martes, 7 de mayo de 2019

TRAICIÓN: CAPITULO 14




«Solo vas a cenar con ellos, nada más», se recordó esa tarde, debajo de la ducha. Lo único que tenía que hacer era ponerse un vestido prestado e intentar mostrarse agradable. Podía marcharse cuando quisiera. No tenía que hacer nada que no quisiera.


Y así fue como se encontró caminando hacia la terraza, ataviada con el único vestido de Megan que le valía y que era un tipo de ropa que ella jamás habría elegido llevar. Era demasiado delicado. Demasiado femenino. Demasiado… revelador. Rosa y suave, con un corpiño de corte baño que resaltaba sus pechos y con la falda ciñéndose a sus caderas exactamente del modo en que ella no quería. Y como no estaba ciega ni era tonta, había visto a Pedro mirarla cuando salió a la terraza iluminada por velas. Y había visto el modo instintivo en que había entornado los ojos, lo cual había hecho que a ella se le endurecieran los pechos.


Tenía la garganta tan seca que bebió media copa de champán muy deprisa y se le subió directamente a la cabeza. Eso le calmó los nervios, pero tuvo también el efecto no deseado de suavizar su reacción a su jefe griego, porque, naturalmente, se encontró sentada a su lado. Se dijo que no se dejaría afectar por él. Que era un manipulador insensible que no tenía en cuenta sus sentimientos. Pero, por alguna razón, sus pensamientos no llegaban hasta su cuerpo, que parecía tener voluntad propia.


Paula lo sentía así en la oleada pesada de sangre a sus pechos y en su desasosiego siempre que Pedro la miraba, cosa que parecía hacer mucho más de lo necesario. Y si eso no fuera ya bastante malo, le costaba adaptarse a aquella inesperada cena social. Hacía mucho tiempo que no asistía a una tan lujosa y nunca había ido por sí misma. Antes siempre la habían invitado por su madre, pero aquello era diferente. Ya no tenía que mirar por el rabillo del ojo si su madre hacía algo escandaloso, ni tenía que pensar ansiosamente si conseguiría llevarla a casa sin que se pusiera en ridículo. Esa vez la gente parecía interesada en ella, y Paula no quería que fuera así. ¿Qué podía decir de sí misma aparte de que había hecho una serie de trabajos menores porque eran los únicos que podía encontrar después de una educación dejada a medias que no le había permitido cualificarse en nada?


Pasó la velada bloqueando preguntas, algo que había aprendido a hacer con los años, de modo que, cuando le hacían una pregunta personal, le daba la vuelta y cambiaba rápidamente de tema. 


Se había vuelto muy ducha en el arte de las evasivas, pero esa noche parecía que tenía el efecto contrario al esperado. ¿Eran sus vaguedades la razón por la que Santino empezó a monopolizarla la segunda parte de la velada, mientras el rostro contraído de Rachel parecía indicar que lamentaba su decisión impetuosa de haber pedido que se uniera a ellos? Paula sentía deseos de levantarse y anunciar que no sentía ningún interés por el hombre de negocios italiano, que había solo un hombre en la mesa que atrajera su atención y tenía que esforzarse mucho para no sentirse fascinada por él. Porque esa noche Pedro estaba fabuloso, con un aspecto tradicional y tremendamente viril. El cuello de su camisa blanca estaba desabrochado y mostraba un triángulo sedoso de piel aceitunada, y sus pantalones oscuros estrechos realzaban sus piernas largas y la fuerza poderosa de sus muslos.


Y la observaba todo el rato con tal intensidad que ella casi no podía comer. Le ponían delante un plato tras otro de comida deliciosa, pero no podía hacer mucho más que jugar con ella en el plato.


–¿Te diviertes, Paula? –preguntó Pedro con suavidad.


–Mucho –repuso ella, sin importarle que él oyera la mentira en su voz.


¿Qué más podía decir? ¿Que sentía cosquilleos en la piel cada vez que la miraba? ¿Que su perfil le parecía lo más hermoso que había visto en su vida y no deseaba otra cosa que mirarlo eternamente?


Rompió el molde de su velada de Cenicienta al retirarse mucho antes de la medianoche. En cuanto el reloj dio las once, se puso en pie y dio amablemente las gracias por una cena encantadora. Consiguió mantener la cabeza alta hasta que salió de la terraza, pero cuando ya no podían verla, echó a correr. Pasó de largo por su casita y siguió corriendo hasta la playa, contenta de llevar sandalias cómodas debajo del vestido largo. Y contenta también de que las olas golpearan la arena y el ruido apagara el golpeteo de su corazón. Sujetó el dobladillo del vestido, se apartó un poco para que el agua no tocara la tela y se quedó mirando las olas iluminadas por la luna.


Recordó lo que había sentido cuando la habían despedido del supermercado justo antes de volar a Lasia y la había invadido la sensación de no tener un lugar real en el mundo. En aquel momento volvía a sentir lo mismo, porque en realidad no había formado parte de aquella mesa llena de glamour. Había sido una extraña que se había vestido para la ocasión con la ropa de una desconocida. ¿Había entendido Pedro lo marginada que se había sentido, o estaba demasiado ocupado abrumándola con su potente sexualidad para darse cuenta de eso? ¿No se daba cuenta de que lo que probablemente era solo un juego para él significaba mucho más para alguien como ella, que no tenía un círculo de amigos como el suyo ni riqueza en la que apoyarse?


Sus ojos se llenaron de lágrimas y pensó si serían fruto de la autocompasión. Porque, si lo eran, tendrían que secarse rápidamente. Se frotó los ojos con el dorso de la mano y se dijo con fiereza que debía alegrarse de ser lo bastante fuerte para resistirse a alguien que nunca podría ser otra cosa que una aventura de una noche.


Pero cuando se volvió para ir a su casita, vio a un hombre que caminaba hacia ella, un hombre que reconoció al instante a pesar de la distancia. 


¿Cómo no reconocerlo cuando su imagen estaba marcada a fuego en su mente? Su figura transmitía fuerza cuando andaba y el brillo de la luz de la luna en sus ojos y la palidez de su camisa de seda capturaban la imaginación de ella. Sintió que le cosquilleaba la piel con una excitación instintiva, que fue seguida rápidamente de desasosiego. Había intentado hacer lo correcto. Había hecho todo lo que estaba en su mano por alejarse de él. ¿Por qué demonios tenía que estar allí?


Pedro –dijo con firmeza–. ¿Qué haces aquí?


-Estaba preocupado por ti. Te has marchado bruscamente de la cena y he visto que tomabas el camino de tu casita, pero no se encendía ninguna luz.


–¿Me has espiado?


–No. Soy tu jefe –la voz de él sonaba profunda por encima del suave lamer de las olas–. Estaba preocupado por ti.


Sus ojos se encontraron.


–¿De verdad? –preguntó ella.


Hubo una pausa.


–Sí. No –negó él, y su voz se volvió dura de pronto–. En realidad, no lo sé. No sé qué demonios es esto. Solo sé que no puedo dejar de pensar en ti.




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