sábado, 3 de agosto de 2019

INTENTO DE MATRIMONIO: CAPITULO 65




Pedro hundió el pie en el freno y de un salto bajó del coche. Medio envuelta en una vieja manta, Paula caminaba tambaleándose bajo los árboles, hacía la cabaña. Corrió hacia ella con la pistola en la mano, preparado para disparar.


—Yo que tú no lo haría, inspector.


Se detuvo al oír la voz de Mariano. En esa ocasión no tenía un tono calmado, sino todo lo contrario. Parecía alterado, nervioso. Tenía un arma en la mano y estaba apuntando a Paula.


—Baja la pistola, Mariano. Todo ha terminado. Sabemos que mataste a todas esas mujeres. Sabemos incluso lo de Tamy, y tus sospechas acerca de que tenía una aventura con Gerardo Dalton.


—Yo no sospechaba que tuviera una aventura. Lo sabía. Ella me lo dijo. A sabiendas de que yo la amaba. Se merecía morir. Y el senador también.


—Lo mataste, ¿verdad? Estaba en el hospital bajo tu cuidado, y te aseguraste de que no sobreviviera a la operación.


—Se merecía la muerte. Todos vosotros os la merecéis.


—Pero no puedes matarnos a todos, Mariano. Yo también estoy armado, y si disparas a Paula, te mataré.


Vio la furia en los ojos de Mariano, contorsionado su rostro, tensos los músculos del cuello como cables de acero. Pedro supo que iba a apretar el gatillo. Que iba a matar a alguien por última vez. Sin que él pudiera hacer nada para evitarlo.


Mariano apretó el gatillo. Y Pedro también. El tiroteo fue ensordecedor.


Mariano cayó al suelo mientras Pedro corría hacia Paula. Cuando se derrumbó en sus brazos, sintió la caliente caricia de la sangre. 


Envolviéndola en la manta, la estrechó con fuerza.


—No te mueras, Paula. Por favor, no te mueras. Por favor, Dios mío, no la dejes morir...




INTENTO DE MATRIMONIO: CAPITULO 64




Pedro encontró la fotografía en el garaje de los Chaves. No tuvo que preguntarse por lo que significaba. No había tiempo para la furia, ni para lamentar errores. Aquel no era simplemente otro caso. Se trataba de Paula.


Oyó el sonido de un coche deteniéndose frente a la casa. Rodeó el garaje a la carrera. Era Janice.


—¡Mira que encontrarte aquí...! —exclamó, irónica—. ¿Es que no tienes otra cosa que hacer que arruinar la vida de mi prima?


—Déjalo ya, Janice. No me importa lo que pienses en este momento de mí, o lo que te parezca el comportamiento de Mariano. El hecho es que es un asesino, y que acaba de secuestrar a Paula y a Rodrigo.


Janice abrió la boca para protestar, pero cambió de idea al detectar el tono de pánico de su voz.


—¡Oh, no! —enterró la cabeza en las manos por un instante, antes de alzar la mirada hacia él—. No te quedes ahí, Pedro. Eres un policía. Tienes un arma. Ve a salvarlos.


—Lo haría si supiera adónde ir. Piensa en todo lo que sepas de Mariano... ¿Dónde habría podido llevarse a esas mujeres para matarlas?


—¿Mujeres? ¿En plural?


—Exacto.


Janice musitó una maldición.


—No tengo ni idea...


—¿Sabes el número de teléfono de Matilda?


—Sí, lo tengo en mi bolso, en la agenda.


—Tráemelo. No podemos perder ni un segundo. La vida de Paula depende de ello.


Casi al momento tenía el número en la mano. Lo marcó en su móvil, rezando para que Matilde estuviera en casa y le proporcionara la respuesta que necesitaba. El corazón le latía a toda velocidad cuando respondió.


—Escucha, Matilda, necesito hablar con Penny Washington. Es un problema de vida o muerte...



****


—Los efectos de la medicina están desapareciendo —pronunció Mariano—. ¿Estás preparada, cariño, para nuestros últimos momentos juntos?


Paula reconoció su colonia cuando se inclinó para desatarle las ligaduras de los brazos. Se los masajeó lentamente para activar de nuevo la circulación. Luego, le liberó los tobillos y la levantó en vilo como si fuera una pluma.


—Ahora tendremos que salir. La sangre salpica mucho, y aunque esta cabaña no es ninguna maravilla, no me gustaría mancharla.


La envolvió en una manta y cruzó con ella la habitación, abriendo la puerta con el pie. La luz del sol la cegó, después de todo el tiempo que había pasado a oscuras. Le parecía tan extraño como injusto que fuera hubiera tanta luz, que los pájaros cantaran, que la brisa susurrara suavemente a través de las hojas de los árboles… el mismo día en que iba a morir. 


Intentó mover los brazos, pero vio que le colgaban fláccidos a los lados, como muertos. 


Podía pensar, pero sus músculos y su capacidad para moverse y coordinar movimientos seguían bajo el efecto de la droga.


Mariano la tumbó sobre un gran plástico extendido sobre el suelo. Paula lo vio blandir el afilado escalpelo, y comprendió que había llegado su hora. La tortura primero, y luego el desangramiento mortal a partir de la incisión en el cuello, en cuestión de segundos.


El corazón le atronaba en los oídos mientras esperaba a que empezara el dolor. De repente sintió vibrar el suelo. Vio que Mariano se agitaba, nervioso, como si una nube de abejas se hubiera abatido sobre él. El escalpelo resbaló de sus dedos.


Empezó a correr. Alarmada, Paula intentó levantarse. Tenía que buscar a Rodrigo, pero su cuerpo se negaba a moverse. El suelo seguía temblando, como un terremoto, amenazando con tragársela... Consiguió enfocar la mirada en algo negro, borroso, y comprendió el origen de las vibraciones: era un coche circulando por la pista a toda velocidad. Tenía que buscar a Rodrigo.


—¡Socorro! ¡Por favor, ayúdenme!





INTENTO DE MATRIMONIO: CAPITULO 63





Pedro caminaba de un lado a otro de su minúsculo despacho, con un móvil en la oreja y el otro en la mano. Tenía media docena de coches patrulla bajo su mando y aún no había sido capaz de localizar a un joven autista desaparecido. Ni a un cirujano trastornado y convertido en asesino.


Cortó la comunicación de un teléfono y descolgó el de la mesa.


—¿Diga? Inspector Alfonso al habla.


—Soy Sally Ann Leiderman, del departamento de policía de Monticello.


—¿Ha encontrado algo? —llevaba tiempo esperando aquella llamada.


—Por desgracia, poca cosa. Al parecer, Tamy Sullivan acababa de empezar sus estudios universitarios en la facultad de Shreveport y estaba trabajando a media jornada para un político de la localidad.


—¿Sabe el nombre de ese político?


—Gerardo Dalton. En aquel entonces era alcalde del pueblo, pero cuando murió, hace un par de años, era senador.


Pedro soltó un silbido de asombro, Cuanto más descubría, más se enredaba el asunto.


—¿Durante cuánto tiempo estuvo trabajando para Dalton?


—Unos pocos meses. Y hay más. Una de sus compañeras de estudios en la facultad dice que estuvo relacionada sentimentalmente con el senador.


—¿No era un poquito mayor para ella?


—Tenía treinta y ocho años, y ella diecinueve. Por entonces hacía cerca de un año que había fallecido su esposa. Es probable que Tamy se enamorara de él. El senador nunca reconoció esas relaciones, y poco después fue cuando apareció muerta.


—¿Estaba saliendo Tamy con alguien en Monticello?


—Con un chico que acababa de graduarse en el instituto. Seguro que no era tan excitante como Dalton.


—¿No sería por casualidad Mariano Chaves?


—Efectivamente. Uno de los policías que lo interrogaron en esta comisaría todavía se acuerda de él. Lo recuerda como un chico raro, pero sinceramente destrozado por la muerte de su novia. Si realmente llegó a sospechar que Tamy se estaba viendo con otro hombre, nunca lo admitió.


—Gracias por todo. Ahora mismo estoy ocupado tratando de encontrar a una persona. ¿Podré llamarla más tarde?


—Claro que sí. Me alegro de haberle servido de ayuda.


Pedro marcó a continuación el número de Paula. Tanto si le gustaba como si no, estaba decidido a recogerla para llevarla a su apartamento. Si Rodrigo se hubiera encontrado en un lugar desde donde hubiera podido llamarla, ya lo habría hecho. Y no estaba vagando al azar por las calles, eso era seguro. Habían peinado la zona por completo. Era casi seguro que lo habían secuestrado. Y probablemente Mariano tenía algo que ver en ello.


Paula no contestaba, y el temor de Pedro se multiplicó. Tenía que estar esperando una llamada de su hermano, de modo que... ¿por qué no respondía?


Gotas de sudor penaban su frente para cuando se activó el contestador automático. No le dejó ningún mensaje.


Salió a la carrera del edificio. Si llegaba demasiado tarde, Mariano no pisaría la prisión. 


Lo mataría primero, con sus propias manos… sin sentir el menor remordimiento.



****

Paula abrió los ojos y lo primero que vio fue el techo, viejo, con vigas de madera, del que colgaba una bombilla desnuda. Intentó tragar saliva, pero tenía la boca seca. Debería levantarse, pero...


Su mente empezó a vagar, y se sintió como si estuviera flotando fuera de su cuerpo.


—Hay que despertarse. Abre los ojos. Hay que despertarse.


La niebla se disipó un tanto al sonido de la voz de Rodrigo. Lentamente pudo enfocar mejor la mirada, y la aterradora realidad la golpeó de lleno. Se volvió para mirar a su hermano. Estaba en el suelo, con las manos atadas a la espalda y los tobillos inmovilizados también con ligaduras.
Intentó levantarse y se dio cuenta de que no podía moverse. No era solamente la droga lo que se lo impedía. También estaba atada con cuerdas, como Rodrigo. Pero no yacía en el suelo, sino en un camastro de metal. Tenía las muñecas atadas al cabecero, y las piernas separadas, amarrada cada una a un poste. Afortunadamente, todavía no la había desnudado.


—Ah, la Bella Durmiente se ha despertado al fin.


Alzó la mirada y descubrió a Mariano en el umbral de la puerta, con una sonrisa en los labios. Llevaba puesta su bata blanca, con su estetoscopio al cuello, como si estuviera haciendo una revisión de rutina. Varios instrumentos punzantes asomaban en sus abultados bolsillos. Tijeras de quirófano. Un escalpelo. Y una herramienta especialmente aguzada que no logró reconocer.


Se acercó lentamente a Rodrigo, susurrándole palabras amables antes de hundirle una aguja en el brazo.


—No te saldrás con la tuya, Mariano —le costó pronunciar los sonidos, como si tuviera la lengua hinchada.


—Por supuesto que me saldré con la mía, corazón. Yo siempre me salgo con la mía. Soy un respetado cirujano. ¿Quién me creería capaz de asesinar a nadie?


Pedro. Él lo sabe todo sobre ti.


—No, cariño. Lo sabe todo sobre ti, sobre tus inclinaciones lascivas y tus tremendas indiscreciones. Me temo que conoce a mi esposa... demasiado íntimamente.


Rodrigo gruñó algo, golpeando el suelo con los pies. Paula tuvo la sensación de que se le detenía el corazón. Y no volvió a latirle hasta que, aliviada, oyó su rítmica respiración y vio el movimiento acompasado de su pecho. Afortunadamente, solo lo había dormido.


—¿Por qué te casaste conmigo, Mariano?


—Tú eres la mujer que quería. Lo supe desde el momento en que visitaste a tu padre en el hospital. Era mi venganza perfecta por los pecados del senador. Pero, con el tiempo, creo que habría llegado a amarte de verdad, Paula... si no te hubieras enamoriscado de ese estúpido policía y no hubieras empezado a meter las narices donde no te importaba.


«Los pecados del senador». Paula intentó encontrar algún sentido a esas palabras, pero era como si flotaran en la niebla que flotaba en su mente.


—Sé que vas a matarme, Mariano. Pero no le hagas nada a mi hermano. Él jamás ha hecho daño a nadie. Es incapaz de ello...


—Tu preocupación resulta conmovedora. No me afecta, pero resulta conmovedora.


—Entonces... ¿a qué estás esperando? Si vas a matarnos a los dos, hazlo ya.


—Estaba esperando a que te despertaras, querida. Te quiero sedada para que no te resistas, pero no tanto como para que no puedas disfrutar de las sensaciones que voy a provocarte con este instrumental... Luego, quiero que veas tu propia sangre, manando de tu cuello. Quiero ver tu último momento de agonía. Tus últimos instantes de vida.


Paula se echó a temblar cuando él se sentó en la cama, a su lado, y le acarició lentamente los muslos. Sintió el frío metal deslizándose entre sus piernas, y por primera vez comprendió que había cosas mucho peores que la muerte.



INTENTO DE MATRIMONIO: CAPITULO 62




Paula intentó volver a guardar las fotos en la caja, pero le temblaban tanto las manos que se le cayeron al suelo. La silueta de Mariano apareció entonces en el umbral. Ya no había salida. La miraba furioso, tensas como cuerdas las venas del cuello.


—Así que no solamente eres una fulana, sino también una cotilla. ¿Qué dirían tus amigos de la alta sociedad si supieran realmente cómo eres? Tu tío John y tu tía Gloria se quedarían consternados. Incluso a Janice la decepcionarías.


—¿Dónde está Rodrigo?


—No ha dejado de preguntar por ti, suplicándome que lo traiga a casa...


—¿Dónde lo tienes? ¿Qué le has hecho?


—¿Por qué piensas que le he hecho algo? ¿Me tomas por alguna especie de monstruo?


Los aparentes síntomas del furor de Mariano parecían haberse evaporado con la misma rapidez con que habían surgido. Hablaba con voz carente de emoción y tenía la mirada apagada, como la de un frío autómata. Paula señaló las fotos que estaban a sus pies.


—Tú mataste a todas estas mujeres, Mariano. ¿Por qué? ¿Por qué lo hiciste?


—Eran despreciables. No se merecían vivir.


—Eran seres humanos. Karen incluso confiaba en ti.


—No tanto como debería.


—¿Por qué estaba mi número de teléfono entre sus ropas?


—Se enfadó conmigo porque no quise convencer a Javier de que abandonara a su esposa por ella y por su hijo bastardo. Me amenazó con contarte lo de mi pequeño club de fotografía. Parece que estuvo a punto de cumplir su amenaza.


—¿Así que la mataste para acallarla?


—Yo maté a las demás, pero a Karen no. Me limité a sugerírselo a Javier Castle. Pero Javier era demasiado cobarde para hacerlo bien. Se arrepintió tanto que estuvo a punto de confesarlo todo, de modo que tuve que matarlo a él también. Ya lo ves, Paula. Soy un maestro en ese arte. Es por eso por lo que nadie me cazará, y menos aún ese pobre e incompetente amante tuyo.


Paula miró a su alrededor, desesperada. Mariano estaba loco. Y la mataría a ella. Y a Rodrigo a no ser que encontrara alguna forma de detenerlo. Era mucho más fuerte que ella, y se encontraba en una buena forma física. No tendría ninguna posibilidad en una pelea con él. 


Lo que necesitaba era un arma y la ventaja de la sorpresa.


Descubrió unas tijeras colgando de un gancho de alambre, en el estante que estaba justo encima de su cabeza. Se apresuró a desviar la mirada para no traicionar sus intenciones.


—Llévame con Rodrigo, Mariano.


—Por supuesto.


Empezó a acercarse. Paula se volvió rápidamente y descolgó las tijeras. Fue entonces cuando descubrió la aguja hipodérmica que empuñaba Mariano. Lo atacó, hiriéndolo levemente, pero de inmediato sintió el pinchazo de la aguja en el brazo.


Continuó luchando, pero ya era inútil. La herida de Mariano era muy superficial. Le inmovilizó las manos a la espalda mientras esperaba a que surtiera efecto la droga, debilitando sus reflejos y su capacidad de reacción.


Cayó al suelo como un muñeco desmadejado, mientras lo veía recoger las fotos para volverlas a guardar en su escondite. Pero se olvidó de una de las pequeñas. Apenas capaz de mover las manos, Paula consiguió metérsela en un bolsillo del pantalón, aprovechando el momento en que Mariano encajaba de nuevo la tabla en el suelo.


Cuando terminó de ordenar la habitación, la levantó en brazos y la bajó al garaje. Pedro la buscaría allí, pero no la encontraría. Para entonces él ya la habría matado, junto con su hermano Rodrigo, y terminaría escapando tal y como había hecho tantas veces antes. Tenía razón. Era demasiado inteligente.


Nadie encontraría sus fetiches. Haciendo un inmenso esfuerzo, Paula deslizó una mano en el bolsillo donde había guardado la foto y la dejó caer al suelo, rezando para que Mariano no la descubriera.


Por una vez, pareció que el destino estaba de su lado. Mariano no se dio cuenta de nada. Su primer error. Para Rodrigo y para ella era ya demasiado tarde, pero el pensamiento de que Pedro encontraría la prueba necesaria para detenerlo le suscitó una secreta satisfacción. Se había casado con un monstruo asesino. Al menos, sin embargo, contribuiría a impedir que añadiera más víctimas a su lista.


Una vez en el garaje, la metió en el coche. Con los ojos cerrados, sintió la mano de su padre sobre su hombro. La estaba esperando. Y su madre también. Casi podía verlos en medio de la niebla que parecía cerrarse en torno a ella. 


Pero no podía irse. Aún no. Todavía no se había despedido de Rodrigo... ni de Pedro.




viernes, 2 de agosto de 2019

INTENTO DE MATRIMONIO: CAPITULO 61





—Date prisa, Rodrigo. No tengo todo el día.


—No me gusta estar aquí. Quiero irme a casa. Rodrigo quiere irse a casa.


—Qué pena, Rodrigo, porque no te vas ir a casa. Dicen que la casa está donde el corazón de uno. Tu corazón se va a desangrar aquí mismo, así que esta será tu casa. Es como si ya estuvieras en ella.


Mariano empujó a Rodrigo por el sendero que llevaba a una antigua cabaña que había alquilado años atrás, para atender a un toxicómano que había tratado en el hospital, nada más llegar a Shreveport. Era pequeña pero estaba lejos de la carretera, escondida detrás de una densa muralla de pinos. No se veía ni desde el lago ni desde la carretera, de modo que servía perfectamente a sus propósitos. Era el lugar de encuentro de su club de fotografía. Y al club solamente se accedía por rigurosa invitación personal.


—Llama a Paula, Mariano. Llama a Paula.


—¿Y ahora para qué quieres llamar a esa fulana? Además, ella no tiene tiempo para ti. Ni para mí tampoco. Está muy ocupada abriéndose de piernas para su amante policía. Pero no te preocupes. La encontraré y te la traeré.


—Oh-oh, oh-oh, oh-oh. Un bicho. Bichos negros.  Pequeños bichos negros —Rodrigo sacudió la cabeza, intentando esquivar los mosquitos que revoloteaban en torno a su rostro.


Mariano se estaba impacientando con Rodrigo. Afortunadamente, disponía de inyecciones de barbitúricos para sedarlo. Le inyectaría la cantidad exacta. No lo suficiente como para matarlo, pero sí para dejarlo inconsciente hasta que él volviera con Paula. Los mataría en familia.


Todo estaba saliendo mucho mejor de lo que había esperado. Le enseñaría a Paula a comportarse. Le clavaría sus punzantes instrumentos, lentamente al principio, como un amante, disfrutando mientras se retorcía de dolor... Su hermosa y perfecta esposa.


Cuando acabara con ellos, lo tendría todo. Su posición en el hospital. Su elegante condición social de doliente viudo de la hija del senador. Y en una casa levantada por el gran Gerardo Dalton.


Esa sería la venganza más dulce de todas. El mejor premio para el hombre que había seducido a Tamy y se la había arrebatado hacía ya tanto tiempo...



****

Paula se movía como una zombi, arrastrando los pies por la alfombra. Pedro le había prometido que encontrarían a Rodrigo, y ella no dudaba de sus buenas intenciones, pero su hermano no había llamado. Mala señal.


Había intentado localizar a Mariano en su despacho. Su secretaria le había dicho que se había tomado la tarde libre y que el doctor Bruning estaba recibiendo sus llamadas. Luego, lo había telefoneado al móvil, pero no contestaba. No contestaba porque estaba demasiado ocupado secuestrando a su hermano.


Rodrigo, tan inocente, tan indefenso... No comprendería lo que estaba sucediendo, no sabría que Mariano podría... ¿podría qué? No, no podía seguir aquel rumbo de pensamientos, no podía pensar en lo peor. Tenía que aferrarse a la esperanza de que hubiera al menos una pizca de decencia y de ética en el alma de Mariano, y de que, a pesar de todo, no se atreviera a hacerle daño a su hermano.


Miró el reloj de la repisa de la chimenea. El tiempo se estaba escapando, y el teléfono seguía sin sonar. No podía soportar la espera. 


Tenía que ocuparse en algo, si no quería volverse loca. Obligándose a moverse, fue al cuarto de lavado y se dedicó a separar la ropa sucia, la de color de la blanca, para meterla en la lavadora. Era una tarea mecánica, para la que no tenía que pensar. Mejor era eso que quedarse en el salón, paseando nerviosa de un lado a otro.


Recogió unos pantalones grises de Mariano. Se los había puesto el último fin de semana, en una de sus escapadas. En un bolsillo encontró algunas monedas... y una llave. Una pequeña llave de cobre, como de una maleta o de un cajón de escritorio. O de un compartimiento secreto.


Un torrente de adrenalina comenzó a circular por sus venas, acelerándole el pulso. Corrió a la cocina y tomó la llave del apartamento del garaje, que se hallaba colgada de un gancho en la puerta trasera. Salió al exterior y subió la escalera de hierro a toda velocidad. Nada más entrar, se dirigió directamente al cuarto de revelado. Ya lo había revisado antes; estaba lleno de todo tipo de cosas, ya que Mariano lo utilizaba como almacén. Podía habérsele despistado algo. Durante una media hora estuvo abriendo armarios, cajas y cajones febrilmente, como una posesa. No encontró nada.


Y seguía sin recibir llamada alguna de Pedro, para informarla del progreso de las investigaciones. Tenía los ojos llenos de lágrimas, pero se obligaba a contenerlas. No quería llorar. Aun así, la desesperación hacía mella en ella. Finalmente se dejó caer en el suelo, delante de un armario empotrado en la pared, golpeando la alfombra gris con los puños.


El suelo vibró. Al principio tuvo la sensación de que se movía la habitación entera, pero solo era la tabla que había golpeado. Como si estuviera suelta. ¿Un compartimiento secreto en el suelo? 


No podía ser. Había visto demasiadas películas.


Pero sí que era posible. Después de todo, Mariano había supervisado las obras de reforma de aquellos cuartos. Retiró la alfombra. 


Desencajar la tabla no fue tarea fácil. Luego, deslizó una mano en el oscuro agujero, palpando con los dedos hasta que encontró una caja metálica. La sacó y se dedicó a examinarla, sin levantarse del suelo. Era cuadrada y aplanada, como diseñada para guardar documentos o fotos. Tal vez fuera eso lo que contuviera. Fotos ampliadas. Más desnudos.


Probó a insertar la llave de cobre en la cerradura. Se abrió fácilmente. Había tenido razón. Asaltada por una sensación de asco, como si se estuviera manchando o contaminando con el sórdido mundo de Mariano, examinó la primera de las ampliaciones. La mujer de la foto estaba posando, con una mano detrás de la cabeza y la otra sobre su sexo. No. 


¡No!


Aquello no podía ser real. Pero lo era. 


Reconoció a la mujer de la foto como la misma que había visto en los recortes de prensa: una de las víctimas del asesino en serie. Y sin embargo, había una enorme diferencia. Cuando la foto del periódico había sido tomada, la mujer todavía estaba viva, y vestida. En aquella, en cambio, estaba desnuda... y muerta. 


Reprimiendo una náusea, se obligó a examinar las otras fotos. Eran de varios tamaños. En todas ellas, las mujeres posaban provocativamente para la cámara. Muertas. 


Pedro había tenido razón durante todo el tiempo. Mariano era el asesino… y aquellos eran sus fetiches de recuerdo.


De repente oyó un ruido procedente de la puerta exterior. Empezó a chirriar. Alguien la estaba abriendo lentamente. Mariano. Su marido acababa de llegar. Y sabría que ella lo había descubierto. El miedo la ahogaba, robándole el aliento, aturdiéndola. Así era como debían de haberse sentido sus víctimas. Atrapadas. 


Condenadas. Destinadas a morir a sangre fría en las manos de un asesino.


Y ahora le había llegado el turno a ella.



INTENTO DE MATRIMONIO: CAPITULO 60



Eran más de las dos de la tarde cuando Pedro dejó a Paula en la puerta de su casa para que recogiera unas cuantas cosas. Mientras tanto, iría a la comisaría para hablar con su supervisor y asegurarse de que Mariano fuera vigilado constantemente. Le prometió que estaría de vuelta a las cinco, una hora antes de que volviera su marido. Paula todavía tenía su coche en el garaje de Matilda, de modo que lo recogerían de camino al apartamento de Pedro.


No necesitaba gran cosa que llevarse. Unos vaqueros, camisas, mudas de ropa interior, pijamas. Ya había hecho una lista mental mientras se dirigía a su dormitorio. Acababa de abrir la maleta cuando sonó el teléfono. El corazón se le subió a la garganta. Mariano. De alguna forma se las había arreglado para saber lo que estaba haciendo.


Pero el localizador de llamadas indicaba que procedía del hogar de Rodrigo. Descolgó el teléfono. Estaba ansiosa por escuchar la voz de su hermano...


Pero no fue Rodrigo quien respondió a su saludo.


—¿Está la señora Chaves?


—Soy yo.


—Hola, Paula. Soy Tilda. Lo siento, pero tengo malas noticias.


—¿Rodrigo está enfermo?


—No. No te preocupes, estoy convencida de que se encuentra bien. Es solo que... bueno, ha desaparecido.


—¿Desaparecido? —se dejó caer en el borde de la cama. Las piernas le temblaban demasiado para que pudieran sostenerla.


—Estaba jugando al baloncesto en la pista, después de comer. Cuando salí para intentar convencerlo de que terminara sus tareas, no estaba. Estoy segura de que se ha marchado solo, sin pensar. No irá muy lejos.


—Él nunca hace eso.


—Lo sé, pero esta vez lo ha hecho. Ya hemos llamado a la policía. Por favor, intenta no preocuparte. Te llamaremos tan pronto como sepamos algo.


Tan pronto como supieran algo. Solo que no sabrían nada. Mariano estaba detrás de aquello. 


Su marido. Un mentiroso y un impostor. Un manipulador que había secuestrado a un joven autista para vengarse de ella. Le entraron ganas de gritar, de llorar, de agarrar sus cosas y tirarlas contra la pared... Pero, en lugar de eso, telefoneó a Pedro para avisarlo de que no hacía falta que fuera a buscarla. Tendría que quedarse en casa por si Rodrigo llamaba. Él sabía localizarla allí.


Mariano tenía el control de la situación. Siempre lo había tenido. Desde el primer día que la vio, había puesto su plan a funcionar. Quizá incluso desde antes de conocerla. Aun así, seguía sin saber por qué la había necesitado o deseado en su vida. De lo que estaba segura era de que había tenido sus razones. Y de que no habían tenido nada que ver con el amor.