martes, 7 de mayo de 2019

TRAICIÓN: CAPITULO 13




–¿Quieres llevar el café, Paula? –preguntó Demetra, señalando la bandeja cargada.


–Por supuesto –repuso la joven–. ¿Pongo algunas galletitas de limón en un plato?


–Muy bien.


Paula comprobó automáticamente que llevaba todo lo necesario y sacó la bandeja a la terraza. 


Era un viaje más hasta la mesa colocada al lado de la enorme piscina, donde Pedro terminaba un almuerzo largo con sus glamurosos invitados.


Se mordió el labio inferior. Había hecho todo lo posible por apartarlo de su mente, por evitarlo siempre que podía y concentrarse en sus tareas, decidida a hacer un trabajo del que pudiera enorgullecerse. Quería borrar la impresión negativa que él tenía de ella y mostrarle que podía ser sincera, trabajadora y decente. Estaba igualmente decidida a no suscitar las sospechas de la gente con la que trabajaba. Le gustaban Demetra y Stelios y le gustaban también los empleados extra que habían contratado en el pueblo cercano para ayudar con la fiesta. No quería que pensaran que tenía algo con el jefe. Quería que la vieran como a una inglesa servicial que estaba dispuesta a cumplir con su parte del trabajo.


El sol brillaba con fuerza cuando sacó el café fuera, adonde estaban los cinco sentados con los restos de la comida que les había servido. 


Xenon, Megan, Santino, Rachel y Pedro. Se los habían presentado el día anterior y todos parecían del mundo de la jet set con el que ella ya no se relacionaba. Había olvidado esa vida en la que las mujeres se cambiaban de ropa cuatro veces al día y gastaban más en un sombrero de paja que Paula en todo su guardarropa de verano. Se mostraba tan educada y humilde como requería su posición, pero sabía bien que, como empleada, resultaba prácticamente invisible. Rachel era la única que la trataba como a una persona real y siempre se esforzaba por conservar algo cuando se veían.


Las largas piernas bronceadas de Rachel estaban extendidas ante sí y sonrió cuando vio que Paula se acercaba con la cafetera de plata brillando al sol.


–¡Oh, qué rico! Me encanta este café griego tan espeso y tan dulce –dijo. Tomó una tacita de la bandeja–. Gracias, Paula. ¿Es posible tomar más agua con gas? Hoy hace mucho calor. Debes de estar asada con ese uniforme –observó con el ceño fruncido–. ¿Pedro te permite refrescarte en la piscina o es demasiado estirado para eso?


–Oh, Paula sabe que puede utilizar todo lo que hay aquí cuando no está trabajando –murmuró Pedro–. Pero decide no aprovechar esa ventaja, ¿no es así, Paula?


Todos la miraron y Paula fue muy consciente de que tanto Rachel como Megan llevaban caftanes de gasa encima de biquinis minúsculos y ella llevaba un uniforme que hacía que se sintiera demasiado vestida y le daba calor. Todos los empleados de Pedro llevaban uniforme, pero el de ella resaltaba su figura y eso no le gustaba. 


Era lo único que había heredado de su madre sobre lo que no podía hacer nada. Porque, por mucho que intentara disfrazar su figura con ropa amplia, su pecho siempre parecía demasiado grande y la curva de sus caderas demasiado ancha, y el uniforme se pegaba precisamente donde ella no quería que se pegara.


–Tengo un océano enorme en la puerta de mi casa si me apetece nadar –repuso–. Pero cuando no estoy trabajando, casi siempre estoy delante del ordenador.


Como vio que la miraban con aire interrogante, se sintió obligada a dar algún tipo de explicación.


–Estudio Empresariales –añadió.


–Eso es muy admirable por tu parte, pero tienes que tomarte tiempo libre alguna vez –Rachel miró a Pedro–. ¿Tú no has dicho que Barbara no vendrá este fin de semana?


–No va a venir, no –repuso Pedro.


–¿O sea que habrá una mujer menos en la mesa? –insistió Rachel.


–Oh, estoy seguro de que podrás lidiar con eso –intervino Santino–. ¿Desde cuándo te preocupa que no seamos pares, querida? Siempre parece que tienes conversación de sobra para compensar por los huéspedes ausentes.


–Eso es cierto –Rachel sonrió–. ¿Pero por qué no se une Paula?


Pedro se quitó las gafas de sol y lanzó una mirada insondable a Paula.


–Sí –dijo con suavidad–. ¿Por qué no cenas luego con nosotros?


Paula negó con la cabeza.


–No, de verdad. No puedo.


–¿Por qué no? Te doy permiso para tomarte la noche libre. De hecho, considéralo una orden –la sonrisa de Pedro era dura y decidida–. Estoy seguro de que tenemos empleados suficientes para que no te echemos de menos como camarera.


–Es usted… muy… amable, pero… –Paula dejó la última de las tazas de café en la mesa con dedos temblorosos–. No tengo nada apropiado que ponerme.


Había hecho mal en decir aquello. ¿Por qué no se había limitado a negarse con firmeza?


–No te preocupes. Creo que tenemos la misma talla –dijo Megan–. Te puedo prestar algo. Di que sí. Has trabajado tanto que te mereces un descanso. Y para mí será un placer prestarte algo.


Las dos invitadas se mostraban tan empeñadas en hacerle cambiar de idea, que Paula empezaba a molestarse. Sabía que solo pretendían ser amables, pero ella no quería su amabilidad. Le parecía condescendencia y, peor aún, hacía que se sintiera vulnerable. Pensaban que le hacían un regalo, pero en realidad la empujaban hacia Pedro y ella no quería eso. 


Pero no podía decirles la razón de su negativa. 


No podía confesar que le preocupaba la posibilidad de acabar en la cama con su jefe. Y en último extremo, era inútil resistirse porque eran cinco contra uno y no había modo de librarse.




TRAICIÓN: CAPITULO 12




Ella lo volvía loco.


Loco.


Pedro tragó aire con fuerza y se hundió en las aguas oscuras de un mar que empezaba a brillar por efecto del sol que subía por el horizonte. Era demasiado temprano para que hubiera alguien más por allí. Los empleados no se habían levantado aún y las contraventanas de la casita de Paula estaban cerradas. Y eso era una buena metáfora de lo que ocurría entre ellos. Para ser un hombre tan seguro de su poder sexual sobre las mujeres, y con buenas razones, las cosas con Paula Chaves no habían salido según lo acordado.


Nadó un rato bajo la superficie del agua, tratando de librar a su cuerpo de una parte de la energía nerviosa que se había ido acumulando en su interior, pero aquello era más fácil decirlo que hacerlo. Dormía mal, con imágenes de Paula atormentando sus sueños eróticos y frustrantes. Porque descubría con incredulidad que ella había hablado en serio y, a pesar de la química sexual que chisporroteaba potente entre ellos, lo mantenía a distancia. Pedro al principio había pensado que ese comportamiento formaba parte de un juego destinado a tenerlo en ascuas. Pero ella no había relajado su actitud hacia él. La relación entre ellos seguía un camino formal y muy poco satisfactorio.


Paula le preguntaba amablemente si quería café o pan o agua o lo que fuera. Mantenía la vista baja siempre que se cruzaban sus caminos. Y aunque le había dicho muchas veces que podía tutearlo en público, ella había hecho oídos sordos. Aquella mujer era un enigma. ¿De verdad era inmune a las miradas de admiración que le habían lanzado sus abogados de Atenas cuando habían llegado a Lasia para el almuerzo, o era una actriz muy lista que conocía bien el poder de su belleza? Actuaba como si estuviera hecha de mármol, cuando él sabía de cierto que, debajo de aquel exterior frío, latía un corazón apasionado.


Pedro había creído que ella sucumbiría pronto. 


Que el recuerdo del beso que habían compartido el primer día la empujaría a sus brazos a terminar lo que habían empezado.


Porque aquel beso había sido lo más erótico que le había pasado a él en mucho tiempo, pero no había llevado a ninguna parte, y aunque no era un hombre acostumbrado a que le negaran lo que deseaba, eso era lo que ocurría. Se había mostrado algo distante con ella, con intención de indicar su desaprobación de las mujeres que jugaban con los hombres, pensando que así ella entendería que empezaba a perder la paciencia. 


Había imaginado que lo encontraría solo en algún momento, que le bajaría la cremallera de los pantalones y lo tocaría donde ansiaba que lo tocaran. Tragó saliva. Cualquier otra mujer lo habría hecho. Y Paula tenía antecedentes en ese campo. Si todo hubiera ido acorde con su plan, tendría que haberse acostado ya con ella y haber disfrutado varias sesiones de sexo espectacular. De hecho, ya debería haberse aburrido de la adoración inevitable de ella y su único dilema debería ser ya buscar el mejor modo de decirle que se había terminado.


Pero las cosas no habían salido así.


Ella se había volcado en su trabajo con un entusiasmo que lo había sorprendido. 


¿Rellenaba los estantes de los supermercados con la misma pasión? Demetra le había comunicado que era una alegría tener a la joven inglesa en la cocina y en la casa. ¿Una alegría? 


Hasta el momento, él había visto pocas muestras de eso.


¿La actitud fría de ella estaba destinada a avivar su apetito sexual? Porque, si era así, funcionaba. A Pedro le subía la presión arterial cada vez que ella salía a la terraza con su uniforme blanco. El vestido blando de algodón le daba un aire de pureza y su cabello rubio iba recogido en un moño serio, que le hacía parecer la sirvienta perfecta. Pero el brillo del fuego en sus ojos verdes cada vez que se veía obligada a mirarlo a los ojos era inconfundible, como si lo retara a volver a acercarse a ella.


Pedro empezó a nadar con fuerza hacia la orilla. 


Ya salía el sol y era hora de afrontar un nuevo día y hacer de anfitrión. Habían llegado cuatro invitados, pero Barbara Saunders ya no estaba en la lista. La había llamado un par de días atrás para pedirle que aplazara la visita y ella había aceptado. Por supuesto que sí. Las mujeres siempre lo hacían. Echó a andar por la arena con una punzada de anticipación. Quizá era hora de que Paula Chaves entendiera que era inútil resistirse a lo inevitable.





lunes, 6 de mayo de 2019

TRAICIÓN: CAPITULO 11




No significaba nada. Ella no significaba nada. 


¿Acaso no había dejado Pedro eso muy claro? 


Y para alguien como ella, que ya tenía poca autoestima, sería una locura hacer algo así.


–¡No! –Se apartó y retrocedió un par de pasos–. ¿Qué demonios te crees que haces para echarte sobre mí de ese modo?


Él soltó una risita teñida de frustración.


–Oh, por favor –gruñó–. Por favor, no insultes mi inteligencia. Tú estabas caliente y deseosa. Querías que te besara y yo he cumplido tu deseo encantado.


–Yo no quería –replicó ella.


–Oh, Paula, ¿por qué negar la verdad? Eso no está bien. Yo valoro mucho la sinceridad en mis empleados.


–Y seguro que cruzar límites físicos con tus empleados es un comportamiento inaceptable en cualquier jefe. ¿Te has parado a considerar eso?


–Quizá si dejaras de mirarme de un modo tan invitador, yo podría dejar de responder como un hombre en lugar de como un jefe.


–¡Yo no hago eso! –exclamó ella con indignación.


–¿Seguro? No te mientas a ti misma.


Paula se mordió el labio. ¿Lo había mirado de un modo invitador? El corazón le latió con fuerza. Claro que sí. Y si era totalmente sincera, ¿acaso no había querido que la besara desde que lo había visto de pie en la ventana de su mansión de cristal, con su poderoso físico dominándolo todo a su alrededor? Y ella no podía permitirse sentir eso. Estaba allí para ganar un dinero que la ayudara a cuidar de su madre, no para enredarse con un machista como Pedro y que le rompieran el corazón en el proceso.


Respiró hondo y se esforzó por intentar parecer que estaba en control de sus emociones.


–No puedo negar que hay una atracción entre nosotros –dijo–, pero eso no significa que vayamos a hacer algo con ella. No solo porque seas mi jefe y no es lo más apropiado, también porque ni siquiera nos caemos bien el uno al otro.


–¿Y qué tiene que ver eso con esto?


–¿Lo dices en serio?


–Muy en serio –él se encogió de hombros–. En mi experiencia, un poco de hostilidad siempre añade un toque picante. ¿Tu mamá no te ha enseñado eso?


El insulto implícito hizo que Paula quisiera pegarle y decirle que se guardara sus opiniones para sí porque no sabía lo que decía. Pero no se arriesgó a acercarse a él porque tocarlo era desearlo y no podía permitirse volver a colocarse en esa posición. Él le había pedido sinceridad, ¿no? Pues se la daría.


–No tengo intención de acercarme a ti, Pedro. Principalmente porque no eres el tipo de hombre que me gusta –dijo despacio–. He venido aquí para ganar dinero y eso es lo único que pienso hacer. Trabajaré duro y me mantendré alejada de ti todo lo posible. No tengo intención de volver a colocarme en una posición de vulnerabilidad.


Forzó una sonrisa y habló como lo haría una humilde empleada.


–Así que, si me disculpas, voy a ver si Demetra quiere que haga algo en la cocina.




TRAICIÓN: CAPITULO 10



Paula pensó con rabia que era tan mandón que resultaba ridículo. ¿No se daba cuenta de lo anticuado que sonaba cuando hablaba así? 


Pero aunque no le gustaba su actitud, no podía negar el efecto que tenía en ella. Era como si su cuerpo hubiera sido programado para responder al dominio masculino de él y no pudiera hacer nada para evitarlo. Cerró la puerta de la casita y lo siguió por la playa hacia la casa grande.


–¿Hay algo que quieras preguntar? –preguntó él por el camino.


Había un millón de cosas. Quería saber por qué seguía soltero con treinta y cinco años cuando era uno de los mejores partidos del mundo. 


Quería saber por qué era tan duro, frío y orgulloso. Quería saber si reía alguna vez y, en caso afirmativo, qué le hacía reír. Pero reprimió todas esas preguntas porque no tenía derecho a hacerlas.


–Sí –dijo–. ¿Por qué derribaste la otra casa?


Pedro sintió que le latía el pulso en la sien. ¡Qué irónico que ella hubiera elegido un tema que todavía le hacía sentirse incómodo! Recordó la incredulidad de todos cuando había dicho que iba a demoler una casa que tenía mucha historia. La gente había creído que obraba llevado por la pena de la muerte de su padre. 


Pero no había tenido nada que ver con eso. 


Para él había sido un renacimiento necesario. 


¿Debía decirle que le habría gustado borrar el pasado junto con aquellos muros que caían? ¿Que había querido olvidar la casa en la que su madre había jugado con él hasta el día en que se había marchado, dejándolos a Pablo y a él al cuidado de su padre? ¿Que quería olvidar también las fiestas y el apestoso olor a marihuana y a las mujeres que llegaban desde toda Europa para entretener a su padre y a los hastiados amigos de su padre? ¿Por qué le iba a decir eso a Paula Chaves si su madre y ella habían sido ese tipo de mujeres?


–Nueva era –repuso con una sonrisa de dureza–. Cuando murió mi padre, decidí que tenía que hacer algunos cambios. Dejar mi marca aquí.


Ella miró la ancha estructura de cristal.


–Pues, desde luego, lo has hecho.


Pedro sintió placer por el cumplido. Y no pudo evitar pensar cuánto le gustaría oír aquella voz suave susurrándole cosas muy distintas al oído. 


Se preguntó si sería una de aquellas mujeres que hablaban durante el sexo. ¿O guardaba silencio hasta que llegaba al orgasmo y daba respingos de placer en el oído del hombre? 


Curvó los labios en una sonrisa. Estaba deseando averiguarlo.


Le hizo señas de que caminara delante, aunque el movimiento oscilante del trasero femenino hacía que le resultara difícil concentrarse en la gira. Le mostró la cancha de tenis, el gimnasio, su despacho y dos salas de recepción, pero optó por no llevarla arriba, a los siete dormitorios con baño incorporado ni, por supuesto, a su suite. 


Demetra le enseñaría todo eso más tarde.


Al final la llevó a la sala de estar principal, que era el punto central de la casa, y observó atentamente su reacción cuando vio las vistas al mar que dominaban tres de las enormes paredes de cristal. Ella permaneció un momento inmóvil. No pareció fijarse en los carísimos huevos de Fabergé que había en una de las mesitas bajas, ni en la rara escultura de Lysippos que había comprado él en una casa de subastas en Nueva York y que había establecido su reputación de conocedor de arte.


–Guau –dijo ella–. ¿A quién se le ocurrió esto?


–Pedí al arquitecto que me diseñara algo que realzara las vistas y que hiciera que cada estancia fluyera hacia la siguiente –dijo él–. Quería luz y espacio por todas partes, para que, cuando esté trabajando, no parezca que estoy en la oficina.


–No imagino ninguna oficina así. Es… Bueno, es el lugar más impresionante que he visto –se volvió hacia él–. El negocio familiar debe de marchar bien.


–Muy bien –repuso él.


–¿Seguís construyendo barcos?


Él enarcó las cejas.


–¿Mi hermano no te lo dijo?


–No, no me lo dijo. Casi no tuvimos tiempo de saludarnos antes de que te lo llevaras.


–Sí, seguimos construyendo barcos –contestó él–. Pero también hacemos vinos y aceite de oliva en el otro lado de la isla, que, sorprendentemente, han tenido mucho éxito en lugares de todo tipo. Hoy en día la gente valora los productos orgánicos y los productos Alfonso están en las listas de la compra de la mayoría de los grandes chefs mundiales.


Enarcó las cejas.


–¿Hay algo más que quieras saber?


Ella se frotó las manos en los pantalones cortos.


–En Inglaterra dijiste que esperabas invitados este fin de semana.


–Así es. Dos de mis abogados llegarán mañana desde Atenas a la hora del almuerzo y hay cinco personas que vienen el fin de semana a una fiesta.


–¿Y son griegos?


–Internacionales –gruñó él–. ¿Quieres saber quiénes son?


–¿No es de buena educación saber los nombres de la gente por adelantado?


–¿Y útil para intentar descubrir cuánto dinero tienen? –preguntó él–. Viene Santino di Piero, el magnate inmobiliario italiano, con su novia Rachel. También viene un amigo mío de hace tiempo, Xenon Diakos, que por alguna razón ha decidido traer a su secretaria. Creo que se llama Megan.


–Son cuatro –dijo ella, decidida a no reaccionar a los comentarios desagradables de él.


–Y la última invitada es Barbara Saunders –comentó él.


–Su nombre me resulta familiar –Paula vaciló–. Es la mujer a la que llevaste a la exposición de fotografía, ¿verdad?


–¿Importa eso, Paula? –preguntó él–. ¿Crees que es asunto tuyo?


Ella negó con la cabeza. No sabía por qué había mencionado aquello y, después de hacerlo, se sentía estúpida y vulnerable. Avergonzada por su curiosidad y enfadada por los celos que le enrojecían la piel, se acercó a la ventana y miró fuera sin ver. ¿Tendría que estar días viendo cómo se besaba Pedro con una mujer hermosa? ¿Verlos juguetear en la piscina o besarse en la playa a la luz de la luna? ¿Tendría que cambiar sus sábanas por la mañana y ver por sí misma las pruebas de su pasión compartida? Sintió un escalofrío de repulsa y rezó para que no se notara. ¿Y qué si tenía que lidiar con todo eso? 


Ella no era nada de Pedro y, si olvidaba eso, iba a tener un mes muy difícil por delante.


–Por supuesto que no es asunto mío –respondió–. No pretendía…


–¿No pretendías qué? ¿Descubrir si tengo novia? ¿Averiguar si estoy disponible? No te preocupes. Estoy habituado a que las mujeres hagan eso.


Paula se esforzó por decir algo convencional. 


Algún comentario ingenioso que pudiera disolver la tensión súbita que se había instalado entre ellos. Por actuar como si no le importara o reñirlo por su arrogancia. Pero él estaba tan cerca, que ella no podía pensar y, además, no se sentía capaz de hablar con convicción. Como no parecía capaz de prevenir que él le hiciera sentirse como si su cuerpo ya no le perteneciera y respondiera silenciosamente a cosas con las que ella solo había soñado.


Alzó la vista al rostro de él y descubrió que sus ojos se habían vuelto neblinosos y fue como si él leyera sus pensamientos, porque de pronto levantó la mano, la posó en la cara de ella y sonrió. No era una sonrisa especialmente agradable, pero la sensación de su contacto aceleró los sentidos de Paula. Él acarició con el pulgar el labio inferior, que empezó a temblar de un modo incontrolable. Eso era lo único que hacía y, sin embargo, lograba que ella quisiera derretirse. La excitaba más a cada segundo que pasaba y seguramente se notaba. Sus pezones se habían endurecido y un dolorcillo húmedo cubría su bajo vientre.


¿Él se daba cuenta de eso? ¿Por eso la atraía hacia sí? La abrazaba como si tuviera algún derecho a hacerlo. La miraba con ojos ardientes y ella sentía la suavidad de su cuerpo moldeándose perfectamente con la dureza del de él.


Pedro la besó en los labios y Paula se estremeció porque aquel beso no se parecía a ningún otro. Era como todas las fantasías que había tenido ella. ¿Y no era cierto que sus fantasías siempre estaban relacionadas con él? 


La besó lentamente y luego la besó con fuerza.


La besó hasta que ella se retorció, hasta que creyó que iba a gritar de placer. Sentía la oleada de calor y el clamor de la frustración y quería entregarse a esa sensación. Echarle los brazos al cuello y dejarse llevar por el deseo. Susurrarle al oído que hiciera lo que quisiera. Lo que quería ella. Lograr que apaciguara aquel dolor terrible en su interior, como sospechaba que solo él podía hacerlo.


¿Y luego qué? ¿Dejar que la llevara a su cama aunque sabía cuánto la despreciaba? ¿Aunque Barbara Saunders llegara dos días después? 


Porque aquella gente funcionaba así. Ella había visto por sí misma el mundo en el que vivía él. 


Lo que se conseguía fácil, se abandonaba fácil.




TRAICIÓN: CAPITULO 9




Mientras ella lo miraba con sus ojos verdes brillantes como los de un gato, Pedro pensó su respuesta. Si le hubiera importado ella, tendría que decirle que sí, que debería haberse quedado fuera de su isla y de la órbita de un hombre como él. Pero la cuestión era que ella no le importaba. Era una mercancía. Una mujer a la que tenía intención de seducir y terminar lo que había empezado tantos años atrás. ¿Por qué ponerla en guardia contra algo que les iba a producir mucho placer a ambos?


Miró su cabello, espeso y claro, que le colgaba en una trenza retorcida sobre un hombro, y se preguntó por qué le resultaba tan difícil apartar la vista de ella. Había conocido mujeres más hermosas. Desde luego, había conocido mujeres más apropiadas que una chica que se dejaba conquistar por dinero. Pero saber eso no disminuía el impacto que le producía ella. Sus pechos exuberantes presionaban una camiseta del color de los limones que reían en las colinas detrás de la casa y unos pantalones cortos de algodón rozaban sus caderas y piernas bien formadas. Se había puesto unas chanclas brillantes y daba una imagen despreocupada y joven, como si no hubiera hecho el más mínimo esfuerzo para impresionarlo con su aspecto, y lo inesperado de eso hacía que la deseara todavía más.


–No, creo que estás en el lugar adecuado –contestó–. Vamos a la casa y te la enseño. Verás que las cosas han cambiado bastante desde la última vez que estuviste aquí.


–No tienes por qué hacer eso –repuso ella–. Demetra se ha ofrecido ya.


–Pero ahora te lo ofrezco yo.


Ella inclinó la cabeza a un lado.


–¿No sería más apropiado que eso lo hiciera otro empleado? Seguro que hay muchas otras cosas que prefieres hacer. ¡Un hombre tan ocupado como tú, con un gran imperio que dirigir!


–Me da igual que sea o no apropiado, Paula. Soy un jefe muy activo.


–Y lo que tú dices va a misa, ¿verdad?


–Exactamente. ¿Por qué no lo aceptas y haces lo que digo?




domingo, 5 de mayo de 2019

TRAICIÓN: CAPITULO 8




Lasia era tan hermosa como Paula la recordaba. Miró por la ventanilla del coche el cielo azul sin nubes y se dijo que no pensaría en el pasado. Había ido allí a trabajar para Pedro Alfonso y ganar dinero para su pobre madre arruinada. Fijó la vista en la línea azul oscuro del horizonte y se dijo que tenía que buscar lo positivo, no lo negativo.


Al bajar del avión en la única pista de aterrizaje de Lasia, la esperaba un coche de lujo. Durante el vuelo, se había preguntado si la recordaría alguno de los empleados, pero, por suerte, el chófer era nuevo para ella y se llamaba Stelios.


Parecía satisfecho de guardar silencio y Paula no dijo nada mientras el potente automóvil se abría paso por las carreteras de montaña hacia el complejo de edificios del otro lado de la isla. 


Pero, aunque tranquila por fuera, temblaba por dentro por muchos motivos. Para empezar, había perdido su empleo en el supermercado. El dueño había reaccionado con incredulidad cuando le había pedido un mes de vacaciones sin paga y le había dicho que debía de estar loca si esperaba eso. Le había dicho que estaba en el trabajo equivocado. Pero eso Paula ya lo sabía porque, por mucho que se esforzara, nunca encajaba, ni allí ni en ninguna parte. Y desde luego, tampoco en aquella isla privada que exudaba riqueza y privilegios. Donde yates de lujo se balanceaban en el mar azul con el mismo descuido que si fueran juguetes de bebé en una bañera. Se inclinó hacia delante para ver bien cuando el automóvil dobló un recodo e inició el descenso hacia el complejo que había visto por última vez a los dieciocho años y parpadeó sorprendida porque todo parecía muy distinto.


Bahía Assimenos no. Eso no había cambiado. 


La cala natural, con su arena plateada, era tan espectacular como siempre, pero la mansión de la playa ya no existía y en su lugar se levantaba un edificio imponente, que parecía formado principalmente por cristal. Moderno y magnífico, sus paredes transparentes y ventanas curvas reflejaban los distintos tonos del mar y el cielo, de tal modo que la primera impresión de Paula fue que todo era muy azul.


«Tan azul como los ojos de Pedro», pensó. Y se apresuró a recordar que no estaba allí para fantasear con él.


Y entonces, como si lo hubiera conjurado con la imaginación, vio al magnate griego de pie en una de las amplias ventanas del primer piso de la casa. La observaba inmóvil como una estatua. 


Paula se estremeció, porque, a pesar de la distancia, él lo dominaba todo. Aunque estaba rodeada de tanta belleza natural, le costó un gran esfuerzo dejar de mirarlo. ¿Acaso no había aprendido del pasado? Tenía que conseguir permanecer inmune a él y a su carisma. Tenía que probar que ya no lo deseaba porque no le gustaban los multimillonarios crueles que la trataban sin ningún respeto.


El coche se detuvo y Stelios abrió la puerta y Paula salió al patio bañado por el sol. El aire olía a limones, a pino y a mar.


–Ahí está Demetra –dijo Stelios.


Una mujer madura con un uniforme blanco se acercaba a ellos.


–Es la cocinera –explicó el chófer–, pero básicamente está al cargo de la casa. Hasta Pedro la escucha cuando habla. Te mostrará tu habitación. Tienes mucha suerte de quedarte aquí –observó–. Todos los demás empleados viven en el pueblo.


–Gracias –Paula lo miró sorprendida–. Hablas un inglés perfecto.


–Viví un tiempo en Londres. Era taxista –Stelios sonrió–. Aunque al jefe no le gusta que lo diga mucho.


No, seguro que no. Paula estaba segura de que un maniático del control como Pedro preferiría un chófer silencioso. Alguien que pudiera oír las conversaciones de sus huéspedes de habla inglesa en caso de necesidad. Pero captó el afecto con que el chófer hablaba de su jefe y se preguntó qué habría hecho este para merecerlo, aparte de haber nacido rico.


Sonrió cuando se acercó la cocinera, pues sabía que era importante sentirse aceptada por las personas con las que iba a trabajar y demostrar que no la asustaba el trabajo duro.


–Kalispera, Demetra –dijo. Le tendió la mano–. Soy Paula Chaves.


–Kalispera –repuso la cocinera, que parecía complacida–. ¿Hablas griego?


–Muy poco. Solo un par de frases. Pero me encantaría aprender más. ¿Tú hablas inglés?


–Sí. Al señor Alfonso le gusta que todos sus empleados hablen inglés –dijo Demetra con una sonrisa–. Nos ayudamos unos a otros. Ven. Te mostraré tu casa.


Paula la siguió por un sendero estrecho de arena que llevaba directamente a la playa, hasta que llegaron a una casita pintada de blanco. Oía las olas chocando en la playa y veía el brillo del sol en el agua, pero, incluso rodeada por tanta belleza, solo podía recordar el escándalo y el caos. Porque había sido cerca de allí donde Pedro la había tomado en sus brazos, solo para rechazarla poco después. Cerró los ojos. ¿Cómo podía ser tan vivo el recuerdo de algo que había pasado tanto tiempo atrás?


–¿Te gusta? –preguntó Demetra, que seguramente interpretaba mal su silencio.


–Oh, sí. Es preciosa –se apresuró a contestar Paula.


Demetra sonrió.


–Toda Lasia es preciosa. Ven a la casa cuando estés lista y te lo enseñaré todo.


Cuando se quedó sola, Paula entró en la casita, dejando la puerta abierta para oír las olas mientras exploraba su nuevo hogar.


No tardó mucho en hacerlo. La casa, aunque pequeña y compacta, era más grande que su hogar en Londres. Había una sala de estar y una cocina pequeña abajo, y un dormitorio y un cuarto de baño arriba. Este último era bastante sofisticado, y toda la casa era sencilla y limpia, con paredes blancas y desprovistas de decoración. Y la luz que entraba en todas las estancias era increíble. Brillante y clara, acompañada por el reflejo danzarín de las olas. 


¿Quién necesitaba cuadros en las paredes si tenía eso?


Deshizo el equipaje, se duchó y se puso pantalones cortos y una camiseta. Se disponía a bajar cuando vio que Pedro caminaba hacia la casita y no pudo evitar que el corazón le latiera con fuerza.


Quería volverse. Cerrar los ojos e ignorarlo, pero también quería mirarlo. Ver el modo en que contrastaba la camiseta con la piel verde oliva. 


Ver la estrecha franja de piel que aparecía encima de la cintura de los vaqueros. Porque aquel era el Pedro que recordaba, no el del traje sofisticado que parecía constreñirlo, sino el que daba la impresión de que acabara de terminar de trabajar en uno de sus barcos de pesca.


Era el macho más alfa que había visto, pero era fundamental que no supiera que ella pensaba así. Tendría que mostrarse indiferente con él, no dejar entrever lo que sentía. Tenía que fingir que él era como cualquier otro hombre, aunque no lo era. Porque ningún otro hombre le había hecho sentir aquello. Respiró hondo. Lo más importante que debía recordar era que él no le gustaba como persona.


–Aquí estás –observó él.


–Aquí estoy –ella tiró de su camiseta hacia abajo–. Pareces sorprendido.


–Puede que lo esté. Pensaba que podías cambiar de idea en el último momento y no molestarte en venir.


–¿Debería haberlo hecho? –ella le lanzó una mirada interrogante–. ¿Habría sido más inteligente rechazar tu generosa oferta y seguir con mi vida?