sábado, 3 de agosto de 2019

INTENTO DE MATRIMONIO: CAPITULO 63





Pedro caminaba de un lado a otro de su minúsculo despacho, con un móvil en la oreja y el otro en la mano. Tenía media docena de coches patrulla bajo su mando y aún no había sido capaz de localizar a un joven autista desaparecido. Ni a un cirujano trastornado y convertido en asesino.


Cortó la comunicación de un teléfono y descolgó el de la mesa.


—¿Diga? Inspector Alfonso al habla.


—Soy Sally Ann Leiderman, del departamento de policía de Monticello.


—¿Ha encontrado algo? —llevaba tiempo esperando aquella llamada.


—Por desgracia, poca cosa. Al parecer, Tamy Sullivan acababa de empezar sus estudios universitarios en la facultad de Shreveport y estaba trabajando a media jornada para un político de la localidad.


—¿Sabe el nombre de ese político?


—Gerardo Dalton. En aquel entonces era alcalde del pueblo, pero cuando murió, hace un par de años, era senador.


Pedro soltó un silbido de asombro, Cuanto más descubría, más se enredaba el asunto.


—¿Durante cuánto tiempo estuvo trabajando para Dalton?


—Unos pocos meses. Y hay más. Una de sus compañeras de estudios en la facultad dice que estuvo relacionada sentimentalmente con el senador.


—¿No era un poquito mayor para ella?


—Tenía treinta y ocho años, y ella diecinueve. Por entonces hacía cerca de un año que había fallecido su esposa. Es probable que Tamy se enamorara de él. El senador nunca reconoció esas relaciones, y poco después fue cuando apareció muerta.


—¿Estaba saliendo Tamy con alguien en Monticello?


—Con un chico que acababa de graduarse en el instituto. Seguro que no era tan excitante como Dalton.


—¿No sería por casualidad Mariano Chaves?


—Efectivamente. Uno de los policías que lo interrogaron en esta comisaría todavía se acuerda de él. Lo recuerda como un chico raro, pero sinceramente destrozado por la muerte de su novia. Si realmente llegó a sospechar que Tamy se estaba viendo con otro hombre, nunca lo admitió.


—Gracias por todo. Ahora mismo estoy ocupado tratando de encontrar a una persona. ¿Podré llamarla más tarde?


—Claro que sí. Me alegro de haberle servido de ayuda.


Pedro marcó a continuación el número de Paula. Tanto si le gustaba como si no, estaba decidido a recogerla para llevarla a su apartamento. Si Rodrigo se hubiera encontrado en un lugar desde donde hubiera podido llamarla, ya lo habría hecho. Y no estaba vagando al azar por las calles, eso era seguro. Habían peinado la zona por completo. Era casi seguro que lo habían secuestrado. Y probablemente Mariano tenía algo que ver en ello.


Paula no contestaba, y el temor de Pedro se multiplicó. Tenía que estar esperando una llamada de su hermano, de modo que... ¿por qué no respondía?


Gotas de sudor penaban su frente para cuando se activó el contestador automático. No le dejó ningún mensaje.


Salió a la carrera del edificio. Si llegaba demasiado tarde, Mariano no pisaría la prisión. 


Lo mataría primero, con sus propias manos… sin sentir el menor remordimiento.



****

Paula abrió los ojos y lo primero que vio fue el techo, viejo, con vigas de madera, del que colgaba una bombilla desnuda. Intentó tragar saliva, pero tenía la boca seca. Debería levantarse, pero...


Su mente empezó a vagar, y se sintió como si estuviera flotando fuera de su cuerpo.


—Hay que despertarse. Abre los ojos. Hay que despertarse.


La niebla se disipó un tanto al sonido de la voz de Rodrigo. Lentamente pudo enfocar mejor la mirada, y la aterradora realidad la golpeó de lleno. Se volvió para mirar a su hermano. Estaba en el suelo, con las manos atadas a la espalda y los tobillos inmovilizados también con ligaduras.
Intentó levantarse y se dio cuenta de que no podía moverse. No era solamente la droga lo que se lo impedía. También estaba atada con cuerdas, como Rodrigo. Pero no yacía en el suelo, sino en un camastro de metal. Tenía las muñecas atadas al cabecero, y las piernas separadas, amarrada cada una a un poste. Afortunadamente, todavía no la había desnudado.


—Ah, la Bella Durmiente se ha despertado al fin.


Alzó la mirada y descubrió a Mariano en el umbral de la puerta, con una sonrisa en los labios. Llevaba puesta su bata blanca, con su estetoscopio al cuello, como si estuviera haciendo una revisión de rutina. Varios instrumentos punzantes asomaban en sus abultados bolsillos. Tijeras de quirófano. Un escalpelo. Y una herramienta especialmente aguzada que no logró reconocer.


Se acercó lentamente a Rodrigo, susurrándole palabras amables antes de hundirle una aguja en el brazo.


—No te saldrás con la tuya, Mariano —le costó pronunciar los sonidos, como si tuviera la lengua hinchada.


—Por supuesto que me saldré con la mía, corazón. Yo siempre me salgo con la mía. Soy un respetado cirujano. ¿Quién me creería capaz de asesinar a nadie?


Pedro. Él lo sabe todo sobre ti.


—No, cariño. Lo sabe todo sobre ti, sobre tus inclinaciones lascivas y tus tremendas indiscreciones. Me temo que conoce a mi esposa... demasiado íntimamente.


Rodrigo gruñó algo, golpeando el suelo con los pies. Paula tuvo la sensación de que se le detenía el corazón. Y no volvió a latirle hasta que, aliviada, oyó su rítmica respiración y vio el movimiento acompasado de su pecho. Afortunadamente, solo lo había dormido.


—¿Por qué te casaste conmigo, Mariano?


—Tú eres la mujer que quería. Lo supe desde el momento en que visitaste a tu padre en el hospital. Era mi venganza perfecta por los pecados del senador. Pero, con el tiempo, creo que habría llegado a amarte de verdad, Paula... si no te hubieras enamoriscado de ese estúpido policía y no hubieras empezado a meter las narices donde no te importaba.


«Los pecados del senador». Paula intentó encontrar algún sentido a esas palabras, pero era como si flotaran en la niebla que flotaba en su mente.


—Sé que vas a matarme, Mariano. Pero no le hagas nada a mi hermano. Él jamás ha hecho daño a nadie. Es incapaz de ello...


—Tu preocupación resulta conmovedora. No me afecta, pero resulta conmovedora.


—Entonces... ¿a qué estás esperando? Si vas a matarnos a los dos, hazlo ya.


—Estaba esperando a que te despertaras, querida. Te quiero sedada para que no te resistas, pero no tanto como para que no puedas disfrutar de las sensaciones que voy a provocarte con este instrumental... Luego, quiero que veas tu propia sangre, manando de tu cuello. Quiero ver tu último momento de agonía. Tus últimos instantes de vida.


Paula se echó a temblar cuando él se sentó en la cama, a su lado, y le acarició lentamente los muslos. Sintió el frío metal deslizándose entre sus piernas, y por primera vez comprendió que había cosas mucho peores que la muerte.



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