domingo, 5 de mayo de 2019

TRAICIÓN: CAPITULO 8




Lasia era tan hermosa como Paula la recordaba. Miró por la ventanilla del coche el cielo azul sin nubes y se dijo que no pensaría en el pasado. Había ido allí a trabajar para Pedro Alfonso y ganar dinero para su pobre madre arruinada. Fijó la vista en la línea azul oscuro del horizonte y se dijo que tenía que buscar lo positivo, no lo negativo.


Al bajar del avión en la única pista de aterrizaje de Lasia, la esperaba un coche de lujo. Durante el vuelo, se había preguntado si la recordaría alguno de los empleados, pero, por suerte, el chófer era nuevo para ella y se llamaba Stelios.


Parecía satisfecho de guardar silencio y Paula no dijo nada mientras el potente automóvil se abría paso por las carreteras de montaña hacia el complejo de edificios del otro lado de la isla. 


Pero, aunque tranquila por fuera, temblaba por dentro por muchos motivos. Para empezar, había perdido su empleo en el supermercado. El dueño había reaccionado con incredulidad cuando le había pedido un mes de vacaciones sin paga y le había dicho que debía de estar loca si esperaba eso. Le había dicho que estaba en el trabajo equivocado. Pero eso Paula ya lo sabía porque, por mucho que se esforzara, nunca encajaba, ni allí ni en ninguna parte. Y desde luego, tampoco en aquella isla privada que exudaba riqueza y privilegios. Donde yates de lujo se balanceaban en el mar azul con el mismo descuido que si fueran juguetes de bebé en una bañera. Se inclinó hacia delante para ver bien cuando el automóvil dobló un recodo e inició el descenso hacia el complejo que había visto por última vez a los dieciocho años y parpadeó sorprendida porque todo parecía muy distinto.


Bahía Assimenos no. Eso no había cambiado. 


La cala natural, con su arena plateada, era tan espectacular como siempre, pero la mansión de la playa ya no existía y en su lugar se levantaba un edificio imponente, que parecía formado principalmente por cristal. Moderno y magnífico, sus paredes transparentes y ventanas curvas reflejaban los distintos tonos del mar y el cielo, de tal modo que la primera impresión de Paula fue que todo era muy azul.


«Tan azul como los ojos de Pedro», pensó. Y se apresuró a recordar que no estaba allí para fantasear con él.


Y entonces, como si lo hubiera conjurado con la imaginación, vio al magnate griego de pie en una de las amplias ventanas del primer piso de la casa. La observaba inmóvil como una estatua. 


Paula se estremeció, porque, a pesar de la distancia, él lo dominaba todo. Aunque estaba rodeada de tanta belleza natural, le costó un gran esfuerzo dejar de mirarlo. ¿Acaso no había aprendido del pasado? Tenía que conseguir permanecer inmune a él y a su carisma. Tenía que probar que ya no lo deseaba porque no le gustaban los multimillonarios crueles que la trataban sin ningún respeto.


El coche se detuvo y Stelios abrió la puerta y Paula salió al patio bañado por el sol. El aire olía a limones, a pino y a mar.


–Ahí está Demetra –dijo Stelios.


Una mujer madura con un uniforme blanco se acercaba a ellos.


–Es la cocinera –explicó el chófer–, pero básicamente está al cargo de la casa. Hasta Pedro la escucha cuando habla. Te mostrará tu habitación. Tienes mucha suerte de quedarte aquí –observó–. Todos los demás empleados viven en el pueblo.


–Gracias –Paula lo miró sorprendida–. Hablas un inglés perfecto.


–Viví un tiempo en Londres. Era taxista –Stelios sonrió–. Aunque al jefe no le gusta que lo diga mucho.


No, seguro que no. Paula estaba segura de que un maniático del control como Pedro preferiría un chófer silencioso. Alguien que pudiera oír las conversaciones de sus huéspedes de habla inglesa en caso de necesidad. Pero captó el afecto con que el chófer hablaba de su jefe y se preguntó qué habría hecho este para merecerlo, aparte de haber nacido rico.


Sonrió cuando se acercó la cocinera, pues sabía que era importante sentirse aceptada por las personas con las que iba a trabajar y demostrar que no la asustaba el trabajo duro.


–Kalispera, Demetra –dijo. Le tendió la mano–. Soy Paula Chaves.


–Kalispera –repuso la cocinera, que parecía complacida–. ¿Hablas griego?


–Muy poco. Solo un par de frases. Pero me encantaría aprender más. ¿Tú hablas inglés?


–Sí. Al señor Alfonso le gusta que todos sus empleados hablen inglés –dijo Demetra con una sonrisa–. Nos ayudamos unos a otros. Ven. Te mostraré tu casa.


Paula la siguió por un sendero estrecho de arena que llevaba directamente a la playa, hasta que llegaron a una casita pintada de blanco. Oía las olas chocando en la playa y veía el brillo del sol en el agua, pero, incluso rodeada por tanta belleza, solo podía recordar el escándalo y el caos. Porque había sido cerca de allí donde Pedro la había tomado en sus brazos, solo para rechazarla poco después. Cerró los ojos. ¿Cómo podía ser tan vivo el recuerdo de algo que había pasado tanto tiempo atrás?


–¿Te gusta? –preguntó Demetra, que seguramente interpretaba mal su silencio.


–Oh, sí. Es preciosa –se apresuró a contestar Paula.


Demetra sonrió.


–Toda Lasia es preciosa. Ven a la casa cuando estés lista y te lo enseñaré todo.


Cuando se quedó sola, Paula entró en la casita, dejando la puerta abierta para oír las olas mientras exploraba su nuevo hogar.


No tardó mucho en hacerlo. La casa, aunque pequeña y compacta, era más grande que su hogar en Londres. Había una sala de estar y una cocina pequeña abajo, y un dormitorio y un cuarto de baño arriba. Este último era bastante sofisticado, y toda la casa era sencilla y limpia, con paredes blancas y desprovistas de decoración. Y la luz que entraba en todas las estancias era increíble. Brillante y clara, acompañada por el reflejo danzarín de las olas. 


¿Quién necesitaba cuadros en las paredes si tenía eso?


Deshizo el equipaje, se duchó y se puso pantalones cortos y una camiseta. Se disponía a bajar cuando vio que Pedro caminaba hacia la casita y no pudo evitar que el corazón le latiera con fuerza.


Quería volverse. Cerrar los ojos e ignorarlo, pero también quería mirarlo. Ver el modo en que contrastaba la camiseta con la piel verde oliva. 


Ver la estrecha franja de piel que aparecía encima de la cintura de los vaqueros. Porque aquel era el Pedro que recordaba, no el del traje sofisticado que parecía constreñirlo, sino el que daba la impresión de que acabara de terminar de trabajar en uno de sus barcos de pesca.


Era el macho más alfa que había visto, pero era fundamental que no supiera que ella pensaba así. Tendría que mostrarse indiferente con él, no dejar entrever lo que sentía. Tenía que fingir que él era como cualquier otro hombre, aunque no lo era. Porque ningún otro hombre le había hecho sentir aquello. Respiró hondo. Lo más importante que debía recordar era que él no le gustaba como persona.


–Aquí estás –observó él.


–Aquí estoy –ella tiró de su camiseta hacia abajo–. Pareces sorprendido.


–Puede que lo esté. Pensaba que podías cambiar de idea en el último momento y no molestarte en venir.


–¿Debería haberlo hecho? –ella le lanzó una mirada interrogante–. ¿Habría sido más inteligente rechazar tu generosa oferta y seguir con mi vida?




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