viernes, 2 de agosto de 2019

INTENTO DE MATRIMONIO: CAPITULO 61





—Date prisa, Rodrigo. No tengo todo el día.


—No me gusta estar aquí. Quiero irme a casa. Rodrigo quiere irse a casa.


—Qué pena, Rodrigo, porque no te vas ir a casa. Dicen que la casa está donde el corazón de uno. Tu corazón se va a desangrar aquí mismo, así que esta será tu casa. Es como si ya estuvieras en ella.


Mariano empujó a Rodrigo por el sendero que llevaba a una antigua cabaña que había alquilado años atrás, para atender a un toxicómano que había tratado en el hospital, nada más llegar a Shreveport. Era pequeña pero estaba lejos de la carretera, escondida detrás de una densa muralla de pinos. No se veía ni desde el lago ni desde la carretera, de modo que servía perfectamente a sus propósitos. Era el lugar de encuentro de su club de fotografía. Y al club solamente se accedía por rigurosa invitación personal.


—Llama a Paula, Mariano. Llama a Paula.


—¿Y ahora para qué quieres llamar a esa fulana? Además, ella no tiene tiempo para ti. Ni para mí tampoco. Está muy ocupada abriéndose de piernas para su amante policía. Pero no te preocupes. La encontraré y te la traeré.


—Oh-oh, oh-oh, oh-oh. Un bicho. Bichos negros.  Pequeños bichos negros —Rodrigo sacudió la cabeza, intentando esquivar los mosquitos que revoloteaban en torno a su rostro.


Mariano se estaba impacientando con Rodrigo. Afortunadamente, disponía de inyecciones de barbitúricos para sedarlo. Le inyectaría la cantidad exacta. No lo suficiente como para matarlo, pero sí para dejarlo inconsciente hasta que él volviera con Paula. Los mataría en familia.


Todo estaba saliendo mucho mejor de lo que había esperado. Le enseñaría a Paula a comportarse. Le clavaría sus punzantes instrumentos, lentamente al principio, como un amante, disfrutando mientras se retorcía de dolor... Su hermosa y perfecta esposa.


Cuando acabara con ellos, lo tendría todo. Su posición en el hospital. Su elegante condición social de doliente viudo de la hija del senador. Y en una casa levantada por el gran Gerardo Dalton.


Esa sería la venganza más dulce de todas. El mejor premio para el hombre que había seducido a Tamy y se la había arrebatado hacía ya tanto tiempo...



****

Paula se movía como una zombi, arrastrando los pies por la alfombra. Pedro le había prometido que encontrarían a Rodrigo, y ella no dudaba de sus buenas intenciones, pero su hermano no había llamado. Mala señal.


Había intentado localizar a Mariano en su despacho. Su secretaria le había dicho que se había tomado la tarde libre y que el doctor Bruning estaba recibiendo sus llamadas. Luego, lo había telefoneado al móvil, pero no contestaba. No contestaba porque estaba demasiado ocupado secuestrando a su hermano.


Rodrigo, tan inocente, tan indefenso... No comprendería lo que estaba sucediendo, no sabría que Mariano podría... ¿podría qué? No, no podía seguir aquel rumbo de pensamientos, no podía pensar en lo peor. Tenía que aferrarse a la esperanza de que hubiera al menos una pizca de decencia y de ética en el alma de Mariano, y de que, a pesar de todo, no se atreviera a hacerle daño a su hermano.


Miró el reloj de la repisa de la chimenea. El tiempo se estaba escapando, y el teléfono seguía sin sonar. No podía soportar la espera. 


Tenía que ocuparse en algo, si no quería volverse loca. Obligándose a moverse, fue al cuarto de lavado y se dedicó a separar la ropa sucia, la de color de la blanca, para meterla en la lavadora. Era una tarea mecánica, para la que no tenía que pensar. Mejor era eso que quedarse en el salón, paseando nerviosa de un lado a otro.


Recogió unos pantalones grises de Mariano. Se los había puesto el último fin de semana, en una de sus escapadas. En un bolsillo encontró algunas monedas... y una llave. Una pequeña llave de cobre, como de una maleta o de un cajón de escritorio. O de un compartimiento secreto.


Un torrente de adrenalina comenzó a circular por sus venas, acelerándole el pulso. Corrió a la cocina y tomó la llave del apartamento del garaje, que se hallaba colgada de un gancho en la puerta trasera. Salió al exterior y subió la escalera de hierro a toda velocidad. Nada más entrar, se dirigió directamente al cuarto de revelado. Ya lo había revisado antes; estaba lleno de todo tipo de cosas, ya que Mariano lo utilizaba como almacén. Podía habérsele despistado algo. Durante una media hora estuvo abriendo armarios, cajas y cajones febrilmente, como una posesa. No encontró nada.


Y seguía sin recibir llamada alguna de Pedro, para informarla del progreso de las investigaciones. Tenía los ojos llenos de lágrimas, pero se obligaba a contenerlas. No quería llorar. Aun así, la desesperación hacía mella en ella. Finalmente se dejó caer en el suelo, delante de un armario empotrado en la pared, golpeando la alfombra gris con los puños.


El suelo vibró. Al principio tuvo la sensación de que se movía la habitación entera, pero solo era la tabla que había golpeado. Como si estuviera suelta. ¿Un compartimiento secreto en el suelo? 


No podía ser. Había visto demasiadas películas.


Pero sí que era posible. Después de todo, Mariano había supervisado las obras de reforma de aquellos cuartos. Retiró la alfombra. 


Desencajar la tabla no fue tarea fácil. Luego, deslizó una mano en el oscuro agujero, palpando con los dedos hasta que encontró una caja metálica. La sacó y se dedicó a examinarla, sin levantarse del suelo. Era cuadrada y aplanada, como diseñada para guardar documentos o fotos. Tal vez fuera eso lo que contuviera. Fotos ampliadas. Más desnudos.


Probó a insertar la llave de cobre en la cerradura. Se abrió fácilmente. Había tenido razón. Asaltada por una sensación de asco, como si se estuviera manchando o contaminando con el sórdido mundo de Mariano, examinó la primera de las ampliaciones. La mujer de la foto estaba posando, con una mano detrás de la cabeza y la otra sobre su sexo. No. 


¡No!


Aquello no podía ser real. Pero lo era. 


Reconoció a la mujer de la foto como la misma que había visto en los recortes de prensa: una de las víctimas del asesino en serie. Y sin embargo, había una enorme diferencia. Cuando la foto del periódico había sido tomada, la mujer todavía estaba viva, y vestida. En aquella, en cambio, estaba desnuda... y muerta. 


Reprimiendo una náusea, se obligó a examinar las otras fotos. Eran de varios tamaños. En todas ellas, las mujeres posaban provocativamente para la cámara. Muertas. 


Pedro había tenido razón durante todo el tiempo. Mariano era el asesino… y aquellos eran sus fetiches de recuerdo.


De repente oyó un ruido procedente de la puerta exterior. Empezó a chirriar. Alguien la estaba abriendo lentamente. Mariano. Su marido acababa de llegar. Y sabría que ella lo había descubierto. El miedo la ahogaba, robándole el aliento, aturdiéndola. Así era como debían de haberse sentido sus víctimas. Atrapadas. 


Condenadas. Destinadas a morir a sangre fría en las manos de un asesino.


Y ahora le había llegado el turno a ella.



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