viernes, 25 de octubre de 2019

UN HOMBRE MUY ESPECIAL: CAPITULO 9





Pedro no podía dejar de reírse. Se había apoyado en la pared y se había limitado a dejar que su estado de ánimo fluyera hacia el exterior. Por primera vez desde la adolescencia, deseaba tener rayos X en la vista. El poder de su imaginación no era lo bastante fuerte para ver a la dulce madre de los gemelos perder los nervios y ponerse a golpear la pared.


-¡Cómo me gustaría poder verla! -murmuró mientras se enjugaba las lágrimas de los ojos. 


Cuando hubo recuperado la calma, se aproximó hacia su nueva pieza.


Hacía algunos meses, un día que por algún motivo no había tenido que ir a trabajar, había visitado uno de sus lugares preferidos, el Instituto de Ciencias; allí había una exposición de lurs, unos antiguos instrumentos daneses encontrados en unas ciénagas del país escandinavo. Las curvas de aquel instrumento lo habían dejado maravillado. Claro que, no era de extrañar teniendo en cuenta lo atractivas que le resultaban las curvas en general.


Allí mismo había decidido que su próximo proyecto sería fabricar y aprender a tocar uno de esos extraños instrumentos. La recompensa a tanto esfuerzo era la reacción de Paula, que también tenía unas curvas maravillosas.


En ese instante sonó el teléfono rompiendo la magia del momento. Solo tres personas tenían su número; su padre estaba pescando en Florida, su hermano mayor jamás lo llamaba… Solo quedaba Victoria, que había conseguido el teléfono a través de su padre.


Pedro dejó que saltara el contestador automático e inmediatamente la voz suave de su ex novia llenó el apartamento:
-Pedro, sé que estás ahí. Contesta, por favor. No seas infantil, no puedes tratarme así.


Al oír aquello se echó a reír; lo que era infantil eran las continuas rabietas de Victoria cada vez que llamaba por teléfono.


-Solo quiero saber si estás bien -el tono de voz se hizo más conciliador, como si hubiera dado un paso atrás al llegar al precipicio. Pero era demasiado tarde porque hacía ya meses que había saltado desde aquel acantilado-. Me pasé por allí, pero tienes todos los escaparates tapados. De verdad, estoy preocupada por ti.


Pedro resopló. Había estado con Victoria el tiempo suficiente para saber lo que significaba para ella estar «preocupada»; lo que ocurría era que sufría el Síndrome de Cama Vacía y no sabía cómo decir que lo que necesitaba era sexo. Ella jamás se había preocupado realmente por él, solo había intentado convertirlo en otra persona por miedo a que alguna vez hiciera el ridículo en una de las fiestas de su empresa. 


Pero nunca se había preocupado por lo que él quería o sentía. Era duro admitirlo, todavía le dolía.


-Llámame, Pedro.


-De eso nada, Vicki.


Ella lo había abandonado en cuanto se había enterado de sus planes de abrir una tienda. No había ningún problema en que una alta ejecutiva viviera con un tipo que a duras penas había terminado el instituto, siempre y cuando fuera el propietario de una de las mayores empresas de jardinería del estado. Pero la cosa cambiaba si estaba desempleado.


Las apariencias lo eran todo para Victoria y había intentado modelarlo a él a su gusto. Le había enseñado los modales de los que carecía para moverse en el mundo de los negocios y, algún tiempo después, Pedro había lamentado todas aquellas lecciones porque, cuantas más cosas hacían a su modo, más crecía el negocio. 


Se había hecho tan grande, que había estado a punto de comérselo vivo hasta que había decidido abandonarlo, y entonces Vicki lo había abandonado a él. Y parecía que ahora se estaba arrepintiendo de haberlo hecho. Pero él no. 


Bueno, quizá un poco y ese era el motivo por el que prefería no responder a sus llamadas. 


Algunas noches, cuando se sentía solo, se preguntaba si sería tan estúpido como para volver con ella. Sin embargo, por muy solo que se sintiera, lo prefería a que lo quisieran solo por su dinero, y eso era lo único que le había interesado siempre a Victoria de él. Eso-y el sexo, por supuesto; siempre y cuando no se despeinara ni trastocara sus horarios de trabajo.


Lo más divertido de todo aquello era que en ese momento tenía mucho más dinero del que había tenido nunca mientras estuvo con Vicki. La cláusula más interesante de su contrato de venta de Greenworks era algo que se denominaba Pacto de No Competencia, por el que se comprometía a dejar pasar al menos dos años antes de volver a entrar en el negocio de la jardinería. Durante ese tiempo le pagaban por no hacer nada. No estaba nada mal si sabías en qué emplear las horas.


Se acercó a la mesa de trabajo, estaba cubierta de silbatos, tambores y guairas fabricados con todo tipo de materiales, desde madera hasta PVC. Siempre le había gustado hacer instrumentos musicales que solía regalar a amigos y familiares. Pero había guardado los mejores con la intención de hacer algún día lo que planeaba hacer ahora.


Los amigos de Victoria habían dicho desde el principio que lo que él creaba era «arte»; en aquel momento, Pedro se había burlado de la idea puesto que para él era solo un pasatiempo, una manera de descargar tensiones. Con el tiempo se había dado cuenta de que en realidad no importaba si lo que hacía era arte, terapia o ambas cosas a la vez. Tenía pensado ganar el dinero suficiente con su hobby como para considerarlo un trabajo. Si no era así, cuando venciera el Pacto de No Competencia empezaría un nuevo negocio. Eso sí, entonces tendría la vista suficiente para detener la expansión antes de que lo matara.


Echó un vistazo a su nuevo lugar de trabajo y se dio cuenta de que todavía quedaban muchas cosas por hacer antes de poder abrirlo al público. Unas horas más tarde, ya había retirado unas estanterías torcidas y viejas y las había sacado al contenedor. La pared que habían dejado al descubierto era, después de eliminar la gruesa capa de suciedad, de un color aguamarina que le recordó a la casa de su tía Beatrice y le trajo a la memoria un montón de imágenes de la infancia.


Tenía previsto pintar todo el local de blanco, pero antes tendría que pintar el techo de negro y colgar unas estupendas lámparas estilo industrial. El suelo era de unas baldosas rojas y negras de estilo retro que irían muy bien con el resto de la decoración. Le llamó la atención una enorme rejilla de hierro que seguramente era parte de una antigua instalación de calefacción; tendría que encontrar algo con que taparla, no estaría bien que alguna dama de buena familia se enganchara el tacón y se torciera un tobillo. 


Al pisarla oyó que algo se movía por el conducto haciendo eco.


-Ratones -dedujo al tiempo que pensaba que tendría que comprar algunas trampas. El sonido se hizo más fuerte-. Deben de ser ratas, y muy grandes -un escalofrío le recordó cuánto odiaba aquellos encantadores animales. Tendría que llamar a un exterminador y olvidarse de las trampas.


-Ssshhh, por aquí -al principio se oyó tan bajo, que le pareció haberlo imaginado, la voz salía de la rejilla.


-Yo estoy callado. ¡Cállate tú!


-Vaya, ratas parlantes.


Había oído aquellas voces antes. Sí, todas las tardes y todas las mañanas lo sometían a la tortura de tener que escuchar ese sonido agudo y chirriante.


-Mis roedores vecinos.




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