lunes, 6 de mayo de 2019

TRAICIÓN: CAPITULO 10



Paula pensó con rabia que era tan mandón que resultaba ridículo. ¿No se daba cuenta de lo anticuado que sonaba cuando hablaba así? 


Pero aunque no le gustaba su actitud, no podía negar el efecto que tenía en ella. Era como si su cuerpo hubiera sido programado para responder al dominio masculino de él y no pudiera hacer nada para evitarlo. Cerró la puerta de la casita y lo siguió por la playa hacia la casa grande.


–¿Hay algo que quieras preguntar? –preguntó él por el camino.


Había un millón de cosas. Quería saber por qué seguía soltero con treinta y cinco años cuando era uno de los mejores partidos del mundo. 


Quería saber por qué era tan duro, frío y orgulloso. Quería saber si reía alguna vez y, en caso afirmativo, qué le hacía reír. Pero reprimió todas esas preguntas porque no tenía derecho a hacerlas.


–Sí –dijo–. ¿Por qué derribaste la otra casa?


Pedro sintió que le latía el pulso en la sien. ¡Qué irónico que ella hubiera elegido un tema que todavía le hacía sentirse incómodo! Recordó la incredulidad de todos cuando había dicho que iba a demoler una casa que tenía mucha historia. La gente había creído que obraba llevado por la pena de la muerte de su padre. 


Pero no había tenido nada que ver con eso. 


Para él había sido un renacimiento necesario. 


¿Debía decirle que le habría gustado borrar el pasado junto con aquellos muros que caían? ¿Que había querido olvidar la casa en la que su madre había jugado con él hasta el día en que se había marchado, dejándolos a Pablo y a él al cuidado de su padre? ¿Que quería olvidar también las fiestas y el apestoso olor a marihuana y a las mujeres que llegaban desde toda Europa para entretener a su padre y a los hastiados amigos de su padre? ¿Por qué le iba a decir eso a Paula Chaves si su madre y ella habían sido ese tipo de mujeres?


–Nueva era –repuso con una sonrisa de dureza–. Cuando murió mi padre, decidí que tenía que hacer algunos cambios. Dejar mi marca aquí.


Ella miró la ancha estructura de cristal.


–Pues, desde luego, lo has hecho.


Pedro sintió placer por el cumplido. Y no pudo evitar pensar cuánto le gustaría oír aquella voz suave susurrándole cosas muy distintas al oído. 


Se preguntó si sería una de aquellas mujeres que hablaban durante el sexo. ¿O guardaba silencio hasta que llegaba al orgasmo y daba respingos de placer en el oído del hombre? 


Curvó los labios en una sonrisa. Estaba deseando averiguarlo.


Le hizo señas de que caminara delante, aunque el movimiento oscilante del trasero femenino hacía que le resultara difícil concentrarse en la gira. Le mostró la cancha de tenis, el gimnasio, su despacho y dos salas de recepción, pero optó por no llevarla arriba, a los siete dormitorios con baño incorporado ni, por supuesto, a su suite. 


Demetra le enseñaría todo eso más tarde.


Al final la llevó a la sala de estar principal, que era el punto central de la casa, y observó atentamente su reacción cuando vio las vistas al mar que dominaban tres de las enormes paredes de cristal. Ella permaneció un momento inmóvil. No pareció fijarse en los carísimos huevos de Fabergé que había en una de las mesitas bajas, ni en la rara escultura de Lysippos que había comprado él en una casa de subastas en Nueva York y que había establecido su reputación de conocedor de arte.


–Guau –dijo ella–. ¿A quién se le ocurrió esto?


–Pedí al arquitecto que me diseñara algo que realzara las vistas y que hiciera que cada estancia fluyera hacia la siguiente –dijo él–. Quería luz y espacio por todas partes, para que, cuando esté trabajando, no parezca que estoy en la oficina.


–No imagino ninguna oficina así. Es… Bueno, es el lugar más impresionante que he visto –se volvió hacia él–. El negocio familiar debe de marchar bien.


–Muy bien –repuso él.


–¿Seguís construyendo barcos?


Él enarcó las cejas.


–¿Mi hermano no te lo dijo?


–No, no me lo dijo. Casi no tuvimos tiempo de saludarnos antes de que te lo llevaras.


–Sí, seguimos construyendo barcos –contestó él–. Pero también hacemos vinos y aceite de oliva en el otro lado de la isla, que, sorprendentemente, han tenido mucho éxito en lugares de todo tipo. Hoy en día la gente valora los productos orgánicos y los productos Alfonso están en las listas de la compra de la mayoría de los grandes chefs mundiales.


Enarcó las cejas.


–¿Hay algo más que quieras saber?


Ella se frotó las manos en los pantalones cortos.


–En Inglaterra dijiste que esperabas invitados este fin de semana.


–Así es. Dos de mis abogados llegarán mañana desde Atenas a la hora del almuerzo y hay cinco personas que vienen el fin de semana a una fiesta.


–¿Y son griegos?


–Internacionales –gruñó él–. ¿Quieres saber quiénes son?


–¿No es de buena educación saber los nombres de la gente por adelantado?


–¿Y útil para intentar descubrir cuánto dinero tienen? –preguntó él–. Viene Santino di Piero, el magnate inmobiliario italiano, con su novia Rachel. También viene un amigo mío de hace tiempo, Xenon Diakos, que por alguna razón ha decidido traer a su secretaria. Creo que se llama Megan.


–Son cuatro –dijo ella, decidida a no reaccionar a los comentarios desagradables de él.


–Y la última invitada es Barbara Saunders –comentó él.


–Su nombre me resulta familiar –Paula vaciló–. Es la mujer a la que llevaste a la exposición de fotografía, ¿verdad?


–¿Importa eso, Paula? –preguntó él–. ¿Crees que es asunto tuyo?


Ella negó con la cabeza. No sabía por qué había mencionado aquello y, después de hacerlo, se sentía estúpida y vulnerable. Avergonzada por su curiosidad y enfadada por los celos que le enrojecían la piel, se acercó a la ventana y miró fuera sin ver. ¿Tendría que estar días viendo cómo se besaba Pedro con una mujer hermosa? ¿Verlos juguetear en la piscina o besarse en la playa a la luz de la luna? ¿Tendría que cambiar sus sábanas por la mañana y ver por sí misma las pruebas de su pasión compartida? Sintió un escalofrío de repulsa y rezó para que no se notara. ¿Y qué si tenía que lidiar con todo eso? 


Ella no era nada de Pedro y, si olvidaba eso, iba a tener un mes muy difícil por delante.


–Por supuesto que no es asunto mío –respondió–. No pretendía…


–¿No pretendías qué? ¿Descubrir si tengo novia? ¿Averiguar si estoy disponible? No te preocupes. Estoy habituado a que las mujeres hagan eso.


Paula se esforzó por decir algo convencional. 


Algún comentario ingenioso que pudiera disolver la tensión súbita que se había instalado entre ellos. Por actuar como si no le importara o reñirlo por su arrogancia. Pero él estaba tan cerca, que ella no podía pensar y, además, no se sentía capaz de hablar con convicción. Como no parecía capaz de prevenir que él le hiciera sentirse como si su cuerpo ya no le perteneciera y respondiera silenciosamente a cosas con las que ella solo había soñado.


Alzó la vista al rostro de él y descubrió que sus ojos se habían vuelto neblinosos y fue como si él leyera sus pensamientos, porque de pronto levantó la mano, la posó en la cara de ella y sonrió. No era una sonrisa especialmente agradable, pero la sensación de su contacto aceleró los sentidos de Paula. Él acarició con el pulgar el labio inferior, que empezó a temblar de un modo incontrolable. Eso era lo único que hacía y, sin embargo, lograba que ella quisiera derretirse. La excitaba más a cada segundo que pasaba y seguramente se notaba. Sus pezones se habían endurecido y un dolorcillo húmedo cubría su bajo vientre.


¿Él se daba cuenta de eso? ¿Por eso la atraía hacia sí? La abrazaba como si tuviera algún derecho a hacerlo. La miraba con ojos ardientes y ella sentía la suavidad de su cuerpo moldeándose perfectamente con la dureza del de él.


Pedro la besó en los labios y Paula se estremeció porque aquel beso no se parecía a ningún otro. Era como todas las fantasías que había tenido ella. ¿Y no era cierto que sus fantasías siempre estaban relacionadas con él? 


La besó lentamente y luego la besó con fuerza.


La besó hasta que ella se retorció, hasta que creyó que iba a gritar de placer. Sentía la oleada de calor y el clamor de la frustración y quería entregarse a esa sensación. Echarle los brazos al cuello y dejarse llevar por el deseo. Susurrarle al oído que hiciera lo que quisiera. Lo que quería ella. Lograr que apaciguara aquel dolor terrible en su interior, como sospechaba que solo él podía hacerlo.


¿Y luego qué? ¿Dejar que la llevara a su cama aunque sabía cuánto la despreciaba? ¿Aunque Barbara Saunders llegara dos días después? 


Porque aquella gente funcionaba así. Ella había visto por sí misma el mundo en el que vivía él. 


Lo que se conseguía fácil, se abandonaba fácil.




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