miércoles, 8 de mayo de 2019

TRAICIÓN: CAPITULO 16




Una vez dentro, Pedro llevó a Paula arriba, en una exhibición de dominio masculino que ella encontró embriagadora. Mientras él le besaba con ansia el cuello y los labios, ella estaba en una cima tan elevada de placer, que casi no se dio cuenta de que él le alzaba los brazos por encima de la cabeza y le quitaba el vestido prestado. Hasta que de pronto quedó frente a él vestida solo con un tanga. Casi desnuda bajo la luz de la luna, debería haber sentido timidez, pero la expresión de los ojos de Pedro le hacía sentirse de todo menos tímida. Levantó la barbilla y la envolvió una sensación de liberación cuando se encontró con la sonrisa apreciativa de él.


–Eres magnífica –dijo él.


Le agarró uno de los pechos como si fuera un vendedor calculando el peso de una sandía, y ese gesto casi brutal la excitó. Todo lo relacionado con él era excitante en aquel momento. Él posó la vista en el tanga.


–Parece que, bajo la ropa corriente que sueles llevar, te vistes para complacer a tu hombre –dijo con una sonrisa–. Y eso me gusta.


Su arrogancia era increíble y Paula quería decirle que se equivocaba en muchos sentidos. 


Que el tanga era lo único que podía ponerse con ese vestido sin mostrar una línea de bragas y que normalmente llevaba un sujetador de algodón. Pero él jugaba con sus pezones y la sensación era tan increíblemente dulce, que no tuvo fuerzas para dar explicaciones. Porque durante el corto recorrido desde la playa hasta el dormitorio, había sabido que ya no había vuelta atrás. No parecía importar si estaba bien o mal, simplemente parecía inevitable. Iba a dejar que Pedro Alfonso le hiciera el amor y nada podría detenerla.


Alzó la vista hacia él, que empezaba a desabrocharse la camisa.


–Juega con tus pechos –le ordenó con suavidad–. Tócate.


Aquello debería haberla escandalizado, pero no fue así. Quizá porque él había conseguido convertirlas en una orden suave e irresistible. 


¿Debía decirle que su experiencia sexual era minúscula y que no sabía si se le daría bien aquello? Pero, si lo iba a hacer, tenía que hacerlo sin reservas. Acercó las manos a sus pechos y comprobó con sorpresa que, en cuanto prescindió de sus inhibiciones, empezó a sentirse sexy. Imaginó que eran las manos de Pedro las que trazaban movimientos eróticos sobre su piel excitada. Se contoneó con impaciencia y cerró los ojos.


–No –dijo él–. Abre los ojos. Quiero que me mires. Quiero ver tu expresión cuando llegues al orgasmo. Y créeme, llegarás una y otra vez.


Paula abrió mucho los ojos porque las palabras de él eran muy gráficas, muy explícitas. Tuvo la impresión de que demostraba deliberadamente su control sobre ella. ¿Era eso lo que le gustaba, estar al cargo? El corazón le latió con fuerza porque él ya estaba desnudo, con una erección pálida y orgullosa entre los rizos oscuros, y ni siquiera las sobrecogedoras dimensiones de aquello consiguieron intimidarla. Pedro se acercó, le quitó las manos de los pechos y las reemplazó por sus labios. Inclinó la cabeza y besó cada pezón por turnos. Los acarició con maestría hasta que ella soltó un gemido de placer.


–Me gusta oírte gemir –dijo–. Prometo que te haré gemir toda la noche.


–¿De verdad?


–Sí –él deslizó los dedos en su pelo y le sostuvo la cabeza para que solo pudiera mirarlo a él–. ¿Sabes cuántas veces te he imaginado así, Paula? ¿Desnuda a la luz de la luna como una especie de diosa?


¿Diosa? ¿Estaba loco? ¿Una chica que rellenaba estantes en un supermercado? Estuvo a punto de reír. Quería decirle que no dijera esas cosas, pero la verdad era que le gustaban. Le gustaba cómo la hacían sentirse. ¿Y por qué no se iba a sentir como una diosa por una vez cuando las palabras de él creaban imágenes en su mente que incrementaban su deseo? Porque probablemente aquel era el modo en que actuaba él. Aquel era su método. La halagaba hasta someterla con frases de experto. Le decía las cosas que anhelaba oír, aunque no fueran ciertas. Presumiblemente, aquello era lo que hacían siempre los hombres y las mujeres y no significaba nada. El sexo no significaba nada. 


Esa era una de las cosas que le había enseñado su madre.


Pedro –consiguió decir con los labios secos.


–¿Tú también has soñado conmigo? –murmuró él.


–Tal vez –confesó ella.


Él soltó una risita de placer y pasó la mano por el minúsculo tanga.


–Me encanta que seas misteriosa –dijo–. ¿Hace mucho que aprendiste a tener a un hombre en ascuas?



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