sábado, 11 de mayo de 2019
TRAICIÓN: CAPITULO 27
Ella lo miró de hito en hito, pero de pronto no pudo eludir la enormidad de su situación. Ni siquiera tenía cochecito o cuna y, aunque los tuviera, casi no había sitio para ponerlos. Y Pedro le ofrecía lo que la mayoría de las mujeres en su situación querrían tener. No intentaba esquivar su responsabilidad. Al contrario. Le ofrecía casarse con ella.
Se recordó que el día anterior había querido quitarle al niño porque era rico y poderoso y ella era débil y pobre. Había querido retirarla de escena, tratarla como a un vientre de alquiler, y eso era una indicación de su crueldad. Al menos si se casaba con él, tendría algunos derechos legales. ¿Y no sería ese el mejor lugar para empezar? Lo miró a los ojos y reprimió un escalofrío. ¿Qué otra opción tenía? Ninguna.
–Si accedo a casarme contigo, quiero algún tipo de igualdad –dijo.
–¿Igualdad? –preguntó él, como si fuera la primera vez que usaba esa palabra.
Ella asintió.
–Así es. No estoy dispuesta a hacer nada hasta que aceptes mis términos.
–¿Y qué términos son esos?
–Quiero tener algo que decir sobre el lugar en el que vivamos.
–Eso es lo último que debe preocuparte –dijo él–. No olvides que tengo una isla entera a mi disposición.
–¡No! –exclamó ella con vehemencia, porque la idea del aislamiento de la isla y de estar completamente a merced de él le daba escalofríos–. Lasia no es un lugar apropiado para criar a un niño.
–Yo me crie allí.
–Exactamente.
Él la miró divertido.
–A ver si lo adivino. ¿Tienes algún otro lugar en mente? ¿Un sitio donde siempre has anhelado vivir? ¿Una casa en el centro de Mayfair, quizá, o un apartamento con vistas al río? Lasia es mi hogar, Paula.
–Y este es el mío.
–¿Este?
Ella oyó la condescendencia en su voz y de pronto se encontró luchando por su reputación y por lo que había hecho con su vida. No era mucho, ¿pero no era lo mejor que había podido, dadas las circunstancias?
–Quiero vivir en Londres –dijo con terquedad–. Mi madre está aquí, como tú mismo has dicho. No puedo irme lejos.
Él se frotó el puente de la nariz y Paula lo vio cerrar los ojos, y sus pestañas espesas abanicaron su piel olivácea.
–Muy bien –dijo al fin–. Viviremos en Londres. Tengo un apartamento aquí. Un ático en la City –se puso en pie.
Paula asintió. Por supuesto. Probablemente tenía un ático en todas las ciudades importantes del mundo.
–Solo por curiosidad, ¿cuánto crees que durará este matrimonio nuestro? –preguntó.
–¿El tono de tu voz indica que te parece improbable una unión duradera?
–Creo que las probabilidades están en contra –dijo ella–. ¿Tú no?
–En realidad no, no lo creo. Digámoslo de este modo –añadió con suavidad–. No tengo intención de que a mi hijo lo críe otro hombre que no sea yo. Así que, si quieres mantener tu papel de madre, sigue casada.
–Pero…
–¿Pero qué, Paula? ¿Qué es lo que te horroriza tanto? ¿Darte cuenta de que estoy decidido a hacer que funcione esto? Supongo que eso es algo bueno.
–¿Pero cómo va a funcionar si no es un matrimonio de verdad? –preguntó ella a la desesperada.
–¿Quién lo dice? Quizá podamos aprender a llevarnos bien. No me hago ilusiones y mis expectativas son bastante bajas, pero creo que podemos aprender a ser civilizados el uno con el otro, ¿tú no?
–No me refería a eso y lo sabes –musitó ella.
–¿Te refieres al sexo? –preguntó él con sorna–. Ah, sí. Tu rubor me dice que es eso. ¿Cuál es el problema? Cuando dos personas tienen una química como la nuestra, parece una lástima no aprovecharla. He aprendido que el buen sexo vuelve afable a la mujer. ¡Quién sabe! Puede que hasta te haga sonreír.
Paula se sentía, a su pesar, excitada por el modo de hablar de él. Y se despreciaba por ello.
–¿Y si me niego? –preguntó.
–¿Por qué te vas a negar? –él la miró de arriba abajo–. ¿Por qué combatirlo cuando es mucho más satisfactorio ceder? Ahora mismo estás pensando en ello, ¿verdad? Recordando lo maravilloso que era tenerme dentro de ti, besándote y tocándote, hasta que gritabas de placer.
Lo horrible de aquello era que él no solo decía la verdad, sino que ella reaccionaba a sus palabras y no parecía haber nada que pudiera hacer al respecto. Era como si su cuerpo ya no le perteneciera, como si él controlara su reacción con una sola mirada. Los pezones de Paula empujaban su vestido de algodón y sintió una punzada de deseo. Lo deseaba, sí, pero tenía que estar mal desear a un hombre que la trataba como Pedro. La había usado como un objeto sexual y no como a una mujer a la que respetara y seguramente seguiría haciéndolo. ¿Y eso no la dejaría abierta a heridas sentimentales? Porque algo le decía que él era el tipo de hombre que podía hacer daño incluso sin intentarlo.
–¿Pero qué pasaría si decidiera que no puedo soportar tener sexo frío con un hombre como tú? –insistió.
–El sexo conmigo nunca es frío, querida. Los dos lo sabemos. Pero si insistieras en esa obstinación, me vería obligado a buscar una amante –contestó él. Su rostro se oscureció–. Creo que es lo que suele ocurrir en esas circunstancias.
–¿Quieres decir en ese universo paralelo tuyo? –replicó ella.
–Es un universo en el que nací –repuso él–. Es lo que sé. No me condenaré a un futuro sin sexo porque tú te niegues a aceptar que nos resulta difícil dejar de tocarnos. Pero no te insultaré ni sentiré la necesidad de llevar a otra mujer a mi cama si tú te comportas como debe hacerlo una esposa. Si me das tu cuerpo, te prometeré fidelidad.
/Sonrió entonces con frialdad, como si saboreara el momento hasta que pudiera conquistarla. O derrotarla.
–Depende de ti –dijo–. Tú decides.
A Paula le latía con fuerza el corazón. Él era déspota y orgulloso y la excitaba hasta que no podía pensar con claridad, pero en el fondo sabía que no tenía ningún otro lugar al que ir.
Pero también tenía sus derechos, ¿no? No podía obligarla a seguir en un matrimonio si este no funcionaba. Y no podía exigirle sexo porque fuera su derecho matrimonial. Ni siquiera él podía ser tan primitivo.
–Muy bien, me casaré contigo. Siempre que entiendas que lo hago para darle seguridad a mi hijo –alzó la barbilla y lo miró a los ojos–. Pero si crees que voy a ser un pelele sexual solo para satisfacer tu rabiosa libido, estás equivocado.
–¿Eso crees? –la sonrisa que entreabrió los labios de él era arrogante y segura–. Yo no me equivoco casi nunca, koukla mou.(mi muñeca)
TRAICIÓN: CAPITULO 26
Pedro captó la dignidad y la pena que envolvían esas palabras. La miró. Ese día estaba muy distinta, con el pelo limpio brillando sobre los hombros en una cascada rubia. Llevaba un vestido de algodón y parecía suave, femenina y extrañamente vulnerable.
-¿Por qué no me dices qué es lo que quieres? –preguntó él.
Ella lo miró a los ojos.
–Quiero que mi bebé tenga lo mejor –respondió con cautela–. Como quieren todas las madres.
–¿Y crees que vivir aquí le proporcionará eso? –Pedro miró a su alrededor, incapaz de ocultar un fruncimiento despreciativo de los labios.
–La gente tiene niños en entornos de todo tipo, Pedro.
–Un niño que lleve el apellido Alfonso no –replicó él–. ¿Cómo te ganas la vida? ¿Sigues trabajando?
–En este momento no –Paula se encogió de hombros–. Encontré trabajo en otro supermercado cuando volví de Lasia y luego empecé con náuseas. Raciono el dinero que me diste, pero…
–¿Y cómo demonios crees que te vas a arreglar? –insistió él.
Paula tragó saliva.
–Cuando mejoren las náuseas, trabajaré más horas. Si es preciso, tendré que mudarme a un barrio más barato.
–Pero eso te alejaría más de tu madre –señaló él.
TRAICIÓN: CAPITULO 25
A la mañana siguiente, cuando Paula se preparaba para la visita de Pedro, miró su rostro pálido en el espejo y apretó los dientes. Esa vez no perdería los estribos. Permanecería tranquila y concentrada. Le diría que no podía casarse con él, pero que estaba dispuesta a mostrarse razonable.
Se lavó el pelo, se puso un vestido de algodón suelto y limpió a fondo su estudio. Hasta fue al mercado a comprar un ramo de tulipanes rosas, que colocó en un jarrón.
Pedro llegó puntual y ella odió la reacción instintiva de su cuerpo cuando abrió la puerta y lo vio con un traje gris pálido. No quería recordar lo que había sentido en sus brazos, pero su mente estaba llena de imágenes eróticas.
–Espero que hayas tenido tiempo de pensar con sensatez, Paula –dijo él, sin preámbulos–. ¿Es así?
–He pensado mucho, sí, pero me temo que no he cambiado de idea. No me casaré contigo.
Él dijo algo en su lengua nativa y, cuando ella lo miró, suspiró.
–Esperaba que no llegáramos a esto.
–¿Llegar a qué? –preguntó ella, confusa.
–¿Por qué no me dijiste lo de tu madre?
Paula palideció.
–¿Qué de mi madre?
–Que vive en una residencia para dependientes desde hace siete años.
Paula apretó los labios porque tenía miedo de echarse a llorar, hasta que se recordó que no podía permitirse el lujo de las lágrimas, ni mostrar ningún tipo de vulnerabilidad ante un hombre que sospechaba que se aprovecharía de ello.
–¿Cómo te has enterado?
Pedro se encogió de hombros.
–Recoger información es fácil, si sabes a quién preguntar.
–¿Pero por qué? ¿Por qué te has tomado la molestia de investigarme?
–No seas ingenua. Porque eres la madre de mi hijo y tienes algo que quiero. Y el conocimiento es poder –añadió él, con sus ojos de color zafiro fijos en los de ella–. ¿Qué ocurrió? ¿Cómo acabó una mujer de edad madura en una institución donde la edad media son ochenta años, incapaz de reconocer a su única hija cuando va a verla?
Sin pensar lo que hacía, Paula agarró el brazo del sillón más próximo y se sentó en él antes de que se le doblaran las piernas.
–¿No te lo han dicho tus investigadores? –preguntó con voz ronca–. ¿No han tenido acceso a sus archivos médicos?
–No. Creo que no es ético hacer algo así. ¿Qué pasó, Paula? –preguntó de nuevo, esa vez con más suavidad.
Ella quería decirle que no era asunto suyo, pero sospechaba que eso no lo disuadiría. Y quizá sí era ya asunto suyo. Porque su madre era la abuela del hijo de él, ¿no? Aunque nunca se diera cuenta de eso. La envolvió la tristeza y parpadeó para reprimir las lágrimas.
–¿Qué quieres saber? –preguntó.
–Todo.
Todo. Paula reclinó la cabeza en el sillón, pero tardó unos momentos en poder hablar.
–Seguro que no es preciso que te diga que la breve fama de mi madre como actriz se vio reemplazada pronto por la mala fama que se ganó después de aquel… –vaciló un momento– de aquel verano en tu casa.
Él endureció la mandíbula, pero no hizo comentarios.
–Continúa.
–Cuando volvimos a Inglaterra, la abordaron los periódicos y revistas más sórdidos. Querían que llevara la antorcha de la mujer madura que estaba decidida a tener una buena vida sexual, pero en el fondo solo buscaban a una tonta crédula que les ayudara a vender más ejemplares.
Paula respiró hondo.
–Ella habló largo y tendido de sus distintos amantes, la mayoría de los cuales eran considerablemente más jóvenes. Pero eso ya lo sabes. Pensaba que rompía una lanza por la liberación de las mujeres, pero en la realidad todos se reían de ella a sus espaldas. Ella no se daba cuenta y, desde luego, no se dejaba desanimar por eso. Y luego su físico empezó a decaer de un modo dramático. Demasiado vino y sol. Demasiadas dietas drásticas.
Paula guardó silencio.
–No pares ahora –dijo él.
Su voz era casi gentil y ella quería decirle que no hablara así. Había malinterpretado su amabilidad en otra ocasión y no quería cometer el mismo error. Quería decirle que podía lidiar mejor con él cuando era duro y brutal.
Se encogió de hombros.
–Empezó a hacerse operaciones. Un corte aquí, un estiramiento allá. Un día eran las cejas y al siguiente se inyectaba sabe Dios qué en los labios. Empezaba a parecer…
Paula cerró los ojos al recordar la crueldad de los periódicos que antes la habían cortejado tanto. Las fotos robadas y lo deprisa que se había convertido en un hazmerreír nacional, con un rostro que parecía una parodia cruel de la juventud.
Y lo frustrante que había sido que se mostrara ciega a lo que le ocurría.
–Empezó a parecer muy rara –continuó Paula.
No quería mostrarse desleal, pero las palabras le salían ahora con rapidez porque nunca había hablado de eso antes. Lo había mantenido encerrado en su interior como si fuera su vergüenza y su secreto.
–Conoció a un cirujano que se ofreció a hacerle un lifting de cara, pero no se molestó en comprobar sus credenciales ni en preguntarse por qué le ofrecía eso a un precio tan ventajoso. Nadie sabe bien lo que ocurrió durante la operación, solo que mi madre salió de ella con daño cerebral. Y que nunca volvió a reconocerme a mí… ni a ninguna otra persona –tragó saliva–. Y desde entonces vive en esa residencia.
Él frunció el ceño.
–¿Pero tú vas a verla?
–Todas las semanas.
–¿Aunque no te reconoce?
–Por supuesto –repuso ella–. Sigue siendo mi madre.
TRAICIÓN: CAPITULO 24
Pedro sintió que se tensaba su cuerpo. Quería a su hermano y en otro tiempo había querido a su madre, pero era consciente de sus limitaciones.
No, no sentía eso que ella llamaba amor, ¿y por qué sentirlo si sabía el dolor brutal que podía causar? Sin embargo, algo le decía que era inútil intentar defender su postura. Ella lucharía por aquel niño con todas sus fuerzas y eso complicaría las cosas. ¿Imaginaba que iba a aceptar lo que ella le dijera? ¿Pagar una pensión y tener fines de semana esporádicos con su hijo? La miró a los ojos.
–Tú no renunciarás a este niño y yo tampoco –dijo con suavidad–. Lo que significa que la única solución es que me case contigo.
Vio la expresión horrorizada de ella.
–Pero yo no quiero casarme contigo. Tienes que darte cuenta de eso. ¿Me ves como esposa de un hombre controlador y despótico al que ni siquiera le gusto? Me parece que no.
–No era una pregunta –dijo él con suavidad–. Era una declaración. La cuestión no es si te casarás conmigo, Paula. Es cuándo.
–Estás loco.
Él negó con la cabeza.
–Solo estoy decidido a tener lo que es mío por derecho. ¿Por qué no piensas lo que he dicho? Volveré mañana a mediodía a que me respondas cuando te hayas tranquilizado. Pero te lo advierto. Si eres tan obstinada como para intentar rechazarme, o si intentas escapar –la miró a los ojos–, te encontraré y te arrastraré por todos los tribunales del país hasta conseguir lo que es mío.
viernes, 10 de mayo de 2019
TRAICIÓN: CAPITULO 23
Paula alzó la barbilla, pero se dirigió a un sillón.
A pesar de su pelo sin lavar y de los pantalones grises de chándal, Pedro no pudo evitar que su cuerpo reaccionara cuando ella pasó a su lado.
¿Qué tenía aquella mujer que hacía que quisiera penetrarla siempre que se acercaba?
Ella se instaló en el sillón y alzó su rostro hacia él.
–Habla –dijo.
Él asintió. Metió las manos en los bolsillos del pantalón y la miró.
–Imagino que no querías ser madre –comentó.
Ella se encogió de hombros.
–Todavía no.
–¿Y si te libero de esa carga?
Paula lo interpretó mal, porque abrazó inmediatamente su vientre como si quisiera proteger al niño no nacido.
–Si vas a proponer… –gritó.
–Lo que propongo –la interrumpió él– es que te mudes de este agujero infernal en miniatura a un apartamento de lujo de tu elección. Que te vean los mejores médicos, que controlarán tu embarazo y se asegurarán de que los dos estéis bien de salud. Y después del parto…
–Después del parto, ¿qué? –susurró ella.
–Me entregues al niño –él sonrió con frialdad.
Hubo una pausa.
–¿Puedes repetir eso? –preguntó ella débilmente–. Para estar segura de que no te he entendido mal.
–Yo criaré al niño –dijo él–. Y tú nombras tu precio.
Ella tardó un momento en hablar y a él le sorprendió la furia que brillaba en sus ojos verdes cuando se puso en pie. Por un momento pensó que lo iba a atacar, pero no lo hizo. Se quedó de pie, con los brazos en jarras y respirando con fuerza.
–¿Me has ofrecido comprarme a mi hijo? –preguntó.
–Ese es un modo muy melodramático de decirlo, Paula. Considéralo una transacción. Lo más razonable que podemos hacer en estas circunstancias.
–¿Te has vuelto loco?
–Te doy la oportunidad de empezar de nuevo.
–¿Sin mi hijo?
–Un hijo te atará. Yo puedo darle a ese niño todo lo que necesite –dijo él. Miró la habitación–. Tú no.
–Oh, pero en eso te equivocas –respondió ella, apretando los puños–. Tú puedes tener todas las casas, yates y sirvientes del mundo, pero tienes un gran agujero donde debería estar tu corazón. Eres un bruto frío e insensible que privaría a un bebé de su madre y, por lo tanto, eres incapaz de darle a este niño lo único que necesita más que ninguna otra cosa.
–¿Y qué es?
–Amor.
TRAICIÓN: CAPITULO 22
Pedro la miró a los ojos y se vio sorprendido por una oleada súbita de compasión… y de culpa.
¿Cuántas veces le había hecho el amor aquella noche? Frunció el ceño. Dos veces, antes de que ella lo echara de su cama y anunciara que se marchaba de la isla. ¿La segunda vez había tenido cuidado o había…? El corazón le dio un vuelco. No. Se había excitado tanto medio dormido, que la había penetrado sin molestarse en ponerse un preservativo. ¿Cómo demonios había ocurrido eso cuando él era tradicionalmente tan cuidadoso?
¿Y no había sido una bendición sentir su calor húmedo sin barreras? ¿Algún instinto protector había hecho que su mente olvidara aquello hasta ese momento?
La miró con el corazón galopante y se fijó en el modo en que se había dejado caer contra el alféizar de la ventana. Al estar echada hacia atrás, pudo ver la curva de su vientre y notó por primera vez que sus generosos pechos eran aún más grandes que antes. Estaba embarazada.
¿Pero debía aceptar su palabra de que él era el padre?
El recuerdo de su madre, y de muchas otras mujeres intermedias, lo ponía en guardia. Sabía mucho de mentiras y subterfugios porque habían estado entrelazados en el tejido de su vida.
Sabía lo que podía hacer la gente por dinero.
Había aprendido cautela a una edad temprana porque había sido necesario. Los había protegido a Pablo y a él de algunas de las cosas más feas que les había arrojado la vida, así que, ¿por qué no buscar su protección también ahora?
–Tienes razón, por supuesto. La anticoncepción es responsabilidad del hombre y la mujer –dijo–. Pero eso no responde satisfactoriamente a mi pregunta. ¿Cómo sabes que soy el padre de tu hijo?
–Porque…
Pedro vio que se mordía el labio inferior como si intentara reprimir las palabras, pero luego salieron de su boca en un torrente apasionado.
–Porque solo había tenido sexo una vez antes –declaró–. Un hombre, una vez, hace años, y fue un desastre, ¿de acuerdo? ¿Eso te dice todo lo que quieres saber, Pedro?
Él sintió una oleada de placer oscuro y primitivo.
Todo encajaba ahora. Su aire maravillado cuando le había hecho el amor, sus gritos de incredulidad al llegar al orgasmo… Todo eso hablaba de una mujer que alcanzaba el placer por primera vez, no de alguien acostumbrada al sexo. ¿Pero y si mentía? ¿Y si estaba usando dotes de actriz, aprendidas en las rodillas de su madre? Apretó los labios. Se debía a sí mismo exigir una prueba de ADN, si no ahora, al menos cuando naciera el bebé.
Pero la complexión cenicienta de ella y sus ojos cansados le provocaron otra oleada de compasión. Repasó mentalmente los hechos y las posibles soluciones. A pesar de la falta de cualificaciones de ella, no era estúpida.
Seguramente se daba cuenta de que la atacaría con todas sus fuerzas si descubría que lo había engañado.
Miró a su alrededor intentando imponer algo de orden en sus alborotados pensamientos.
Aceptaba que era un hombre difícil que no creía en el amor, que no se fiaba de las mujeres y que guardaba con fiereza su espacio personal, y esos factores habían descartado la forzosa intimidad de un matrimonio. El deseo de prolongar su estirpe no había estado presente en él y siempre había asumido que sería Pablo el que proporcionaría los herederos para llevar el imperio Alfonso hacia el futuro.
Pero aquella revelación lo cambiaba todo. En pocos minutos algo había empezado a cambiar en él, porque si aquel era su hijo, quería tomar parte en el proceso. Una parte importante. Se le encogió el corazón. ¿Cómo podría ser de otro modo? ¿Cómo no reclamar para sí su carne y su sangre? Miró los ojos cansados de Paula y pensó que aquello debía de ser lo último que ella quería, un niño no planeado con un hombre al que odiaba. Y con poco dinero. ¿Por qué, entonces, no ofrecerle un incentivo que les conviniera a los dos?
–¿Y cuándo pensabas decírmelo? –preguntó–. ¿O no lo ibas a hacer?
–Claro que sí. Solo… esperaba el momento apropiado –dijo ella, con la voz de alguien que había estado posponiendo lo inevitable–. Pero no parecía llegar nunca.
Él frunció el ceño.
–¿Por qué no te sientas? Ahí no pareces estar muy cómoda. Y tenemos que hablar.
TRAICIÓN: CAPITULO 21
Ella se puso tensa y lo miró horrorizada. ¿Qué narices hacía allí y cómo iba a lidiar con él? Su instinto le decía que le diera con la puerta en las narices, pero ya había probado aquello una vez sin éxito y, además, no podía hacerlo en aquellas circunstancias. Lo despreciaba, pero necesitaba hablar con él y el destino lo había colocado en su puerta. Le habría gustado haberse cepillado el pelo o puesto ropa con la que no hubiera dormido, pero tal vez fuera mejor así. Al menos no tendría que preocuparse de que intentara seducirla.
–Será mejor que entres –dijo.
Él pareció sorprendido por la invitación. Paula entendía su sorpresa, pero, por mucho que le hubiera gustado hacerlo, no podía decirle que se marchara, como no podía hacer retroceder el reloj. Tenía que decírselo. Era su deber.
Antes de que lo adivinara él solo.
–¿Qué te trae por aquí? –preguntó, cuando estuvieron frente a frente en la pequeña sala de estar–. A ver si lo adivino… Pablo ha vuelto a Londres y has decidido ver si le he puesto mis avariciosas garras encima. Pues, como puedes ver, estoy aquí sola.
Él negó con la cabeza.
–Pablo se ha prometido para casarse.
–Felicidades –musitó ella–. Ya tienes lo que querías.
Pedro se encogió de hombros.
–Deseo ver a mi hermano felizmente asentado con una compañera, sí.
–Pero si Pablo está a salvo de mis garras, ¿qué te trae por New Malden? No recuerdo haberme dejado nada en tu isla que tuvieras que devolverme.
–Estaba en Londres y se me ha ocurrido pasar a ver cómo te encuentras.
–¡Qué conmovedor! ¿Haces eso con todas tus ex amantes?
Él apretó la mandíbula.
–Pues no. Pero, por otra parte, ninguna de mis amantes me ha dejado antes plantado de ese modo.
–¡Oh, vaya! ¿Tu ego se siente herido?
–Yo no diría tanto –repuso él con sequedad.
–Pues ya has visto cómo estoy.
–Sí. Y no me gusta lo que veo. ¿Qué ocurre? –la miró con el ceño fruncido–. Pareces enferma.
Paula tragó saliva. Allí tenía la oportunidad perfecta para darle la noticia. Abrió la boca para decírselo, pero algo le hizo vacilar.
¿Autoconservación? ¿La sensación de que, cuando se lo dijera, ya nada volvería a ser igual?
–He estado enferma –admitió–. Pero la verdad es que estoy embarazada –dijo con rapidez.
Él tardó un momento en hablar.
–Enhorabuena –dijo con voz sin inflexiones–. ¿Quién es el padre?
Era una reacción que Paula debería haber anticipado, pero no lo había hecho y se sintió herida. Quería decirle que solo había un hombre que pudiera ser el padre, pero probablemente no la creería, ¿y por qué iba a hacerlo? Después de todo, no había mostrado mucho autocontrol con él. Se había echado en sus brazos y había dejado claro que quería sexo con él. ¿Por qué un machista como Pedro Alfonso no se iba a imaginar que se comportaba así todo el tiempo?
Se lamió los labios.
–Tú –dijo con osadía–. Tú eres el padre.
El rostro de él no mostró más reacción que una frialdad repentina en los ojos.
–¿Cómo dices?
¿Esperaba que su frialdad la empujara a admitir que se había equivocado y él no era el padre? ¿Que probaba aquello solo porque era muy rico? La tentación de decir eso y lograr que se marchara era fuerte, pero no tanto como su conciencia. Porque él era el padre y lo importante allí era cómo lidiaría ella con eso.
Sabía que, a pesar de los vómitos mañaneros y de la sensación de malestar general, tenía que ser fuerte porque Pedro lo era. Y era un macho dominante que intentaría a toda costa conseguir lo que quisiera.
–Ya me has oído –dijo con calma–. Tú eres el padre.
El rostro de él se oscureció.
–¿Cómo sabes que es mío?
Ella se encogió.
–Porque solo puede ser tuyo.
–Solo tengo tu palabra, Paula. Tú no eras virgen.
–Ni tú tampoco.
Él sonrió con crueldad.
–Como ya te dije, para los hombres es diferente.
–¿Crees que mentiría en algo así?
–No lo sé, esa es la cuestión. Sé muy poco de ti. Pero soy un hombre rico. Hay beneficios indudables en quedarse embarazada de alguien como yo. ¿Fue un accidente o lo planeaste?
–¿Planearlo? ¿Crees que me quedé embarazada intencionadamente para sacarte dinero?
–No te muestres tan ultrajada, Paula. No te creerías las cosas que la gente puede hacer por dinero –él la miró con frialdad–. O quizá sí.
–Parece que se te da muy bien achacar culpas, pero no voy a llevar yo toda la carga –ella respiró hondo y se acercó a la ventana–. Siempre pensé que la anticoncepción eran responsabilidad conjunta de ambas partes.
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