sábado, 26 de octubre de 2019
UN HOMBRE MUY ESPECIAL: CAPITULO 11
Pedro se quedó de pie en mitad del sótano, que por cierto no era su lugar preferido. Prefería lugares donde hubiera más… aire, y un poco más de espacio para no tener la sensación de que las paredes se le venían encima. Respiró hondo y se repitió las consignas de siempre.
«Vamos, sé valiente. Compórtate como un hombre y toma el control de la situación».
Ya estaba mejor, bueno… más o menos. Logró prestar atención a lo que tenía alrededor, que no era más que un montón de cajas que todavía no había desembalado y otras cosas que había dejado olvidadas el anterior inquilino. Pero nada que le diera una pista del lugar del que podrían haber salido las ratas. Sabía que tenían que seguir allí porque no había otra salida aparte de las escaleras. Claro que, pensándolo bien, esa también era la única manera de entrar; la estrecha y oscura escalera que llevaba a su trastienda. Agitó la cabeza sin comprender. Dos enanos traviesos se le habían colado sin ni siquiera darse cuenta.
Tampoco los había oído el otro día cuando le habían untado de mermelada el pomo o cuando le habían llenado el buzón de serpientes de goma.
Era consciente de que, aunque no se hubieran dedicado a tenderle emboscadas como aquellas, tampoco habría sabido muy bien cómo relacionarse con ellos. Los niños nunca habían sido su debilidad. De hecho, sus interminables preguntas y el tono de su voz tenían el mismo efecto en él que oír cómo alguien arañaba una pizarra. El problema en definitiva era que no sabía qué hacer con los niños… bueno, en ese caso se los devolvería a su madre.
-Deberíais salir porque estáis atrapados -no obtuvo respuesta, ni siquiera notaba ese sexto sentido que solía avisarlo de que alguien lo estaba mirando.
Retiró algunas cajas con la esperanza de descubrirlos.
-Tenéis que estar ahí. Vamos, salid, no voy a haceros nada. Quiero decir que ni siquiera voy a regañaros.
Al dar un paso atrás, se tropezó y estuvo a punto de acabar en el suelo. Al menos eso le sirvió para convencerse de que allí no había nadie, ningún niño normal habría podido aguantar la risa al ver a un adulto hecho y derecho a punto de caerse de bruces. Pedro recabó la poca dignidad que le quedaba y se dispuso a salir de allí en busca de espacio y aire que respirar.
-Las voces debían de salir de otro sitio, eso es todo -se dijo en voz alta por si alguien lo estaba escuchando, y mantuvo en silencio lo que realmente pensaba: «estaban ahí, tío. De eso no hay ninguna duda».
Tarde o temprano volverían a colarse y entonces se verían obligados a darle una explicación convincente.
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