viernes, 10 de mayo de 2019

TRAICIÓN: CAPITULO 22





Pedro la miró a los ojos y se vio sorprendido por una oleada súbita de compasión… y de culpa. 


¿Cuántas veces le había hecho el amor aquella noche? Frunció el ceño. Dos veces, antes de que ella lo echara de su cama y anunciara que se marchaba de la isla. ¿La segunda vez había tenido cuidado o había…? El corazón le dio un vuelco. No. Se había excitado tanto medio dormido, que la había penetrado sin molestarse en ponerse un preservativo. ¿Cómo demonios había ocurrido eso cuando él era tradicionalmente tan cuidadoso?


¿Y no había sido una bendición sentir su calor húmedo sin barreras? ¿Algún instinto protector había hecho que su mente olvidara aquello hasta ese momento?


La miró con el corazón galopante y se fijó en el modo en que se había dejado caer contra el alféizar de la ventana. Al estar echada hacia atrás, pudo ver la curva de su vientre y notó por primera vez que sus generosos pechos eran aún más grandes que antes. Estaba embarazada. 


¿Pero debía aceptar su palabra de que él era el padre?


El recuerdo de su madre, y de muchas otras mujeres intermedias, lo ponía en guardia. Sabía mucho de mentiras y subterfugios porque habían estado entrelazados en el tejido de su vida. 


Sabía lo que podía hacer la gente por dinero. 


Había aprendido cautela a una edad temprana porque había sido necesario. Los había protegido a Pablo y a él de algunas de las cosas más feas que les había arrojado la vida, así que, ¿por qué no buscar su protección también ahora?


–Tienes razón, por supuesto. La anticoncepción es responsabilidad del hombre y la mujer –dijo–. Pero eso no responde satisfactoriamente a mi pregunta. ¿Cómo sabes que soy el padre de tu hijo?


–Porque…


Pedro vio que se mordía el labio inferior como si intentara reprimir las palabras, pero luego salieron de su boca en un torrente apasionado.


–Porque solo había tenido sexo una vez antes –declaró–. Un hombre, una vez, hace años, y fue un desastre, ¿de acuerdo? ¿Eso te dice todo lo que quieres saber, Pedro?


Él sintió una oleada de placer oscuro y primitivo. 


Todo encajaba ahora. Su aire maravillado cuando le había hecho el amor, sus gritos de incredulidad al llegar al orgasmo… Todo eso hablaba de una mujer que alcanzaba el placer por primera vez, no de alguien acostumbrada al sexo. ¿Pero y si mentía? ¿Y si estaba usando dotes de actriz, aprendidas en las rodillas de su madre? Apretó los labios. Se debía a sí mismo exigir una prueba de ADN, si no ahora, al menos cuando naciera el bebé.


Pero la complexión cenicienta de ella y sus ojos cansados le provocaron otra oleada de compasión. Repasó mentalmente los hechos y las posibles soluciones. A pesar de la falta de cualificaciones de ella, no era estúpida. 


Seguramente se daba cuenta de que la atacaría con todas sus fuerzas si descubría que lo había engañado.


Miró a su alrededor intentando imponer algo de orden en sus alborotados pensamientos. 


Aceptaba que era un hombre difícil que no creía en el amor, que no se fiaba de las mujeres y que guardaba con fiereza su espacio personal, y esos factores habían descartado la forzosa intimidad de un matrimonio. El deseo de prolongar su estirpe no había estado presente en él y siempre había asumido que sería Pablo el que proporcionaría los herederos para llevar el imperio Alfonso hacia el futuro.


Pero aquella revelación lo cambiaba todo. En pocos minutos algo había empezado a cambiar en él, porque si aquel era su hijo, quería tomar parte en el proceso. Una parte importante. Se le encogió el corazón. ¿Cómo podría ser de otro modo? ¿Cómo no reclamar para sí su carne y su sangre? Miró los ojos cansados de Paula y pensó que aquello debía de ser lo último que ella quería, un niño no planeado con un hombre al que odiaba. Y con poco dinero. ¿Por qué, entonces, no ofrecerle un incentivo que les conviniera a los dos?


–¿Y cuándo pensabas decírmelo? –preguntó–. ¿O no lo ibas a hacer?


–Claro que sí. Solo… esperaba el momento apropiado –dijo ella, con la voz de alguien que había estado posponiendo lo inevitable–. Pero no parecía llegar nunca.


Él frunció el ceño.


–¿Por qué no te sientas? Ahí no pareces estar muy cómoda. Y tenemos que hablar.



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