sábado, 11 de mayo de 2019
TRAICIÓN: CAPITULO 27
Ella lo miró de hito en hito, pero de pronto no pudo eludir la enormidad de su situación. Ni siquiera tenía cochecito o cuna y, aunque los tuviera, casi no había sitio para ponerlos. Y Pedro le ofrecía lo que la mayoría de las mujeres en su situación querrían tener. No intentaba esquivar su responsabilidad. Al contrario. Le ofrecía casarse con ella.
Se recordó que el día anterior había querido quitarle al niño porque era rico y poderoso y ella era débil y pobre. Había querido retirarla de escena, tratarla como a un vientre de alquiler, y eso era una indicación de su crueldad. Al menos si se casaba con él, tendría algunos derechos legales. ¿Y no sería ese el mejor lugar para empezar? Lo miró a los ojos y reprimió un escalofrío. ¿Qué otra opción tenía? Ninguna.
–Si accedo a casarme contigo, quiero algún tipo de igualdad –dijo.
–¿Igualdad? –preguntó él, como si fuera la primera vez que usaba esa palabra.
Ella asintió.
–Así es. No estoy dispuesta a hacer nada hasta que aceptes mis términos.
–¿Y qué términos son esos?
–Quiero tener algo que decir sobre el lugar en el que vivamos.
–Eso es lo último que debe preocuparte –dijo él–. No olvides que tengo una isla entera a mi disposición.
–¡No! –exclamó ella con vehemencia, porque la idea del aislamiento de la isla y de estar completamente a merced de él le daba escalofríos–. Lasia no es un lugar apropiado para criar a un niño.
–Yo me crie allí.
–Exactamente.
Él la miró divertido.
–A ver si lo adivino. ¿Tienes algún otro lugar en mente? ¿Un sitio donde siempre has anhelado vivir? ¿Una casa en el centro de Mayfair, quizá, o un apartamento con vistas al río? Lasia es mi hogar, Paula.
–Y este es el mío.
–¿Este?
Ella oyó la condescendencia en su voz y de pronto se encontró luchando por su reputación y por lo que había hecho con su vida. No era mucho, ¿pero no era lo mejor que había podido, dadas las circunstancias?
–Quiero vivir en Londres –dijo con terquedad–. Mi madre está aquí, como tú mismo has dicho. No puedo irme lejos.
Él se frotó el puente de la nariz y Paula lo vio cerrar los ojos, y sus pestañas espesas abanicaron su piel olivácea.
–Muy bien –dijo al fin–. Viviremos en Londres. Tengo un apartamento aquí. Un ático en la City –se puso en pie.
Paula asintió. Por supuesto. Probablemente tenía un ático en todas las ciudades importantes del mundo.
–Solo por curiosidad, ¿cuánto crees que durará este matrimonio nuestro? –preguntó.
–¿El tono de tu voz indica que te parece improbable una unión duradera?
–Creo que las probabilidades están en contra –dijo ella–. ¿Tú no?
–En realidad no, no lo creo. Digámoslo de este modo –añadió con suavidad–. No tengo intención de que a mi hijo lo críe otro hombre que no sea yo. Así que, si quieres mantener tu papel de madre, sigue casada.
–Pero…
–¿Pero qué, Paula? ¿Qué es lo que te horroriza tanto? ¿Darte cuenta de que estoy decidido a hacer que funcione esto? Supongo que eso es algo bueno.
–¿Pero cómo va a funcionar si no es un matrimonio de verdad? –preguntó ella a la desesperada.
–¿Quién lo dice? Quizá podamos aprender a llevarnos bien. No me hago ilusiones y mis expectativas son bastante bajas, pero creo que podemos aprender a ser civilizados el uno con el otro, ¿tú no?
–No me refería a eso y lo sabes –musitó ella.
–¿Te refieres al sexo? –preguntó él con sorna–. Ah, sí. Tu rubor me dice que es eso. ¿Cuál es el problema? Cuando dos personas tienen una química como la nuestra, parece una lástima no aprovecharla. He aprendido que el buen sexo vuelve afable a la mujer. ¡Quién sabe! Puede que hasta te haga sonreír.
Paula se sentía, a su pesar, excitada por el modo de hablar de él. Y se despreciaba por ello.
–¿Y si me niego? –preguntó.
–¿Por qué te vas a negar? –él la miró de arriba abajo–. ¿Por qué combatirlo cuando es mucho más satisfactorio ceder? Ahora mismo estás pensando en ello, ¿verdad? Recordando lo maravilloso que era tenerme dentro de ti, besándote y tocándote, hasta que gritabas de placer.
Lo horrible de aquello era que él no solo decía la verdad, sino que ella reaccionaba a sus palabras y no parecía haber nada que pudiera hacer al respecto. Era como si su cuerpo ya no le perteneciera, como si él controlara su reacción con una sola mirada. Los pezones de Paula empujaban su vestido de algodón y sintió una punzada de deseo. Lo deseaba, sí, pero tenía que estar mal desear a un hombre que la trataba como Pedro. La había usado como un objeto sexual y no como a una mujer a la que respetara y seguramente seguiría haciéndolo. ¿Y eso no la dejaría abierta a heridas sentimentales? Porque algo le decía que él era el tipo de hombre que podía hacer daño incluso sin intentarlo.
–¿Pero qué pasaría si decidiera que no puedo soportar tener sexo frío con un hombre como tú? –insistió.
–El sexo conmigo nunca es frío, querida. Los dos lo sabemos. Pero si insistieras en esa obstinación, me vería obligado a buscar una amante –contestó él. Su rostro se oscureció–. Creo que es lo que suele ocurrir en esas circunstancias.
–¿Quieres decir en ese universo paralelo tuyo? –replicó ella.
–Es un universo en el que nací –repuso él–. Es lo que sé. No me condenaré a un futuro sin sexo porque tú te niegues a aceptar que nos resulta difícil dejar de tocarnos. Pero no te insultaré ni sentiré la necesidad de llevar a otra mujer a mi cama si tú te comportas como debe hacerlo una esposa. Si me das tu cuerpo, te prometeré fidelidad.
/Sonrió entonces con frialdad, como si saboreara el momento hasta que pudiera conquistarla. O derrotarla.
–Depende de ti –dijo–. Tú decides.
A Paula le latía con fuerza el corazón. Él era déspota y orgulloso y la excitaba hasta que no podía pensar con claridad, pero en el fondo sabía que no tenía ningún otro lugar al que ir.
Pero también tenía sus derechos, ¿no? No podía obligarla a seguir en un matrimonio si este no funcionaba. Y no podía exigirle sexo porque fuera su derecho matrimonial. Ni siquiera él podía ser tan primitivo.
–Muy bien, me casaré contigo. Siempre que entiendas que lo hago para darle seguridad a mi hijo –alzó la barbilla y lo miró a los ojos–. Pero si crees que voy a ser un pelele sexual solo para satisfacer tu rabiosa libido, estás equivocado.
–¿Eso crees? –la sonrisa que entreabrió los labios de él era arrogante y segura–. Yo no me equivoco casi nunca, koukla mou.(mi muñeca)
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