domingo, 13 de marzo de 2016

¿NOS CASAMOS?: CAPITULO 6




Pedro cerró la carpeta que acababa de leer y bebió el último trago de whisky que había en el vaso. A pesar del sabor intenso, no había suficiente líquido en el vaso para aliviar el escozor que le había dejado lo leído. Una botella entera no hubiese sido suficiente. Maldijo en silencio a su abuela y sus tendencias manipuladoras. Ella sería la causa de su muerte o de su locura. Cualquiera de las dos alternativas sería un placer para su abuela.


—La vieja bruja —murmuró en voz baja.


—¿Disculpe, señor?


Pedro miró a la camarera del bar. Estaba escasamente cubierta por un par de medias negras de red y un retazo de satén negro que sin duda suponía ser un vestido.


—Nada. Pensaba en voz alta.


La camarera sonrió.


—Es británico, ¿verdad?


Su expresión alegre le mostró que ella había comprado la fantasía de que el inglés moderno era una mezcla de James Bond y el príncipe Guillermo: riqueza y buenos modales con una cuota de atractivo sexual. Era una excelente ficción.


—Culpable —admitió—. ¿Puedo molestarla con otro? —Levantó el vaso de whisky vacío.


La camarera tomó el vaso de su mano extendida. No le pasó inadvertido que le rozó los dedos de manera insinuante, pero no demostró haberlo notado. Necesitaba otro trago y algo de soledad, no de compañía.


Una vez que la camarera le llevó el vaso y desapareció, bebió un poco y miró sin ver el mar de personas que estaba sentada en el bar del hotel. ¿Qué tramaba su abuela? Como siempre, nada bueno. De eso se había dado cuenta enseguida cuando había examinado los papeles que ella le había entregado. ¿Habría perdido el juicio? Ese emprendimiento era ridículo. “Descabellado” era un término más adecuado para describirlo. Absurdo.


Alzó el vaso e hizo girar el contenido. El líquido que se agitaba reflejaba el estado de su mente. Apoyó el vaso sobre la mesa frente a él y se echó hacia atrás. Ya era suficiente alcohol. No era un gran bebedor en ninguna circunstancia y, en esa situación especial, necesitaba mantenerse despejado. Porque de ninguna manera iba a permitir que la fortuna de la familia fuera a parar a los perros, específicamente a la Sociedad Protectora de Pequineses.


Pero, a menos que Pedro se equivocara sobre su abuela, ella ya había hecho su propia investigación. No era propensa a caprichos arbitrarios. No, sabía lo que hacía. Si él no la deslumbraba al ganar el desafío, los millones del fideicomiso Alfonso serían utilizados para consentir perruchos por toda la eternidad. Pedro tomó el vaso y bebió lo que quedaba.


Tal vez debería negarse a participar en ese ridículo plan. 


¿No se merecería ella que él se negara a jugar su juego? 


Tomas y Eduardo podrían hacerse cargo de los pequineses mientras él simplemente se marchaba.


Excepto que no lo haría. No podía. Cerró los ojos y se sumió en un largo suspiro de sufrimiento. Había demasiado dinero en el fideicomiso Alfonso para dejarlo sin dar pelea. No porque lo quisiera o lo necesitara para sí mismo. Él ya tenía una buena posición económica. Pero semejante cantidad de dinero podría hacer cosas maravillosas por personas
y animales que lo necesitaran con desesperación. La moral exigía que hiciera lo que su abuela deseaba. Y la moral triunfó sobre su ardiente deseo de marcharse.


A pesar de la comodidad del asiento, Pedro se puso de pie. 


El mejor lugar para él no era el bar, donde podía beber un trago, sino la habitación del hotel, donde podía pensar ideas. 


Abrió la billetera y colocó dos billetes de veinte sobre la mesa.


Giró para irse, pero se detuvo cuando la vio: la imponente pelirroja de la capilla nupcial. Pedro contuvo la respiración por un largo momento mientras la observaba. Estaba estrechando la mano de otra mujer, y su comportamiento no le dejó dudas de que solo eran negocios. Pero, en cuanto la mujer se fue, la pelirroja se dejó caer sobre la silla y pasó las manos por su pelo. Ah, estaba exasperada. Qué bien conocía esa sensación.


Pedro sabía que debía desviar la mirada. No debería estar parado con la mirada clavada en medio de un bar ruidoso y lleno de gente. Pero, ¡cielos!, era hermosa. Había cambiado la seda y el cuero que llevaba puestos más temprano por un vestido tubo color verde azulado, que realzaba sus largas piernas. Había algo poderosamente seductor en ella, una gracia natural en sus movimientos que era más que atractiva. Y él sabía, por su encuentro anterior en la capilla, que sus ojos castaños destellaban inteligencia.


Había sido un maleducado cuando se habían visto. Esa era la oportunidad perfecta para disculparse. No era para nada habitual en él acercarse a una mujer; por lo general, ellas se acercaban a él. Tampoco era habitual en él ignorar el trabajo cuando tenía algo tan urgente que tratar.


Pedro tomó una decisión repentina. El trabajo en su proyecto podía esperar.







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