miércoles, 8 de mayo de 2019

TRAICIÓN: CAPITULO 17



Paula se mordió el labio inferior. Su impresión de ella estaba un millón de veces alejada de la realidad, pero ¿por qué pinchar la burbuja en aquel momento? Era obvio que él pensaba que era una especie de imán para los hombres y seguramente sería una pérdida de tiempo intentar convencerlo de otra cosa. Porque ella no esperaba ningún futuro de aquello. Sabía que solo una tonta esperaría una relación con un hombre como Pedro, pero, aun así, se le encogió el corazón al pensar en lo pasajero que sería aquello. Y si sus fantasías sobre ella lo excitaban, ¿por qué no seguirle el juego? ¿Por qué no arañar en los pocos conocimientos que tenía y trabajar con eso?


–¿Siempre pierdes tanto tiempo hablando? –ronroneó.


Su comentario hizo que cambiara la atmósfera. 


Captó una tensión nueva en él, que la tomó en brazos y la llevó a la cama, donde la depositó sin molestarse en apartar la colcha. Le lanzó una mirada insondable.


–Perdóname por no reconocer tu… –él deslizó la mano entre las piernas de ella, apartó el tanga con un murmullo y pasó el dedo por el calor húmedo de ella– impaciencia.


Paula tragó saliva, porque ahora el dedo de él trabajaba con un objetivo y ella sentía que aumentaba su calor interior. Quería que volviera a besarla, pero la única zona que él parecía interesado en besar era su torso y después su vientre y después… después… Ella reprimió un respingo cuando él le bajó el tanga, colocó la cabeza entre sus piernas y ella sintió el cosquilleo de su pelo en los muslos. Su cuerpo estaba tenso por lo que pasaría a continuación, pero nada habría podido prepararla para aquel primer lametón dulce. Se retorció en la cama e intentó apartarse del placer casi insoportable que escalaba dentro de ella, pero él le sujetaba las caderas para que no pudiera moverse. Así que ella yació allí impotente, prisionera voluntaria del magnate griego, mientras una oleada tras otra de placer alcanzaban tal intensidad, que cuando estallaron, fue como si un río rompiera sus orillas y gritó el nombre de él.


Cuando sus espasmos empezaban a desaparecer, sintió un calor delicioso atravesar su cuerpo. Alzó la vista y lo encontró apoyado sobre ella con una sonrisa divertida en los labios.


–Umm –musitó él–. Para ser una mujer que da una de cal y otra de arena, no esperaba que gritaras así.


Paula no supo qué decir. ¿Sería vergonzoso confesar que nunca había conocido un placer así? Se preguntó cómo reaccionaría él si supiera lo pobre que era su experiencia sexual. Se lamió los labios. «No lo espantes», se dijo. ¿Por qué romper aquella maravilla con la realidad? «Dile lo que espera oír. No seas la mujer que nunca te has atrevido a ser».


–No deberías ser tan bueno –musitó–. Y entonces yo no gritaría.


–¿Bueno? Todavía no he empezado –murmuró él.


Ella tragó saliva.


–Yo no…


Él la miró fijamente.


–¿No qué, Paula?


Ella se lamió los labios.


–No tomo la píldora ni ninguna otra cosa.


–Aunque la tomaras, siempre me gusta asegurarme doblemente –dijo él.


Sacó un preservativo del bolsillo de los pantalones y Paula lo observó ponérselo y pensó en lo anatómico que resultaba todo aquello, como si las emociones no jugaran ningún papel en lo que estaba a punto de ocurrir. 


Tragó saliva. ¿De verdad había pensado que podría ser de otro modo? ¿Que Pedro Alfonso podría mostrarle ternura o afecto?


–Bésame –dijo de pronto–. Por favor. Bésame.





TRAICIÓN: CAPITULO 16




Una vez dentro, Pedro llevó a Paula arriba, en una exhibición de dominio masculino que ella encontró embriagadora. Mientras él le besaba con ansia el cuello y los labios, ella estaba en una cima tan elevada de placer, que casi no se dio cuenta de que él le alzaba los brazos por encima de la cabeza y le quitaba el vestido prestado. Hasta que de pronto quedó frente a él vestida solo con un tanga. Casi desnuda bajo la luz de la luna, debería haber sentido timidez, pero la expresión de los ojos de Pedro le hacía sentirse de todo menos tímida. Levantó la barbilla y la envolvió una sensación de liberación cuando se encontró con la sonrisa apreciativa de él.


–Eres magnífica –dijo él.


Le agarró uno de los pechos como si fuera un vendedor calculando el peso de una sandía, y ese gesto casi brutal la excitó. Todo lo relacionado con él era excitante en aquel momento. Él posó la vista en el tanga.


–Parece que, bajo la ropa corriente que sueles llevar, te vistes para complacer a tu hombre –dijo con una sonrisa–. Y eso me gusta.


Su arrogancia era increíble y Paula quería decirle que se equivocaba en muchos sentidos. 


Que el tanga era lo único que podía ponerse con ese vestido sin mostrar una línea de bragas y que normalmente llevaba un sujetador de algodón. Pero él jugaba con sus pezones y la sensación era tan increíblemente dulce, que no tuvo fuerzas para dar explicaciones. Porque durante el corto recorrido desde la playa hasta el dormitorio, había sabido que ya no había vuelta atrás. No parecía importar si estaba bien o mal, simplemente parecía inevitable. Iba a dejar que Pedro Alfonso le hiciera el amor y nada podría detenerla.


Alzó la vista hacia él, que empezaba a desabrocharse la camisa.


–Juega con tus pechos –le ordenó con suavidad–. Tócate.


Aquello debería haberla escandalizado, pero no fue así. Quizá porque él había conseguido convertirlas en una orden suave e irresistible. 


¿Debía decirle que su experiencia sexual era minúscula y que no sabía si se le daría bien aquello? Pero, si lo iba a hacer, tenía que hacerlo sin reservas. Acercó las manos a sus pechos y comprobó con sorpresa que, en cuanto prescindió de sus inhibiciones, empezó a sentirse sexy. Imaginó que eran las manos de Pedro las que trazaban movimientos eróticos sobre su piel excitada. Se contoneó con impaciencia y cerró los ojos.


–No –dijo él–. Abre los ojos. Quiero que me mires. Quiero ver tu expresión cuando llegues al orgasmo. Y créeme, llegarás una y otra vez.


Paula abrió mucho los ojos porque las palabras de él eran muy gráficas, muy explícitas. Tuvo la impresión de que demostraba deliberadamente su control sobre ella. ¿Era eso lo que le gustaba, estar al cargo? El corazón le latió con fuerza porque él ya estaba desnudo, con una erección pálida y orgullosa entre los rizos oscuros, y ni siquiera las sobrecogedoras dimensiones de aquello consiguieron intimidarla. Pedro se acercó, le quitó las manos de los pechos y las reemplazó por sus labios. Inclinó la cabeza y besó cada pezón por turnos. Los acarició con maestría hasta que ella soltó un gemido de placer.


–Me gusta oírte gemir –dijo–. Prometo que te haré gemir toda la noche.


–¿De verdad?


–Sí –él deslizó los dedos en su pelo y le sostuvo la cabeza para que solo pudiera mirarlo a él–. ¿Sabes cuántas veces te he imaginado así, Paula? ¿Desnuda a la luz de la luna como una especie de diosa?


¿Diosa? ¿Estaba loco? ¿Una chica que rellenaba estantes en un supermercado? Estuvo a punto de reír. Quería decirle que no dijera esas cosas, pero la verdad era que le gustaban. Le gustaba cómo la hacían sentirse. ¿Y por qué no se iba a sentir como una diosa por una vez cuando las palabras de él creaban imágenes en su mente que incrementaban su deseo? Porque probablemente aquel era el modo en que actuaba él. Aquel era su método. La halagaba hasta someterla con frases de experto. Le decía las cosas que anhelaba oír, aunque no fueran ciertas. Presumiblemente, aquello era lo que hacían siempre los hombres y las mujeres y no significaba nada. El sexo no significaba nada. 


Esa era una de las cosas que le había enseñado su madre.


Pedro –consiguió decir con los labios secos.


–¿Tú también has soñado conmigo? –murmuró él.


–Tal vez –confesó ella.


Él soltó una risita de placer y pasó la mano por el minúsculo tanga.


–Me encanta que seas misteriosa –dijo–. ¿Hace mucho que aprendiste a tener a un hombre en ascuas?



TRAICIÓN: CAPITULO 15





Paula vio el cambio súbito que se producía en él. La tensión que daba rigidez a su cuerpo, que ella sospechaba que era un reflejo de la tensión que sentía también ella. Y supo lo que iba a ocurrir por la expresión de la cara de él, por la mirada de deseo que activó una necesidad parecida en lo más profundo de ella.


Pedro –susurró.


Pero sonó más como una plegaria que como una protesta. Él la abrazó y ella le dejó, sin hacer caso a las objeciones que poblaban su mente. Y en el momento en que la tocó, estuvo perdida.


Él la besó en la boca y ella oyó su gemido de triunfo cuando le devolvió el beso. Abrió los labios y él le deslizó la lengua en la boca para profundizar el beso. Se balanceó contra él y clavó las uñas en su pecho a través de la fina seda de la camisa. Y Pedro movió las caderas contra las de ella con urgencia y deslizó la mano dentro del corpiño del vestido para rozarle los pechos sin sujetador con los dedos. Y ella también le permitió eso. ¿Cómo iba a pararlo cuando lo deseaba tanto?


Él lanzó un gemido apagado mientras exploraba cada pezón y ella sintió que su ropa interior se humedecía. ¿Le iba a hacer el amor allí? ¿La tumbaría sobre la arena suave sin darle tiempo a protestar? Sí. Eso le gustaría. No quería que nada destruyera el momento, porque aquello había tardado mucho en llegar. Ocho años, para ser exactos. Ocho largos y áridos años en los que había sentido su cuerpo como si fuera de cartón y no de carne y hueso receptivos. Paula tragó saliva. No quería tiempo para pensar dos veces en lo que estaba a punto de ocurrir, quería dejarse llevar y ser espontánea. Una oleada de excitación la embargó hasta que recordó lo que llevaba. Separó los labios de los de él y se apartó.


–El vestido –musitó.


Él la miró sin comprender.


–¿El vestido? –preguntó.


–No es mío, ¿recuerdas? No quiero… estropearlo.


–Por supuesto. Es un vestido prestado –dijo él.


Su mirada se endureció y un aleteo de triunfo tiñó su sonrisa. La tomó en brazos y caminó con ella por la arena hacia la casita.




martes, 7 de mayo de 2019

TRAICIÓN: CAPITULO 14




«Solo vas a cenar con ellos, nada más», se recordó esa tarde, debajo de la ducha. Lo único que tenía que hacer era ponerse un vestido prestado e intentar mostrarse agradable. Podía marcharse cuando quisiera. No tenía que hacer nada que no quisiera.


Y así fue como se encontró caminando hacia la terraza, ataviada con el único vestido de Megan que le valía y que era un tipo de ropa que ella jamás habría elegido llevar. Era demasiado delicado. Demasiado femenino. Demasiado… revelador. Rosa y suave, con un corpiño de corte baño que resaltaba sus pechos y con la falda ciñéndose a sus caderas exactamente del modo en que ella no quería. Y como no estaba ciega ni era tonta, había visto a Pedro mirarla cuando salió a la terraza iluminada por velas. Y había visto el modo instintivo en que había entornado los ojos, lo cual había hecho que a ella se le endurecieran los pechos.


Tenía la garganta tan seca que bebió media copa de champán muy deprisa y se le subió directamente a la cabeza. Eso le calmó los nervios, pero tuvo también el efecto no deseado de suavizar su reacción a su jefe griego, porque, naturalmente, se encontró sentada a su lado. Se dijo que no se dejaría afectar por él. Que era un manipulador insensible que no tenía en cuenta sus sentimientos. Pero, por alguna razón, sus pensamientos no llegaban hasta su cuerpo, que parecía tener voluntad propia.


Paula lo sentía así en la oleada pesada de sangre a sus pechos y en su desasosiego siempre que Pedro la miraba, cosa que parecía hacer mucho más de lo necesario. Y si eso no fuera ya bastante malo, le costaba adaptarse a aquella inesperada cena social. Hacía mucho tiempo que no asistía a una tan lujosa y nunca había ido por sí misma. Antes siempre la habían invitado por su madre, pero aquello era diferente. Ya no tenía que mirar por el rabillo del ojo si su madre hacía algo escandaloso, ni tenía que pensar ansiosamente si conseguiría llevarla a casa sin que se pusiera en ridículo. Esa vez la gente parecía interesada en ella, y Paula no quería que fuera así. ¿Qué podía decir de sí misma aparte de que había hecho una serie de trabajos menores porque eran los únicos que podía encontrar después de una educación dejada a medias que no le había permitido cualificarse en nada?


Pasó la velada bloqueando preguntas, algo que había aprendido a hacer con los años, de modo que, cuando le hacían una pregunta personal, le daba la vuelta y cambiaba rápidamente de tema. 


Se había vuelto muy ducha en el arte de las evasivas, pero esa noche parecía que tenía el efecto contrario al esperado. ¿Eran sus vaguedades la razón por la que Santino empezó a monopolizarla la segunda parte de la velada, mientras el rostro contraído de Rachel parecía indicar que lamentaba su decisión impetuosa de haber pedido que se uniera a ellos? Paula sentía deseos de levantarse y anunciar que no sentía ningún interés por el hombre de negocios italiano, que había solo un hombre en la mesa que atrajera su atención y tenía que esforzarse mucho para no sentirse fascinada por él. Porque esa noche Pedro estaba fabuloso, con un aspecto tradicional y tremendamente viril. El cuello de su camisa blanca estaba desabrochado y mostraba un triángulo sedoso de piel aceitunada, y sus pantalones oscuros estrechos realzaban sus piernas largas y la fuerza poderosa de sus muslos.


Y la observaba todo el rato con tal intensidad que ella casi no podía comer. Le ponían delante un plato tras otro de comida deliciosa, pero no podía hacer mucho más que jugar con ella en el plato.


–¿Te diviertes, Paula? –preguntó Pedro con suavidad.


–Mucho –repuso ella, sin importarle que él oyera la mentira en su voz.


¿Qué más podía decir? ¿Que sentía cosquilleos en la piel cada vez que la miraba? ¿Que su perfil le parecía lo más hermoso que había visto en su vida y no deseaba otra cosa que mirarlo eternamente?


Rompió el molde de su velada de Cenicienta al retirarse mucho antes de la medianoche. En cuanto el reloj dio las once, se puso en pie y dio amablemente las gracias por una cena encantadora. Consiguió mantener la cabeza alta hasta que salió de la terraza, pero cuando ya no podían verla, echó a correr. Pasó de largo por su casita y siguió corriendo hasta la playa, contenta de llevar sandalias cómodas debajo del vestido largo. Y contenta también de que las olas golpearan la arena y el ruido apagara el golpeteo de su corazón. Sujetó el dobladillo del vestido, se apartó un poco para que el agua no tocara la tela y se quedó mirando las olas iluminadas por la luna.


Recordó lo que había sentido cuando la habían despedido del supermercado justo antes de volar a Lasia y la había invadido la sensación de no tener un lugar real en el mundo. En aquel momento volvía a sentir lo mismo, porque en realidad no había formado parte de aquella mesa llena de glamour. Había sido una extraña que se había vestido para la ocasión con la ropa de una desconocida. ¿Había entendido Pedro lo marginada que se había sentido, o estaba demasiado ocupado abrumándola con su potente sexualidad para darse cuenta de eso? ¿No se daba cuenta de que lo que probablemente era solo un juego para él significaba mucho más para alguien como ella, que no tenía un círculo de amigos como el suyo ni riqueza en la que apoyarse?


Sus ojos se llenaron de lágrimas y pensó si serían fruto de la autocompasión. Porque, si lo eran, tendrían que secarse rápidamente. Se frotó los ojos con el dorso de la mano y se dijo con fiereza que debía alegrarse de ser lo bastante fuerte para resistirse a alguien que nunca podría ser otra cosa que una aventura de una noche.


Pero cuando se volvió para ir a su casita, vio a un hombre que caminaba hacia ella, un hombre que reconoció al instante a pesar de la distancia. 


¿Cómo no reconocerlo cuando su imagen estaba marcada a fuego en su mente? Su figura transmitía fuerza cuando andaba y el brillo de la luz de la luna en sus ojos y la palidez de su camisa de seda capturaban la imaginación de ella. Sintió que le cosquilleaba la piel con una excitación instintiva, que fue seguida rápidamente de desasosiego. Había intentado hacer lo correcto. Había hecho todo lo que estaba en su mano por alejarse de él. ¿Por qué demonios tenía que estar allí?


Pedro –dijo con firmeza–. ¿Qué haces aquí?


-Estaba preocupado por ti. Te has marchado bruscamente de la cena y he visto que tomabas el camino de tu casita, pero no se encendía ninguna luz.


–¿Me has espiado?


–No. Soy tu jefe –la voz de él sonaba profunda por encima del suave lamer de las olas–. Estaba preocupado por ti.


Sus ojos se encontraron.


–¿De verdad? –preguntó ella.


Hubo una pausa.


–Sí. No –negó él, y su voz se volvió dura de pronto–. En realidad, no lo sé. No sé qué demonios es esto. Solo sé que no puedo dejar de pensar en ti.




TRAICIÓN: CAPITULO 13




–¿Quieres llevar el café, Paula? –preguntó Demetra, señalando la bandeja cargada.


–Por supuesto –repuso la joven–. ¿Pongo algunas galletitas de limón en un plato?


–Muy bien.


Paula comprobó automáticamente que llevaba todo lo necesario y sacó la bandeja a la terraza. 


Era un viaje más hasta la mesa colocada al lado de la enorme piscina, donde Pedro terminaba un almuerzo largo con sus glamurosos invitados.


Se mordió el labio inferior. Había hecho todo lo posible por apartarlo de su mente, por evitarlo siempre que podía y concentrarse en sus tareas, decidida a hacer un trabajo del que pudiera enorgullecerse. Quería borrar la impresión negativa que él tenía de ella y mostrarle que podía ser sincera, trabajadora y decente. Estaba igualmente decidida a no suscitar las sospechas de la gente con la que trabajaba. Le gustaban Demetra y Stelios y le gustaban también los empleados extra que habían contratado en el pueblo cercano para ayudar con la fiesta. No quería que pensaran que tenía algo con el jefe. Quería que la vieran como a una inglesa servicial que estaba dispuesta a cumplir con su parte del trabajo.


El sol brillaba con fuerza cuando sacó el café fuera, adonde estaban los cinco sentados con los restos de la comida que les había servido. 


Xenon, Megan, Santino, Rachel y Pedro. Se los habían presentado el día anterior y todos parecían del mundo de la jet set con el que ella ya no se relacionaba. Había olvidado esa vida en la que las mujeres se cambiaban de ropa cuatro veces al día y gastaban más en un sombrero de paja que Paula en todo su guardarropa de verano. Se mostraba tan educada y humilde como requería su posición, pero sabía bien que, como empleada, resultaba prácticamente invisible. Rachel era la única que la trataba como a una persona real y siempre se esforzaba por conservar algo cuando se veían.


Las largas piernas bronceadas de Rachel estaban extendidas ante sí y sonrió cuando vio que Paula se acercaba con la cafetera de plata brillando al sol.


–¡Oh, qué rico! Me encanta este café griego tan espeso y tan dulce –dijo. Tomó una tacita de la bandeja–. Gracias, Paula. ¿Es posible tomar más agua con gas? Hoy hace mucho calor. Debes de estar asada con ese uniforme –observó con el ceño fruncido–. ¿Pedro te permite refrescarte en la piscina o es demasiado estirado para eso?


–Oh, Paula sabe que puede utilizar todo lo que hay aquí cuando no está trabajando –murmuró Pedro–. Pero decide no aprovechar esa ventaja, ¿no es así, Paula?


Todos la miraron y Paula fue muy consciente de que tanto Rachel como Megan llevaban caftanes de gasa encima de biquinis minúsculos y ella llevaba un uniforme que hacía que se sintiera demasiado vestida y le daba calor. Todos los empleados de Pedro llevaban uniforme, pero el de ella resaltaba su figura y eso no le gustaba. 


Era lo único que había heredado de su madre sobre lo que no podía hacer nada. Porque, por mucho que intentara disfrazar su figura con ropa amplia, su pecho siempre parecía demasiado grande y la curva de sus caderas demasiado ancha, y el uniforme se pegaba precisamente donde ella no quería que se pegara.


–Tengo un océano enorme en la puerta de mi casa si me apetece nadar –repuso–. Pero cuando no estoy trabajando, casi siempre estoy delante del ordenador.


Como vio que la miraban con aire interrogante, se sintió obligada a dar algún tipo de explicación.


–Estudio Empresariales –añadió.


–Eso es muy admirable por tu parte, pero tienes que tomarte tiempo libre alguna vez –Rachel miró a Pedro–. ¿Tú no has dicho que Barbara no vendrá este fin de semana?


–No va a venir, no –repuso Pedro.


–¿O sea que habrá una mujer menos en la mesa? –insistió Rachel.


–Oh, estoy seguro de que podrás lidiar con eso –intervino Santino–. ¿Desde cuándo te preocupa que no seamos pares, querida? Siempre parece que tienes conversación de sobra para compensar por los huéspedes ausentes.


–Eso es cierto –Rachel sonrió–. ¿Pero por qué no se une Paula?


Pedro se quitó las gafas de sol y lanzó una mirada insondable a Paula.


–Sí –dijo con suavidad–. ¿Por qué no cenas luego con nosotros?


Paula negó con la cabeza.


–No, de verdad. No puedo.


–¿Por qué no? Te doy permiso para tomarte la noche libre. De hecho, considéralo una orden –la sonrisa de Pedro era dura y decidida–. Estoy seguro de que tenemos empleados suficientes para que no te echemos de menos como camarera.


–Es usted… muy… amable, pero… –Paula dejó la última de las tazas de café en la mesa con dedos temblorosos–. No tengo nada apropiado que ponerme.


Había hecho mal en decir aquello. ¿Por qué no se había limitado a negarse con firmeza?


–No te preocupes. Creo que tenemos la misma talla –dijo Megan–. Te puedo prestar algo. Di que sí. Has trabajado tanto que te mereces un descanso. Y para mí será un placer prestarte algo.


Las dos invitadas se mostraban tan empeñadas en hacerle cambiar de idea, que Paula empezaba a molestarse. Sabía que solo pretendían ser amables, pero ella no quería su amabilidad. Le parecía condescendencia y, peor aún, hacía que se sintiera vulnerable. Pensaban que le hacían un regalo, pero en realidad la empujaban hacia Pedro y ella no quería eso. 


Pero no podía decirles la razón de su negativa. 


No podía confesar que le preocupaba la posibilidad de acabar en la cama con su jefe. Y en último extremo, era inútil resistirse porque eran cinco contra uno y no había modo de librarse.




TRAICIÓN: CAPITULO 12




Ella lo volvía loco.


Loco.


Pedro tragó aire con fuerza y se hundió en las aguas oscuras de un mar que empezaba a brillar por efecto del sol que subía por el horizonte. Era demasiado temprano para que hubiera alguien más por allí. Los empleados no se habían levantado aún y las contraventanas de la casita de Paula estaban cerradas. Y eso era una buena metáfora de lo que ocurría entre ellos. Para ser un hombre tan seguro de su poder sexual sobre las mujeres, y con buenas razones, las cosas con Paula Chaves no habían salido según lo acordado.


Nadó un rato bajo la superficie del agua, tratando de librar a su cuerpo de una parte de la energía nerviosa que se había ido acumulando en su interior, pero aquello era más fácil decirlo que hacerlo. Dormía mal, con imágenes de Paula atormentando sus sueños eróticos y frustrantes. Porque descubría con incredulidad que ella había hablado en serio y, a pesar de la química sexual que chisporroteaba potente entre ellos, lo mantenía a distancia. Pedro al principio había pensado que ese comportamiento formaba parte de un juego destinado a tenerlo en ascuas. Pero ella no había relajado su actitud hacia él. La relación entre ellos seguía un camino formal y muy poco satisfactorio.


Paula le preguntaba amablemente si quería café o pan o agua o lo que fuera. Mantenía la vista baja siempre que se cruzaban sus caminos. Y aunque le había dicho muchas veces que podía tutearlo en público, ella había hecho oídos sordos. Aquella mujer era un enigma. ¿De verdad era inmune a las miradas de admiración que le habían lanzado sus abogados de Atenas cuando habían llegado a Lasia para el almuerzo, o era una actriz muy lista que conocía bien el poder de su belleza? Actuaba como si estuviera hecha de mármol, cuando él sabía de cierto que, debajo de aquel exterior frío, latía un corazón apasionado.


Pedro había creído que ella sucumbiría pronto. 


Que el recuerdo del beso que habían compartido el primer día la empujaría a sus brazos a terminar lo que habían empezado.


Porque aquel beso había sido lo más erótico que le había pasado a él en mucho tiempo, pero no había llevado a ninguna parte, y aunque no era un hombre acostumbrado a que le negaran lo que deseaba, eso era lo que ocurría. Se había mostrado algo distante con ella, con intención de indicar su desaprobación de las mujeres que jugaban con los hombres, pensando que así ella entendería que empezaba a perder la paciencia. 


Había imaginado que lo encontraría solo en algún momento, que le bajaría la cremallera de los pantalones y lo tocaría donde ansiaba que lo tocaran. Tragó saliva. Cualquier otra mujer lo habría hecho. Y Paula tenía antecedentes en ese campo. Si todo hubiera ido acorde con su plan, tendría que haberse acostado ya con ella y haber disfrutado varias sesiones de sexo espectacular. De hecho, ya debería haberse aburrido de la adoración inevitable de ella y su único dilema debería ser ya buscar el mejor modo de decirle que se había terminado.


Pero las cosas no habían salido así.


Ella se había volcado en su trabajo con un entusiasmo que lo había sorprendido. 


¿Rellenaba los estantes de los supermercados con la misma pasión? Demetra le había comunicado que era una alegría tener a la joven inglesa en la cocina y en la casa. ¿Una alegría? 


Hasta el momento, él había visto pocas muestras de eso.


¿La actitud fría de ella estaba destinada a avivar su apetito sexual? Porque, si era así, funcionaba. A Pedro le subía la presión arterial cada vez que ella salía a la terraza con su uniforme blanco. El vestido blando de algodón le daba un aire de pureza y su cabello rubio iba recogido en un moño serio, que le hacía parecer la sirvienta perfecta. Pero el brillo del fuego en sus ojos verdes cada vez que se veía obligada a mirarlo a los ojos era inconfundible, como si lo retara a volver a acercarse a ella.


Pedro empezó a nadar con fuerza hacia la orilla. 


Ya salía el sol y era hora de afrontar un nuevo día y hacer de anfitrión. Habían llegado cuatro invitados, pero Barbara Saunders ya no estaba en la lista. La había llamado un par de días atrás para pedirle que aplazara la visita y ella había aceptado. Por supuesto que sí. Las mujeres siempre lo hacían. Echó a andar por la arena con una punzada de anticipación. Quizá era hora de que Paula Chaves entendiera que era inútil resistirse a lo inevitable.





lunes, 6 de mayo de 2019

TRAICIÓN: CAPITULO 11




No significaba nada. Ella no significaba nada. 


¿Acaso no había dejado Pedro eso muy claro? 


Y para alguien como ella, que ya tenía poca autoestima, sería una locura hacer algo así.


–¡No! –Se apartó y retrocedió un par de pasos–. ¿Qué demonios te crees que haces para echarte sobre mí de ese modo?


Él soltó una risita teñida de frustración.


–Oh, por favor –gruñó–. Por favor, no insultes mi inteligencia. Tú estabas caliente y deseosa. Querías que te besara y yo he cumplido tu deseo encantado.


–Yo no quería –replicó ella.


–Oh, Paula, ¿por qué negar la verdad? Eso no está bien. Yo valoro mucho la sinceridad en mis empleados.


–Y seguro que cruzar límites físicos con tus empleados es un comportamiento inaceptable en cualquier jefe. ¿Te has parado a considerar eso?


–Quizá si dejaras de mirarme de un modo tan invitador, yo podría dejar de responder como un hombre en lugar de como un jefe.


–¡Yo no hago eso! –exclamó ella con indignación.


–¿Seguro? No te mientas a ti misma.


Paula se mordió el labio. ¿Lo había mirado de un modo invitador? El corazón le latió con fuerza. Claro que sí. Y si era totalmente sincera, ¿acaso no había querido que la besara desde que lo había visto de pie en la ventana de su mansión de cristal, con su poderoso físico dominándolo todo a su alrededor? Y ella no podía permitirse sentir eso. Estaba allí para ganar un dinero que la ayudara a cuidar de su madre, no para enredarse con un machista como Pedro y que le rompieran el corazón en el proceso.


Respiró hondo y se esforzó por intentar parecer que estaba en control de sus emociones.


–No puedo negar que hay una atracción entre nosotros –dijo–, pero eso no significa que vayamos a hacer algo con ella. No solo porque seas mi jefe y no es lo más apropiado, también porque ni siquiera nos caemos bien el uno al otro.


–¿Y qué tiene que ver eso con esto?


–¿Lo dices en serio?


–Muy en serio –él se encogió de hombros–. En mi experiencia, un poco de hostilidad siempre añade un toque picante. ¿Tu mamá no te ha enseñado eso?


El insulto implícito hizo que Paula quisiera pegarle y decirle que se guardara sus opiniones para sí porque no sabía lo que decía. Pero no se arriesgó a acercarse a él porque tocarlo era desearlo y no podía permitirse volver a colocarse en esa posición. Él le había pedido sinceridad, ¿no? Pues se la daría.


–No tengo intención de acercarme a ti, Pedro. Principalmente porque no eres el tipo de hombre que me gusta –dijo despacio–. He venido aquí para ganar dinero y eso es lo único que pienso hacer. Trabajaré duro y me mantendré alejada de ti todo lo posible. No tengo intención de volver a colocarme en una posición de vulnerabilidad.


Forzó una sonrisa y habló como lo haría una humilde empleada.


–Así que, si me disculpas, voy a ver si Demetra quiere que haga algo en la cocina.