo, lo que le gustaba era él. 


Mucho. Paula notaba cómo se le iba ablandando el corazón y eso le daba pavor. Pero él la creía una mujer con agallas y nunca, jamás podría admitir que tenía miedo.


-¿Tienes tiempo para seguir viendo escaparates? ¿O para tomar un café?


Paula se esforzó por repetir mentalmente la decisión que había tomado: «no más hombres». 


Tenía que repetirlo como un mantra que le daría fuerzas para ser consecuente.


-No puedo -respondió por fin mientras sacaba unas llaves del bolsillo-. Tengo que abrir la tienda.


-Otra vez será entonces, señora detective -dijo encogiéndose de hombros justo antes de alejarse. Tenía hombros anchos y un bonito trasero, pensó Paula sin poder dejar de mirarlo. 


También le gustaba su actitud.


En un gesto, quizá no muy maduro, pero sí totalmente espontáneo, se volvió hacia el escaparate de su vecino y le sacó la lengua.


-P. Alfonso, ya podrías aprender un par de cositas de ese tipo.