domingo, 13 de marzo de 2016

¿NOS CASAMOS?: CAPITULO 7





—Disculpe, señorita, ¿podría decirme la hora?


Paula estaba tan concentrada en guardar la tableta en su mochila que no oyó a nadie acercarse. Se sobresaltó cuando oyó a un hombre hablarle. Su voz era profunda, indiscutiblemente sensual, y su acento era británico. Con el corazón acelerado, levantó la mirada, sabiendo ya a quién iba a ver. Rogó con fervor que su sorpresa no se notara. 


Miró su reloj de una manera que esperaba que fuese casual y respondió la pregunta. Se puso de pie y miró fijamente la botella de champaña y las dos copas de cristal que él sostenía.


—Veo que se reunirá con alguien. Puede utilizar esta mesa. Yo ya me iba.


—Por favor, no.


Eso no fue lo que Paula esperaba oír.


—¿Por favor, no qué?


—Se vaya —respondió él con una sonrisa.


—¿Quiere que le haga compañía mientras llega su cita?


Él sacudió la cabeza.


—Quiero que usted sea mi cita. —Levantó la champaña—. ¿Toma una copa conmigo?


Paula sabía que era el momento de hacer su habitual descargo: “Gracias, pero no me interesa”. Sin embargo, aunque las palabras solían fluir de su boca, esa vez no fue tan fácil. Algo en ese hombre era diferente de todos los demás. Diferente como para disparar las alarmas.


—En realidad, no debería.


—¿“No debería” quiere decir “No puedo” o “No quiero”?


Tal vez fuera por su acento, pero algo en la forma de decir las palabras sonaba más encantadora que desafiante. Paula sentía que sus defensas se debilitaban. Rápido.


—No lo sé. —Paula miró a su alrededor. Estaba lleno de parejas que disfrutaban una bebida. No podía recordar la última vez que había salido por la ciudad. O tenido una cita. 


Una eternidad, al menos. Pero tampoco podía recordar la última vez que había conocido un hombre que le interesara, aunque fuera solo un poco. Ese definitivamente le interesaba.


—Por favor, acepte. Por lo menos me gustaría tener la oportunidad de disculparme de forma apropiada por mi falta de educación de esta mañana.


Eso lo resolvió. No había forma de que ella pudiera resistirse a esos buenos modales a la antigua usanza. Paula volvió a sentarse en la silla que había ocupado antes.


—No sé su nombre.


Su acompañante colocó la botella y las copas sobre la mesa de vidrio frente a ellos. Pero, en lugar de sentarse frente a ella, se acomodó en la silla justo a su lado.


—Hagámoslo como corresponde. —Estiró la mano—. Soy Pedro Alfonso.


Paula estrechó su mano, sorprendida por la pequeña descarga de energía que la recorrió. Energía. Atracción. Lo que haya sido la entusiasmó.


—Paula Chaves.


—Un placer conocerte, Paula. —Él soltó su mano, pero mantuvo la mirada clavada en la joven—. Lamento mi comportamiento desmesuradamente grosero de esta mañana. Nunca debí dejar que mi frustración se convirtiera en zafiedad.


Paula rio; no pudo evitarlo. ¿Zafiedad? Aunque la palabra sonara un poco tonta, dicha por Pedro, tenía su propio encanto. Hizo un gesto hacia la champaña.


—Brindemos por el perdón.


Observó mientras Pedro le quitaba la cubierta de alambre al cuello de la botella y rodeaba el corcho con una servilleta. Con un movimiento evidentemente practicado, giró la botella hasta que se oyó un pequeño estallido. Su forma de servir la copa y entregársela a ella era fluida y elegante. En verdad era mortalmente atractivo. Y no llevaba alianza: eso ya lo había notado esa mañana. Aunque su vida dependiera de ello, Paula dudaba de que pudiera quitarle los ojos de encima. Solo esperaba que no fuera muy evidente.


Pedro levantó la copa.


—Por las mujeres hermosas, que son tan amables como para perdonar a hombres maleducados.


Paula chocó con suavidad la copa contra la de él antes de beber un sorbo. El líquido frío y burbujeante deleitó sus papilas gustativas.


—Delicioso. —Bebió otro poco y lo saboreó.


—Me alegra que apruebes mi elección —expresó Pedro—. Te vi antes reunida con una mujer que supuse era una posible clienta. ¿Brindamos por un resultado exitoso?


Paula sacudió la cabeza.


—Lamentablemente, no. No firmé con ella. —Se inclinó hacia adelante y dejó la copa sobre la mesa—. Gracias por la bebida, Pedro, pero tal vez deba irme.


—Aún no, Paula. ¿Qué se diría de la hospitalidad estadounidense si me dejaras aquí bebiendo solo? —Llenó su copa y se la devolvió—. Cuéntame sobre tu reunión.


Paula tomó un trago vacilante mientras consideraba sus opciones. Nada le impedía negarse amablemente y retirarse. 


Pero ¿qué le esperaba en casa? Era noche de bridge para su abuelo, lo que significaba quedarse sola y preocuparse por el futuro económico menos que prometedor de la capilla. 


Ninguna de las opciones era tan atractiva como quedarse donde estaba. Era cierto que ella no era del tipo de mujeres que acostumbraban sentarse en un bar a beber con un hombre que no conocían bien, pero ¿qué mal podría hacer una vez?


—Trabajo es lo último de lo que quiero hablar esta noche. Cuéntame sobre ti.


Pedro la observó por un largo momento antes de responder.


—Soy de Inglaterra, pero imagino que ya lo habías adivinado.


Ella asintió con una pequeña sonrisa dibujada en los labios.


—Sí. ¿Qué haces en la Ciudad del Pecado?


—Negocios.


—¿Una convención?


Él sacudió la cabeza.


—No exactamente. Trabajo en el negocio familiar.


—Ah, tenemos algo en común. Yo también. —Paula bebió otro poco de champaña. Su experiencia con la bebida era encargarla para las recepciones de boda, pero decidió que estaba en posición de familiarizarse más con esta. Se le estaba yendo a la cabeza—. ¿Lo disfrutas? Me refiero a trabajar con tu familia.


Pedro se encogió de hombros.


—Es lo que hago. Es lo que siempre hice. Y no es precisamente el tipo de trabajo que se abandona con facilidad, ¿no es cierto?


—Es un poco como el circo: una vez que entras, te quedas —opinó Paula. Su intento de frivolidad fue recompensado con una sonrisa.


Su acompañante levantó la copa.


—Por trabajar con la familia de uno y por toda la locura que conlleva.


Paula levantó su copa.


—Por no hablar del tema otra vez esta noche.


—Estás demostrando ser tanto hermosa como inteligente, Paula. Brindo por eso.


Una vez descartado el tema del trabajo, la conversación se convirtió en un concurso de preguntas y respuestas. Paula aprendió que Pedro no solo no estaba casado, sino que tenía poco tiempo para citas. Era hijo único, había estudiado Administración de empresas y Francés en la Universidad, y había vivido en Alemania durante dos años. También descubrió que él era un buen oyente, que daba la impresión de estar interesado en cada palabra que ella pronunciaba. 


Era eso o la champaña, de la que no se había cansado: estaba subiéndole a la cabeza.


—¿Te gusta el béisbol? —preguntó ella.


Él se reclinó en su silla como si estuviese en casa.


—Nunca miré un partido pero, si se parece al críquet, me atrevo a decir que me gustaría. ¿Y a ti?


Ella sonrió.


—Fanática incondicional de los Yankees.


—¿París o Roma para un escape romántico de fin de semana?


—¡Sí, cómo no! Mi imaginación ni siquiera me permite tanto, Pedro. —Suspiró—. Pero, si me apuras, diría que ninguna. Mi sueño es visitar Hawái.


Sintió una punzada de decepción cuando, en lugar de responder, Pedro miró el reloj.


—Lo siento, te entretuve —dijo ella. Tomó la mochila—. Gracias por la champaña.


Pedro sacudió la cabeza.


—No lo hiciste. Solo verificaba si era demasiado temprano para invitarte a cenar. No lo es, así que, ¿qué dices?


Debería negarse. Debería irse a casa. La razón le pedía que terminara la noche mientras todavía tenía esa sensación mágicamente encantadora. Cruzó la mirada con la de Pedro y su pulso registró la química entre ellos. Al diablo con la razón por una noche. Una chica debía comer, ¿no?


—Conozco un excelente lugar mexicano en el otro extremo del Strip. ¿Te gustan los margaritas?


—Soy virgen de margaritas, lo confieso. Nunca probé uno.  —Sus palabras eran juguetonas; su tono, burlón—. ¿Te sorprende?


—Completamente. —Paula se puso de pie y le sonrió—. Vamos a iniciarte en los placeres de la lima, la sal y el tequila.


Él se puso de pie y colocó una mano sobre la espalda de ella.


—Si te propones corromperme esta noche, Paula Chaves, soy todo tuyo.








¿NOS CASAMOS?: CAPITULO 6




Pedro cerró la carpeta que acababa de leer y bebió el último trago de whisky que había en el vaso. A pesar del sabor intenso, no había suficiente líquido en el vaso para aliviar el escozor que le había dejado lo leído. Una botella entera no hubiese sido suficiente. Maldijo en silencio a su abuela y sus tendencias manipuladoras. Ella sería la causa de su muerte o de su locura. Cualquiera de las dos alternativas sería un placer para su abuela.


—La vieja bruja —murmuró en voz baja.


—¿Disculpe, señor?


Pedro miró a la camarera del bar. Estaba escasamente cubierta por un par de medias negras de red y un retazo de satén negro que sin duda suponía ser un vestido.


—Nada. Pensaba en voz alta.


La camarera sonrió.


—Es británico, ¿verdad?


Su expresión alegre le mostró que ella había comprado la fantasía de que el inglés moderno era una mezcla de James Bond y el príncipe Guillermo: riqueza y buenos modales con una cuota de atractivo sexual. Era una excelente ficción.


—Culpable —admitió—. ¿Puedo molestarla con otro? —Levantó el vaso de whisky vacío.


La camarera tomó el vaso de su mano extendida. No le pasó inadvertido que le rozó los dedos de manera insinuante, pero no demostró haberlo notado. Necesitaba otro trago y algo de soledad, no de compañía.


Una vez que la camarera le llevó el vaso y desapareció, bebió un poco y miró sin ver el mar de personas que estaba sentada en el bar del hotel. ¿Qué tramaba su abuela? Como siempre, nada bueno. De eso se había dado cuenta enseguida cuando había examinado los papeles que ella le había entregado. ¿Habría perdido el juicio? Ese emprendimiento era ridículo. “Descabellado” era un término más adecuado para describirlo. Absurdo.


Alzó el vaso e hizo girar el contenido. El líquido que se agitaba reflejaba el estado de su mente. Apoyó el vaso sobre la mesa frente a él y se echó hacia atrás. Ya era suficiente alcohol. No era un gran bebedor en ninguna circunstancia y, en esa situación especial, necesitaba mantenerse despejado. Porque de ninguna manera iba a permitir que la fortuna de la familia fuera a parar a los perros, específicamente a la Sociedad Protectora de Pequineses.


Pero, a menos que Pedro se equivocara sobre su abuela, ella ya había hecho su propia investigación. No era propensa a caprichos arbitrarios. No, sabía lo que hacía. Si él no la deslumbraba al ganar el desafío, los millones del fideicomiso Alfonso serían utilizados para consentir perruchos por toda la eternidad. Pedro tomó el vaso y bebió lo que quedaba.


Tal vez debería negarse a participar en ese ridículo plan. 


¿No se merecería ella que él se negara a jugar su juego? 


Tomas y Eduardo podrían hacerse cargo de los pequineses mientras él simplemente se marchaba.


Excepto que no lo haría. No podía. Cerró los ojos y se sumió en un largo suspiro de sufrimiento. Había demasiado dinero en el fideicomiso Alfonso para dejarlo sin dar pelea. No porque lo quisiera o lo necesitara para sí mismo. Él ya tenía una buena posición económica. Pero semejante cantidad de dinero podría hacer cosas maravillosas por personas
y animales que lo necesitaran con desesperación. La moral exigía que hiciera lo que su abuela deseaba. Y la moral triunfó sobre su ardiente deseo de marcharse.


A pesar de la comodidad del asiento, Pedro se puso de pie. 


El mejor lugar para él no era el bar, donde podía beber un trago, sino la habitación del hotel, donde podía pensar ideas. 


Abrió la billetera y colocó dos billetes de veinte sobre la mesa.


Giró para irse, pero se detuvo cuando la vio: la imponente pelirroja de la capilla nupcial. Pedro contuvo la respiración por un largo momento mientras la observaba. Estaba estrechando la mano de otra mujer, y su comportamiento no le dejó dudas de que solo eran negocios. Pero, en cuanto la mujer se fue, la pelirroja se dejó caer sobre la silla y pasó las manos por su pelo. Ah, estaba exasperada. Qué bien conocía esa sensación.


Pedro sabía que debía desviar la mirada. No debería estar parado con la mirada clavada en medio de un bar ruidoso y lleno de gente. Pero, ¡cielos!, era hermosa. Había cambiado la seda y el cuero que llevaba puestos más temprano por un vestido tubo color verde azulado, que realzaba sus largas piernas. Había algo poderosamente seductor en ella, una gracia natural en sus movimientos que era más que atractiva. Y él sabía, por su encuentro anterior en la capilla, que sus ojos castaños destellaban inteligencia.


Había sido un maleducado cuando se habían visto. Esa era la oportunidad perfecta para disculparse. No era para nada habitual en él acercarse a una mujer; por lo general, ellas se acercaban a él. Tampoco era habitual en él ignorar el trabajo cuando tenía algo tan urgente que tratar.


Pedro tomó una decisión repentina. El trabajo en su proyecto podía esperar.







sábado, 12 de marzo de 2016

¿NOS CASAMOS?: CAPITULO 5




Paula colgó el teléfono y se recostó sobre la silla con un claro suspiro de alivio. Era cierto: una reunión con un potencial cliente no era un contrato firmado. Incluso un contrato firmado con un cheque depositado no sería ni una gota en el cubo financiero, pero al menos era una distracción.


—¿Buenas noticias?


Ella sonrió ante el tono optimista de su abuelo.


—Tal vez. Esta tarde tengo una reunión con una posible novia.


—Ah, ya veo. Te lo dije, mi querida —sonrió Claudio—. Siento los vientos de cambio sobre nosotros. Pronto cambiará todo.


Como siempre, Paula dudaba de cuánto realismo imprimir en su respuesta.



—Ten en cuenta, abuelo, que es solo una reunión preliminar. 


—Para una boda mediana que, con suerte, resultaría en un cheque mediano. Abrió la laptop—. ¿Podrías contestar los llamados mientras armo una propuesta para la novia con problemas de presupuesto?


—Con gusto, cariño. Tú trabaja y no te preocupes por el teléfono. Yo me encargo.


Paula no estaba preocupada. Tendrían suerte si el teléfono sonaba una vez y no era número equivocado. Mientras trabajaba, echó un vistazo a su abuelo. Tenía el teléfono inalámbrico en una mano y un libro de Agatha Christie en la otra. Una ola de afecto la invadió. Realmente era el abuelo más maravilloso de todo el universo. Se mordió el labio. 


¿Siquiera era correcto intentar mantener abierta la capilla nupcial Corazones Esperanzados? Tal vez fuera tiempo de dejar el negocio antes de contraer una deuda importante. Si pudiera convencer a su abuelo de retirarse, quedaría suficiente dinero como para ayudarlo a establecerse en una residencia para adultos mayores activos. ¿No sería más feliz jugando al golf y flirteando con un grupo de señoras de pelo plateado?


—Yo estoy bien si tú estás bien.


Paula salió de su ensimismamiento.


—¿Disculpa?


Claudio dejó el libro a un lado.


—Te estás preguntando si tu abuelo no sería más feliz viviendo en Arizona, jugando al golf, totalmente libre de preocupaciones por mantener a flote nuestra pequeña capilla. Bueno, no me gustaría. Para nada. Yo estoy dispuesto a continuar luchando si tú lo estás.


—Oh, abuelo. —Paula se acercó a sentarse junto a él—. ¿No te cansas de preocuparte por el flujo de efectivo?


Él se encogió de hombros.


—Preocuparse es parte de la vida. Puedo aceptarlo sin perder la esperanza.


—Esperanza. —Paula se reclinó para apoyar la cabeza contra la pared. Levantó las manos y se masajeó las sienes—. Entonces, te preocupas por un momento y luego, ¿qué? ¿Niegas la realidad?


—Ah, realidad. Es gracioso que utilices esa palabra, Paula.


—¿Qué tiene de gracioso?


Claudio sonrió.


—Bueno, verás, hay realidades y realidades.


Paula sacudió la cabeza.


—No veo la diferencia.


—No pensé que lo harías. —Claudio suspiró—. La gente parece olvidar que pueden decidir no hundirse en la preocupación. No es una casa, no tenemos que vivir en ella. La preocupación no es una forma de meditación que debemos practicar a diario, y no es una afirmación que debemos repetir constantemente.


Ella levantó una ceja.


—Entonces, ¿no te preocupas? ¿Nunca?


—Algunas veces, sí, pero no por dinero. Me preocupo por cosas que realmente importan.


—¿Por ejemplo?


Estiró la mano y le pellizcó la mejilla con afecto.


—Tú.


Ella rio.


—Yo soy la menor de tus preocupaciones, abuelo.


—No es del todo cierto. Me preocupa que estés aquí atrapada, angustiada por mí cuando podrías estar haciendo algo más con tu vida. Deberías estar viviendo tu sueño, no el mío. —Miró hacia el vestíbulo de la capilla—. Tu abuela y yo forjamos esta pequeña capilla a partir de un sueño. Pero ¿qué forjarás tú de tus propios sueños?


Paula se miró las manos y examinó sus largos y afilados dedos que terminaban en una manicuría francesa.


—No creo que haya nacido para forjar.


—Ajá, esa declaración solo demuestra que estás perdiendo el tiempo preocupándote por mí cuando deberías estar soñando. —Tomó su novela de misterio—. ¿Por qué no terminas tu propuesta y yo me sentaré aquí a no preocuparme por los dos?


Paula sacudió la cabeza con remordimiento.


—Casi no sé cómo discutir esa lógica. —Regresó al escritorio e intentó concentrarse en la propuesta que tenía frente a ella, pero no era una tarea sencilla. La pregunta de su abuelo se repetía una y otra vez en su cabeza mientras miraba los números en la pantalla. ¿Qué iba a forjar con su vida? ¿Cuáles eran sus sueños? Lo único que sabía con certeza era que era realmente triste que, a los veintiocho años, no tuviera idea de lo que quería en la vida.


Cerró la laptop y se puso de pie.


—Iré al Oasis del Desierto, abuelo. Puedo terminar la propuesta allí mientras espero a la novia. ¿Estarás bien aquí?


Él asintió.


—Vete; un cambio de ambiente te hará bien. —Levantó el teléfono—. Yo me encargo de todo aquí.


Paula guardó todo lo que necesitaba en su bolso.


—Deséame suerte.


—No necesitas suerte —le aseguró Claudio—. Necesitas divertirte, conocer a alguien, disfrutar un trago con un apuesto desconocido.


Paula rodeó el escritorio y le dio un beso en la mejilla a su abuelo.


—Tu problema es que piensas que la vida es una novela romántica con un final feliz garantizado.


—Y tu problema es que no estás de acuerdo conmigo. Ahora vete, encuentra algo de diversión.







¿NOS CASAMOS?: CAPITULO 4





Cuando Pedro irrumpió en la sala de reuniones, vio de inmediato que su abuela estaba en plena forma.


—Qué amable de tu parte haber venido, Pedro. —Margarita Alfonso era una dínamo menuda de un metro sesenta, de setenta y cinco años de edad, con melena de color plateado brillante, uñas pintadas de rojo, y con una presencia imponente. Hablaba varios idiomas con fluidez, entre estos, el sarcasmo—. Estábamos en vilo esperando que nos honraras con tu compañía.


Pedro resistió las ganas de sonreír. Mantuvo una expresión seria mientras se inclinaba para besarle la mejilla.


—Lo siento, abuelita —se disculpó utilizando el apodo afectuoso del que sospechaba que ella disfrutaba en secreto—. ¿Me creerías si te dijera que estuve de parranda hasta tarde y me quedé dormido?


—No. —Señaló la única silla vacía alrededor de la mesa—. Siéntate.


Él se sentó. Margarita Alfonso era el tipo de mujer al que la gente obedecía. Administraba el Fideicomiso Familiar Alfonso con gesto adusto y mano de hierro. No tenía nada que envidiarle a la reina Isabel en el área de la entrega al deber.


Pedro miró a sus primos y asintió en señal de saludo. 


Tomas desvió la mirada, y Eduardo se miró las manos. 


Gente educada eran sus primos. El padre de Pedro tenía dos hermanos, y cada uno había tenido un hijo. El padre de Tomas dividía los días entre sus dos vicios: el juego y el alcohol. El padre de Eduardo había fallecido hacía unos cinco años, y el de Pedro era un artista que rehuía de cualquier cosa que considerase convencional o comercial. 


Todo eso dejaba a Margarita Alfonso sin hijos que pudieran continuar la labor de la familia y con tres nietos que no se llevaban lo suficientemente bien como para trabajar en equipo.


Para resolver la situación, ella dividió la empresa familiar en tres compañías diferentes de manera que cada uno de los tres manejara una y le rindiera cuentas solo a ella. Sin embargo, con respecto a la fundación, no era legalmente posible dividirla. Eso significaba, según les había informado Margarita, que debían llevarse bien para administrar la fundación o, si no, morir en el intento.


—Bien, muchachos, concentrémonos en los que nos convoca. —La matriarca Alfonso no tenía ningún reparo en referirse a los tres hombres adultos como “muchachos”—. Estamos aquí, en Las Vegas, la ciudad del pecado, el centro del vicio estadounidense, con un propósito específico.


—¿Un propósito? —repitió Eduardo.


Pedro echó un vistazo con expresión divertida en dirección a su primo. Pobre Eduardo. A juzgar por el temblor en su voz, había conectado en su mente la palabra “propósito” con “probable esfuerzo”.


—Concéntrense, muchachos, concéntrense. —Margarita les entregó una carpeta azul a cada uno—. En esa carpeta encontrarán sus instrucciones. —Levantó una mano para impedir la pregunta que Tomas estaba por hacer—. Sin preguntas. Todo lo que necesitan saber está allí. Tienen una semana para cumplir con su tarea. Hay pocas reglas, excepto las siguientes: primero, hagan todo de manera legal. Segundo, trabajen solos. Aunque no podrían trabajar juntos con éxito, lamentablemente. Tercera y última regla: sean creativos en la planificación y dinámicos en la ejecución. —Miró a Tomas, luego a Eduardo y después a Pedro—. Sin dudas, me verán por el complejo turístico. Si estoy en el bar, déjenme sola. Si estoy en la piscina, no me molesten. Y, por todos los cielos, no llamen a mi suite a menos que alguno de ustedes esté sangrando o haya sido arrestado. ¿He sido clara?


Pedro se puso de pie y colocó la carpeta debajo del brazo.


—Absolutamente. —Saludó a los primos con la mano e hizo un gesto de asentimiento a su abuela antes de salir al corredor. Su curiosidad, sin dudas, se había despertado, pero no iba a satisfacerla hasta que estuviese en algún lugar privado y tranquilo, donde pudiera leer la idea de juego más reciente que había tenido su abuela. Un juego que iba a ganar, de un modo o de otro.





¿NOS CASAMOS?: CAPITULO 3





Paula se mantuvo ocupada con gimnasia matemática y levantamiento de lápiz hasta que su abuelo regresó de la bolera. Sonrió cuando lo vio entrar y colocar su bola de boliche en el armario del recibidor. Su expresión era fácil de descifrar, así que supo que lo había disfrutado. Excelente.


—Hola, cariño. —Su mirada se desvió hacia los números sobre los que ella había estado trabajando—. ¿Te divertiste?


Paula sonrió.


—No tanto como tú. ¿Cómo estuviste?


—Como un campeón. —Guiñó un ojo—. No tenemos que sumergirnos en todos esos números, ¿verdad?


—No, hoy no. —Pero pronto tendrían que tener una conversación de la que ella temía que le rompería el corazón al abuelo. Él amaba la capilla nupcial Corazones Esperanzados. La abuela de Paula, Olivia, había amado Las Vegas. Desde su primera visita, ella le había dicho a su joven marido que sería un sueño vivir en una ciudad que deslumbrara como Las Vegas. Entonces Claudio había hecho realidad el sueño de su flamante esposa al invertir todos sus ahorros en una capilla nupcial. Paula recordaba que su abuela solía decir que ella y su marido vivían en un estado de dicha conyugal al ayudar a otros a casarse con la persona que amaban. Olivia y Claudio habían sido una joven pareja idealista, amorosa y llena de sueños, y habían disfrutado al máximo la vida que habían construido.


Pero ahora el negocio se estaba viniendo abajo. Recién cuando su abuela falleció, Paula supo que Olivia había sido el cerebro financiero de la pareja. Paula siempre había trabajado en la capilla nupcial, pero había estado tan ocupada con la Universidad y con la Escuela de posgrado que no había participado de los detalles administrativos. 


Deseaba haber prestado más atención a lo que fuera que Olivia había hecho para mantener la capilla con números positivos. Ahora todo era rojo, y Paula no sabía si podía mantener las cosas sin incurrir en deudas importantes, algo a lo que tanto ella como el abuelo se oponían. En ese punto, su oposición a pedir un préstamo era irrelevante: nadie en su sano juicio les prestaría más de veinticinco centavos.


—¿Algún llamado o algún cliente potencial que haya entrado en mi ausencia? —preguntó Claudio.


—De hecho, sí, alguien entró. —Paula quitó algunos pétalos de las rosas que tenía en un rincón del escritorio—. Pero no era un cliente potencial. Al contrario.


Claudio se volteó a verla; tenía una expresión divertida.


—¿Candidato para una cita, entonces?


Paula rio.


—Oh, abuelo, solo si fuera el último hombre sobre la Tierra y tal vez ni siquiera entonces. —Pero el desconocido era increíblemente atractivo. A ella le gustaban los hombres altos. El costoso traje a medida no ocultaba su figura atlética y esbelta. Otro punto a su favor era que tenía pelo oscuro y ojos celestes: una combinación ganadora. Y su acento británico era absolutamente sensual. Era una lástima que tuviese tan malos modales. Suspiró—. De todas maneras, no vale la pena pensar en él. No volveremos a verlo.








¿NOS CASAMOS?: CAPITULO 2




Pedro Alfonso se paró en el Las Vegas Strip y miró hacia el cielo azul. Solo algunas nubes blancas salpicaban la extensión de azul. El sol de media mañana estaba fuerte, pero no llegaba a ser molesto. Era otro día maravilloso en la Ciudad del Pecado, lo que le provocaba nostalgia por el cielo nublado de su Inglaterra natal. Al menos allí el cielo gris hubiera combinado mejor con su estado anímico.


Ese era el primer viaje de Pedro a Las Vegas y estaría satisfecho si fuera el último. Observaba las entradas de los hoteles y de los casinos a medida que pasaba. Las luces y los detalles arquitectónicos exagerados se veían chillones a la luz de la mañana. La noche favorecía a Las Vegas, no el día. En realidad, no había dejado su hotel la noche anterior. 


En su lugar, había optado por una cena en la habitación y luego había pasado el resto de la velada leyendo las notas para la reunión de la mañana siguiente. Esperaba estar bien preparado, o al menos un poco mejor que sus dos primos. Si bien Pedro no consideraba rival a ninguno de los dos para su agudeza empresarial, no dudaba de que estarían en plan de pelea, listos para dar el primer golpe en un intento de ser declarados los ganadores del premio. El premio eran los millones de la abuela y el control definitivo del fideicomiso familiar. Definitivamente, no era un premio que cedería con facilidad. No a ellos dos.


Pedro miró su reloj. Diez y diez. Frunció el ceño. Eran diez y diez la última vez que había mirado. Sacudió la muñeca y luego golpeteó el reloj con el índice: estaba parado. Buscó el celular en el bolsillo, pero no estaba. Lo había dejado sobre la cómoda en el hotel. Gruñó.


Lo último que necesitaba era llegar tarde a la reunión. Era cierto: esa era la misma reunión de la que se había estado quejando toda la semana, diciendo que haría casi cualquier cosa por no tener que asistir. Estar atrapado en el tránsito de Los Ángeles en la hora pico durante un día de verano y sin aire acondicionado era preferible a lo que le esperaba. Pero el deber exigía su presencia en la reunión anual del Fideicomiso Familiar Alfonso.


Miró hacia la calle semidesierta. La media mañana en Las Vegas no era una buena señal para encontrar muchos comercios abiertos. Maldición. Quedarse parado no iba a hacer que llegara a la reunión, así que Pedro comenzó a caminar. No vio a nadie a quien pudiese preguntarle la hora, pero a unos treinta metros vio a alguien que salía de un edificio y caminaba rápidamente. Pedro aceleró el paso. En alguna parte de ese edificio debía haber un reloj. Sin duda sería algo chabacano al estilo Vegas con vasos de chupito para representar las horas, pero al menos podría ver cuán tarde llegaría.


Llegó a la entrada de un edificio con fachada de iglesia de color blanco. Dos corazones rojos entrelazados de neón colgaban sobre el letrero negro que le decía que estaba a punto de entrar a la capilla nupcial Corazones Esperanzados. Abrió las puertas de vidrio y buscó un reloj. 


No había ninguno en la entrada. ¡Cielo Santo!, ¿la realidad era tan relativa en Las Vegas que nadie quería saber qué hora era?


—Hola —llamó; de pronto se sentía totalmente ridículo. 


Nadie respondió, lo que coincidía con lo que venía sucediendo esa mañana. Cruzó el piso de losas blancas y negras, y se preguntó si ese lugar alguna vez había sido una cafetería. Había una mesa roja de fórmica contra la pared y dos sillas de vinilo que hacían juego, corridas debajo de la mesa. Varios portafolletos estaban llenos con folletos trípticos que, no lo dudaba, exaltaban las virtudes de un matrimonio expeditivo.


Su mirada se deslizó por una pared cubierta de fotos enmarcadas. Cada una mostraba una pareja de novios con un sonriente Elvis parado entre ellos. Elvis joven, Elvis viejo, Elvis con un traje dorado, con cuero negro, o con un mono tachonado de diamantes falsos; todos estaban allí. Pedro levantó las cejas.


—¿Podría ser más chabacano? —preguntó en voz alta.


—Bueno, buenos días para usted también —saludó una voz femenina en un tono teñido de sarcasmo—. Supongo que no viene a contratarnos como el lugar para celebrar su boda.


—Dios no lo permita. En realidad necesito... —Se dio vuelta en mitad de la oración, pero no pudo completar la idea, ni siquiera hilar dos palabras coherentes porque la mujer que lo observaba era la criatura más hermosa que jamás había visto.


Era casi tan alta como él, y buena parte de su metro setenta eran piernas. Vestía una pollera negra de cuero que resaltaba tanto las piernas como la delgada cintura. Una blusa blanca de seda, abierta en el pecho lo suficiente como para mostrar solo una pizca del entreseno, acentuaba la suave turgencia de sus pechos. Su piel brillaba con un bronceado saludable. El color del pelo solo podría describirse como tiziano. Siempre había preferido las mujeres con pelo de color caoba, pero esa mujer opacaba a todas. Se obligó a mirar sus ojos de color castaño.


—Necesita... —lo guio ella.


Pedro pestañeó. Por un momento no podía ni recordarlo. 


Respiró profundo y se obligó a hablar.


—La hora. Necesito saber la hora.


La mujer le sostuvo la mirada por un largo momento antes de mirar el reloj.


—Son casi las diez y treinta.


Él maldijo en voz baja.


—¿No era la respuesta que esperaba?


—No, en realidad no lo era. Pero tendré que conformarme. —Pedro echó un vistazo al recibidor. Aparentemente las bodas en Vegas no eran asuntos matutinos—. ¿A qué distancia está el hotel Oasis del Desierto?


—Está en el otro extremo del Strip, junto a la capilla nupcial Rosa Amarilla de Texas.


—¿Otra maldita capilla? —Una vez que las palabras salieron de su boca, Pedro no sabía por qué las había pronunciado—. Quise decir... —Pero la mujer lo interrumpió.


—Es evidente que tiene que estar en otro lado, así que no deje que lo detenga.


Mientras Pedro la observaba dar media vuelta e irse, una extraña decepción lo invadió. Sacudió la cabeza. La reunión. 


Eso era lo que requería de su atención. Abandonó la capilla por donde había entrado y comenzó a caminar rápidamente. 


Pero no pudo evitar preguntarse qué clase de nombre tendría una preciosa pelirroja.