sábado, 3 de agosto de 2019

INTENTO DE MATRIMONIO: CAPITULO 64




Pedro encontró la fotografía en el garaje de los Chaves. No tuvo que preguntarse por lo que significaba. No había tiempo para la furia, ni para lamentar errores. Aquel no era simplemente otro caso. Se trataba de Paula.


Oyó el sonido de un coche deteniéndose frente a la casa. Rodeó el garaje a la carrera. Era Janice.


—¡Mira que encontrarte aquí...! —exclamó, irónica—. ¿Es que no tienes otra cosa que hacer que arruinar la vida de mi prima?


—Déjalo ya, Janice. No me importa lo que pienses en este momento de mí, o lo que te parezca el comportamiento de Mariano. El hecho es que es un asesino, y que acaba de secuestrar a Paula y a Rodrigo.


Janice abrió la boca para protestar, pero cambió de idea al detectar el tono de pánico de su voz.


—¡Oh, no! —enterró la cabeza en las manos por un instante, antes de alzar la mirada hacia él—. No te quedes ahí, Pedro. Eres un policía. Tienes un arma. Ve a salvarlos.


—Lo haría si supiera adónde ir. Piensa en todo lo que sepas de Mariano... ¿Dónde habría podido llevarse a esas mujeres para matarlas?


—¿Mujeres? ¿En plural?


—Exacto.


Janice musitó una maldición.


—No tengo ni idea...


—¿Sabes el número de teléfono de Matilda?


—Sí, lo tengo en mi bolso, en la agenda.


—Tráemelo. No podemos perder ni un segundo. La vida de Paula depende de ello.


Casi al momento tenía el número en la mano. Lo marcó en su móvil, rezando para que Matilde estuviera en casa y le proporcionara la respuesta que necesitaba. El corazón le latía a toda velocidad cuando respondió.


—Escucha, Matilda, necesito hablar con Penny Washington. Es un problema de vida o muerte...



****


—Los efectos de la medicina están desapareciendo —pronunció Mariano—. ¿Estás preparada, cariño, para nuestros últimos momentos juntos?


Paula reconoció su colonia cuando se inclinó para desatarle las ligaduras de los brazos. Se los masajeó lentamente para activar de nuevo la circulación. Luego, le liberó los tobillos y la levantó en vilo como si fuera una pluma.


—Ahora tendremos que salir. La sangre salpica mucho, y aunque esta cabaña no es ninguna maravilla, no me gustaría mancharla.


La envolvió en una manta y cruzó con ella la habitación, abriendo la puerta con el pie. La luz del sol la cegó, después de todo el tiempo que había pasado a oscuras. Le parecía tan extraño como injusto que fuera hubiera tanta luz, que los pájaros cantaran, que la brisa susurrara suavemente a través de las hojas de los árboles… el mismo día en que iba a morir. 


Intentó mover los brazos, pero vio que le colgaban fláccidos a los lados, como muertos. 


Podía pensar, pero sus músculos y su capacidad para moverse y coordinar movimientos seguían bajo el efecto de la droga.


Mariano la tumbó sobre un gran plástico extendido sobre el suelo. Paula lo vio blandir el afilado escalpelo, y comprendió que había llegado su hora. La tortura primero, y luego el desangramiento mortal a partir de la incisión en el cuello, en cuestión de segundos.


El corazón le atronaba en los oídos mientras esperaba a que empezara el dolor. De repente sintió vibrar el suelo. Vio que Mariano se agitaba, nervioso, como si una nube de abejas se hubiera abatido sobre él. El escalpelo resbaló de sus dedos.


Empezó a correr. Alarmada, Paula intentó levantarse. Tenía que buscar a Rodrigo, pero su cuerpo se negaba a moverse. El suelo seguía temblando, como un terremoto, amenazando con tragársela... Consiguió enfocar la mirada en algo negro, borroso, y comprendió el origen de las vibraciones: era un coche circulando por la pista a toda velocidad. Tenía que buscar a Rodrigo.


—¡Socorro! ¡Por favor, ayúdenme!





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