sábado, 11 de mayo de 2019

TRAICIÓN: CAPITULO 25




A la mañana siguiente, cuando Paula se preparaba para la visita de Pedro, miró su rostro pálido en el espejo y apretó los dientes. Esa vez no perdería los estribos. Permanecería tranquila y concentrada. Le diría que no podía casarse con él, pero que estaba dispuesta a mostrarse razonable.


Se lavó el pelo, se puso un vestido de algodón suelto y limpió a fondo su estudio. Hasta fue al mercado a comprar un ramo de tulipanes rosas, que colocó en un jarrón.


Pedro llegó puntual y ella odió la reacción instintiva de su cuerpo cuando abrió la puerta y lo vio con un traje gris pálido. No quería recordar lo que había sentido en sus brazos, pero su mente estaba llena de imágenes eróticas.


–Espero que hayas tenido tiempo de pensar con sensatez, Paula –dijo él, sin preámbulos–. ¿Es así?


–He pensado mucho, sí, pero me temo que no he cambiado de idea. No me casaré contigo.


Él dijo algo en su lengua nativa y, cuando ella lo miró, suspiró.


–Esperaba que no llegáramos a esto.


–¿Llegar a qué? –preguntó ella, confusa.


–¿Por qué no me dijiste lo de tu madre?


Paula palideció.


–¿Qué de mi madre?


–Que vive en una residencia para dependientes desde hace siete años.


Paula apretó los labios porque tenía miedo de echarse a llorar, hasta que se recordó que no podía permitirse el lujo de las lágrimas, ni mostrar ningún tipo de vulnerabilidad ante un hombre que sospechaba que se aprovecharía de ello.


–¿Cómo te has enterado?


Pedro se encogió de hombros.


–Recoger información es fácil, si sabes a quién preguntar.


–¿Pero por qué? ¿Por qué te has tomado la molestia de investigarme?


–No seas ingenua. Porque eres la madre de mi hijo y tienes algo que quiero. Y el conocimiento es poder –añadió él, con sus ojos de color zafiro fijos en los de ella–. ¿Qué ocurrió? ¿Cómo acabó una mujer de edad madura en una institución donde la edad media son ochenta años, incapaz de reconocer a su única hija cuando va a verla?


Sin pensar lo que hacía, Paula agarró el brazo del sillón más próximo y se sentó en él antes de que se le doblaran las piernas.


–¿No te lo han dicho tus investigadores? –preguntó con voz ronca–. ¿No han tenido acceso a sus archivos médicos?


–No. Creo que no es ético hacer algo así. ¿Qué pasó, Paula? –preguntó de nuevo, esa vez con más suavidad.


Ella quería decirle que no era asunto suyo, pero sospechaba que eso no lo disuadiría. Y quizá sí era ya asunto suyo. Porque su madre era la abuela del hijo de él, ¿no? Aunque nunca se diera cuenta de eso. La envolvió la tristeza y parpadeó para reprimir las lágrimas.


–¿Qué quieres saber? –preguntó.


–Todo.


Todo. Paula reclinó la cabeza en el sillón, pero tardó unos momentos en poder hablar.


–Seguro que no es preciso que te diga que la breve fama de mi madre como actriz se vio reemplazada pronto por la mala fama que se ganó después de aquel… –vaciló un momento– de aquel verano en tu casa.


Él endureció la mandíbula, pero no hizo comentarios.


–Continúa.


–Cuando volvimos a Inglaterra, la abordaron los periódicos y revistas más sórdidos. Querían que llevara la antorcha de la mujer madura que estaba decidida a tener una buena vida sexual, pero en el fondo solo buscaban a una tonta crédula que les ayudara a vender más ejemplares.


Paula respiró hondo.


–Ella habló largo y tendido de sus distintos amantes, la mayoría de los cuales eran considerablemente más jóvenes. Pero eso ya lo sabes. Pensaba que rompía una lanza por la liberación de las mujeres, pero en la realidad todos se reían de ella a sus espaldas. Ella no se daba cuenta y, desde luego, no se dejaba desanimar por eso. Y luego su físico empezó a decaer de un modo dramático. Demasiado vino y sol. Demasiadas dietas drásticas.


Paula guardó silencio.


–No pares ahora –dijo él.


Su voz era casi gentil y ella quería decirle que no hablara así. Había malinterpretado su amabilidad en otra ocasión y no quería cometer el mismo error. Quería decirle que podía lidiar mejor con él cuando era duro y brutal.


Se encogió de hombros.


–Empezó a hacerse operaciones. Un corte aquí, un estiramiento allá. Un día eran las cejas y al siguiente se inyectaba sabe Dios qué en los labios. Empezaba a parecer…


Paula cerró los ojos al recordar la crueldad de los periódicos que antes la habían cortejado tanto. Las fotos robadas y lo deprisa que se había convertido en un hazmerreír nacional, con un rostro que parecía una parodia cruel de la juventud.


Y lo frustrante que había sido que se mostrara ciega a lo que le ocurría.


–Empezó a parecer muy rara –continuó Paula.


No quería mostrarse desleal, pero las palabras le salían ahora con rapidez porque nunca había hablado de eso antes. Lo había mantenido encerrado en su interior como si fuera su vergüenza y su secreto.


–Conoció a un cirujano que se ofreció a hacerle un lifting de cara, pero no se molestó en comprobar sus credenciales ni en preguntarse por qué le ofrecía eso a un precio tan ventajoso. Nadie sabe bien lo que ocurrió durante la operación, solo que mi madre salió de ella con daño cerebral. Y que nunca volvió a reconocerme a mí… ni a ninguna otra persona –tragó saliva–. Y desde entonces vive en esa residencia.


Él frunció el ceño.


–¿Pero tú vas a verla?


–Todas las semanas.


–¿Aunque no te reconoce?


–Por supuesto –repuso ella–. Sigue siendo mi madre.



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