jueves, 31 de diciembre de 2015

PERFECTA PARA MI: CAPITULO 13





A la mañana siguiente, Pedro se duchó y se puso de nuevo su traje. Prescindió de la corbata y la chaqueta, pues la temperatura en la casa era agradable. Después de descubrir que le iba a ser difícil dormir en la cama hinchable que su anfitriona le había prestado, decidió leer el Plan de Empresa del hotel. Tenía algunos fallos, pero en general presentaba bastante bien la idea de su dueña; y, teniendo en cuenta que el romanticismo volvía a estar de moda, el proyecto no podía considerarse del todo descabellado.


Sentimentalismos aparte, la casa podía ofertar diez habitaciones en las que disfrutar de un ambiente familiar, en un paraje extraño. Como Paula lo había definido: «Tener la posibilidad de perderse en un cuento». Eso era bueno; incluso podría utilizarlo como eslogan publicitario.


Pedro descendió las escaleras a paso ligero pensando que, si bien la idea de Paula no dejaba de ser atrayente, existía un detalle preocupante: los costes. Eran tantos y tan elevados que, aunque la ocupación fuese alta, dudaba que fuese a recuperar la inversión y percibir ganancias en un tiempo aceptable. Aquella era una conclusión a la que estaba seguro que ella también había llegado. Por eso le resultó aún más extraño que hubiese renunciado a la herencia.


«Seguro que mi padre descubrió sus problemas económicos». Esa reflexión le hizo detenerse en el último peldaño. Eso confirmaría la relación de genuina amistad entre ellos. Además, el acto de rechazar el dinero sin negociar por parte de Paula, demostraba que no era interesada.


Su padre le había dejado dinero a una amiga en apuros. 


Esto lo convertía a él, al hijo que nunca veía y quien se ganaba muy bien la vida, en un cretino. Un estúpido que se creía con todos los derechos del mundo a proteger la memoria de un padre que ya no le necesitaba.







miércoles, 30 de diciembre de 2015

PERFECTA PARA MI: CAPITULO 12




Habían pasado ya muchas horas y la lluvia no había dado tregua. Pedro echó otro nostálgico vistazo a la oscuridad de la noche y dejó caer la cortina. Apretó la taza de chocolate que ella le había preparado, agradeciendo su calidez. Y no es que en la casa hiciese frío, más bien todo lo contrario. 


Pero el esquivo albornoz que Paula le había prestado para tender su empapada ropa frente a la chimenea, le hacía sentirse algo desprotegido. Se giró hacia ella, que permanecía sentada en el sofá mirando al fuego, y sus ojos volaron hasta el enorme abeto, que le hizo darse cuenta de algo.


—Faltan pocos días para Navidad. Por favor, dime que podremos irnos antes.


Ella se encogió de hombros.


—¿Pero es que esperabas quedarte aquí tú sola? —preguntó incrédulo.


—No. Vine porque el fontanero me advirtió que encendiera los radiadores durante algunos días. —Paula suspiró y dio otro sorbo a su chocolate antes de continuar—. Luego empezó a llover y supe que ya no podría marcharme. Pero no me importa pasar aquí las navidades, aquí es donde las he pasado siempre.


Paula lo observó atravesar la estancia y sentarse a su lado. 


Se veía encantadoramente ridículo vestido con su albornoz rosa, cuyas costuras parecían a punto de estallar en sus hombros, abriéndose en la parte delantera y revelando un torso fuerte cubierto de fino vello negro. Paula sintió ascender la temperatura de la habitación y el rubor extenderse por sus mejillas. Bajó la cabeza y puso toda su atención en un grumo que flotaba en su chocolate.


Pedro contempló su perfil: el reflejo del fuego en su pelo dorado, la nariz respingona sobre la boca de labios generosos. Se fijó en su sonrojada mejilla y se dio cuenta de que se había turbado. «¿En serio existía todavía alguien capaz de ruborizarse ante la visión de un hombre con poca ropa?» Aquel pensamiento le hizo sonreír. «¿Pero de dónde diablos había salido aquella mujer?»


—Entiendo que este es el hotel al que mi padre se refería en el testamento —dijo él apartando los ojos de ella para mirar a su alrededor.


Ella asintió.


—Pues aún queda bastante trabajo por hacer.


—¿Ah, sí? No me digas.


Paula intentó reunir todo su sarcasmo al responder. Cómo se atrevía él a opinar del estado de su casa, si había ido hasta allí para que renunciara a su parte de la herencia, lo que significaba no saber cuándo volvería a reunir dinero para costear otro arreglo.


Él pareció captar la ironía porque su voz se suavizó.


—Es una gran casa y, por lo poco que pude ver cuando venía, está en un paraje único. —Sorbió un poco de chocolate antes de continuar en un tono más profesional—. Aunque habría que arreglar el problema de comunicación. Necesitarás una buena conexión a Internet para las reservas, una Web atractiva y, sobre todo, que los huéspedes no se queden atrapados y sin cobertura cada dos por tres.


—Sé perfectamente lo que tengo que hacer, y lo que no necesito es que me den sermones de cómo hacerlo —contestó irritada.


Paula sabía que tenía razón, pero le desagradaba que él estuviese allí dándole lecciones de cómo debía llevar su hotel; bueno, lo que esperaba que algún día fuese su hotel. 


A veces se impacientaba tanto por verlo terminado que creía que nunca iba a llegar el momento de que su vieja casa familiar volviese a recibir invitados.


Pedro sonrió y asintió con condescendencia.


—Ese es precisamente uno de los primeros pasos para que una empresa fracase; creer que todo está controlado y que no se necesita ayuda.


—¿Y cuánto me va a costar su ayuda, señor asesor?


—En este caso, y sin que sirva de precedente, será completamente gratuita.


Paula le lanzó una mirada fugaz.


—Creo que no cobrar por los servicios prestados es otro factor importante de fracaso empresarial.


La pulla hizo que él se riera. Al escuchar su risa ronca Paula sintió una cálida sensación. Rápidamente apartó los ojos de su boca y volvió toda su atención a la taza.


—¿Podría echar un vistazo a tu Plan de Empresa? ¿Lo tienes aquí?


Paula asintió mientras le escrutaba con la mirada, valorando hasta qué punto hablaba en serio. Sin embargo, fuera como fuese, supo que debía aprovechar aquella oportunidad. No todos los días un afamado consejero que trabajaba para las mayores empresas del mundo se presentaba en su puerta dispuesto a echar un vistazo a su modesto proyecto, por el que además parecía genuinamente interesado.


Asimismo, sintió que debía aprovechar la desventaja de él en aquella situación pues, lejos del frío despacho con muebles de diseño que seguro tenía, y de su carísimo traje, ahora se hallaba atrapado en su salón con un ridículo albornoz rosa. Decidida a no renunciar a la ocasión, Paula depositó su taza en la pequeña mesita de madera que había al lado del sofá y se levantó para ir a por el dossier.


La idea de que él fuera a leer su trabajo no debía turbarla. 


Después de todo, había dedicado mucho tiempo y esfuerzo a la elaboración de aquel informe. Había hecho un trabajo meticuloso para que la documentación no solo precisase todos los datos empresariales y financieros del hotel, sino que también revelara el fuerte nivel de implicación personal que ella tenía en la idea. Estaba muy orgullosa de la labor que había hecho y, para su sorpresa, se descubrió a sí misma deseando mostrársela y conocer su opinión.







PERFECTA PARA MI: CAPITULO 11




Paula aspiró con fuerza al recordar las insinuaciones que él había hecho el día de la lectura del testamento. Dispuesta a no olvidarse de que aquel era el hijo de Samuel, decidió que iba a concederle una tregua y no enfadarse, al menos por el momento.


—Puede llamarme Paula—concedió, antes de suspirar con impaciencia—. Y su padre era mi amigo; el mejor que tenía, de hecho.


—¿Mi padre?


Ella asintió.


—¿El mismo al que echaron de dos residencias?


Ella volvió a asentir. Esta vez con una sonrisa nostálgica al recordar el mal genio de Samuel, y lo mucho que le iba a echar de menos.


—Señor Alfonso, su padre era un hombre extraordinariamente bueno, a quien le aterraba la idea de que los demás se enterasen. Era sensible, y consciente de que esto lo volvía vulnerable. Conocía el dolor y tenía pánico al sufrimiento. Sus arrebatos mordaces lo mantenían a salvo.


Otra vez, en menos de cinco minutos, aquella mujer acababa de dejarlo sin palabras. Pedro abrió la boca para responder y, al no encontrar réplica, la volvió a cerrar. ¿Había sido aquel su padre? Jamás lo había visto llorar; ni siquiera cuando su madre los abandonó. Había culpado a su padre, pero jamás se preguntó si sufría ¿Lo habría pasado tan mal como para alejar a todo el mundo de su lado, incluso a él?


Aquel descubrimiento lo sorprendió. Entonces se cuestionó su propia barrera del dolor, ¿tenía tanto miedo al sufrimiento como su padre? «No —respondió su subconsciente—, tú tienes un montón de amigos. Solo tienes que mirar tu agenda para darte cuenta de que no eres un antisocial.»


Pedro se dio cuenta de que el silencio se había hecho violento y la inquisitiva mirada gris lo instó a hablar. 


Meditando en lo que ella acababa de decir, se había olvidado de que le tocaba intervenir. No obstante, aunque él hubiese sacado el tema, no tenía intención de seguir hablando de su padre.


—Llámame Pedro —indicó, aún sabiendo que aquello no venía demasiado a cuento.


Paula asintió y sonrió, agradecida del pequeño avance hacia la cordialidad entre ellos.


Pedro se sintió levemente desconcertado porque, si lo que ella acababa de decirle acerca de su padre le parecía ciertamente peligroso, su sonrisa podía desarmar las defensas más poderosas. Así que, sintiéndose en «campo abierto», Pedro decidió volver a las «trincheras». Para ello, romper el contacto visual le pareció de vital importancia


—Bueno —dijo, volviéndose hacia el maletín—, el motivo de mi visita ha concluido. He de irme.


Absurdamente decepcionada, Paula le lanzó un último vistazo antes de concentrarse en la elaboración de su almuerzo.


—Pues que tengas suerte.


Él pareció no percatarse de que aquel deseo tenía que ver con el hecho de sacar el coche.


—Gracias, lo mismo te digo —contestó—. El abogado tiene mi número de teléfono. Así que si alguna vez necesitas algo...


Al oír el ofrecimiento, Paula levantó la vista de la zanahoria que había empezado a lavar. Pero él ya había salido, con la intención de irse por donde había venido.


Ella puso más agua en la olla, sabiendo que la sopa de verduras tendría que ser para dos.



****


—¿Y por qué diablos no hay cobertura?


Pedro llevaba más de dos infructuosas horas tratando de poner el coche en marcha. Como ella le había advertido, los neumáticos no dejaban de derrapar. Había intentado llamar a la grúa, pero su teléfono no funcionaba. Terriblemente frustrado, se había dado por vencido y entrado otra vez a la casa.


Paula, que acababa de secar la taza en la que se había tomado una reconfortante y humeante sopa, levantó la cabeza del fregadero y lo vio entrar iracundo en la cocina.


—Se estropea cuando hay tormenta —respondió con tranquilidad—. A veces regresa rápido, pero otras tarda días en restablecerse.


—Fantástico —gruñó él con ironía—. Mañana tengo que tomar un avión a Suiza, ¿quieres decirme cómo demonios voy a hacerlo?


Paula había oído el rugir del motor intentando salir durante más de una hora. Luego lo había escuchado entrar en la casa maldiciendo, y llevaba como media hora despotricando contra su compañía de telefonía en el vestíbulo. Ahora, al parecer, iba a ser ella la que se convirtiera en el centro de su indignación. Sorprendentemente, aquello no llegó a molestarla; pues acababa de descubrirle un parecido con su padre: los dos tenían un genio terrible.


Pedro comprobó que ella sonreía y eso provocó que se intensificase su irritación.


—¿Estás disfrutando, eh? Sí, claro, tenías razón —reconoció, acercándose con los brazos extendidos—. ¿Era eso lo que querías oír, no? Pues ahora, si me haces el favor, dime cómo salgo de aquí.


Paula se secó las manos en un trapo de cocina antes de contestar con tranquilidad.


—Bueno, hay dos formas —expuso, pasando por alto su mirada de indignación—. La primera es que te vayas andando hasta el pueblo; son unos doce kilómetros y cuando llueve tanto suelen producirse desprendimientos. Eso la descarta como la más recomendable.


—¿Y la otra?


Ella sonrió por su impaciencia. Salió de la cocina dispuesta a mostrarle la otra, con él pegado a sus talones.


Pedro observó a la mujer, y luego a la gran pala que colgaba de su mano.


—¿Estás de broma?


—No, aunque esta opción tampoco puedo garantizártela —contestó ella, sonriendo maliciosamente cuando la imagen de él, cavando en el barro con su traje de dos mil euros, se dibujó en su mente.


Él se cruzó de brazos con aire incrédulo.


—¿Quieres decirme que estoy atrapado aquí hasta que deje de llover?


Paula se apoyó en la pala y asintió.










PERFECTA PARA MI: CAPITULO 10




Los limpiaparabrisas funcionaban a toda velocidad y apenas le permitieron ver a la figura aproximándose a través del aguacero. Pisó el freno y notó cómo el coche se deslizaba hasta quedar a unos centímetros de las piernas de la chica. 


Pedro exhaló todo el aire y se dejó caer sobre el volante, agradeciendo a Dios haberse detenido a tiempo. Al instante, el alivio fue sustituido por la furia, que lo hizo sacarse el cinturón de seguridad y salir disparado del coche, sin preocuparse en absoluto por la lluvia.


—¡¿Se ha vuelto loca?! —increpó.


Paula, que todavía respiraba agitada por el susto, le lanzó su mirada menos amistosa.


—¿Es que no me ha visto hacerle señas para que no se acercara?


—Es obvio que no —respondió él—. ¿Suelen recibir así a la gente por aquí, o es que tiene algún problema con las visitas? —añadió con sarcasmo.


—Con las visitas no, solo con usted —farfulló ella.


Paula contó hasta tres y se dijo que no merecía la pena discutir. Dispuesta a dejar de mojarse por aquel idiota, giró sobre los talones y se encaminó al porche.


Él agarró un maletín del asiento trasero y la siguió. Sus pies se encharcaron al primer paso, lo que confirmó que unos zapatos caros no eran apropiados en aquellos parajes.


Ya resguardada bajo el pórtico de entrada, Paula se volvió. 


Él la siguió de cerca y se sacudió el abrigo cuando estuvo a su lado. Aunque el gesto fue inútil, pues lo más seguro es que ya se hubiese empapado hasta los huesos.


—¿Qué pasa, suele corretear por ahí cuando llueve a cántaros, o qué? —volvió a preguntar él, mientras se secaba la frente con el dorso de la mano.


—O qué —respondió calmada, cruzándose de brazos.


Normalmente le era difícil ser maleducada, pero la prepotencia y la capacidad para avasallar que tenía aquel hombre la sacaban de quicio.


—Espero que ahí lleve el pijama —continuó, señalando con un movimiento de cabeza al maletín—. Porque va a tener que quedarse a pasar la noche. Mire por dónde, voy a inaugurar el hotel antes de lo previsto. Tendrá que disculpar la falta de muebles —terminó sarcástica—, pero no contábamos con recibir huéspedes tan pronto.


Él pestañeó perplejo.


—Veo que mueve los labios, pero no tengo ni idea de lo que dice.


Paula se cruzó de brazos y alzó el mentón.


—Pues digo que su coche no podrá salir de ahí hasta que el barro se seque. Por eso salí a hacerle señas, para que no abandonase la carretera.


Él miró hacia el lecho fangoso que rodeaba los neumáticos y comprendió, aunque estaba seguro que la chica exageraba. 


Como experto conductor, no tendría problema para salir de allí en cuanto hubiese hablado con ella.


—No se preocupe por eso. En cuanto firme los documentos de renuncia —anunció, levantando y palmeando el susodicho maletín—, me iré tan rápido que ni siquiera habrá notado mi presencia.


—Eso lo dudo —masculló, pasando por alto la posible insinuación de su respuesta.


Paula hizo una mueca y se dio la vuelta para entrar en la casa. No dejaba de sorprenderla el parecido físico de aquel hombre con su padre, y los sentimientos tan contrapuestos que ambos le causaban. Mientras Samuel le inspiraba una mezcla entrañable de ternura y protección, su hijo despertaba en ella una especie de rechazo. Algo parecido a una molesta alergia primaveral. Y no era exactamente que no le resultara agradable a la vista. Incluso, y en cualquier otra circunstancia, Paula admitiría que era guapo.


Pedro la siguió al interior del edificio. Se trataba de una casa antigua de estilo colonial y, por lo que pudo constatar al entrar, era que estaba en plena restauración. Todo estaba en semipenumbra, iluminado de forma tenue por la luz de algunas lámparas de pared. Olía a barniz. Por el brillo que mostraba el suelo, Pedro supo que había sido pulido recientemente. El suntuoso pasamano de madera maciza, que por lo intricado de su forma parecía obra de un artesano, ascendía caracoleando hasta la primera planta. 


Salvo por un raído sofá frente a la gran chimenea francesa del centro del vestíbulo, no había, como ella le había informado, ningún mueble a la vista. Por eso le sorprendió que al fondo del salón, frente al ventanal que se abría al exterior, un abeto repleto de parpadeantes luces y adornos navideños ocupase el espacio.


Paula entró en la cocina seguida por su inesperado invitado. 


Se sacó el chubasquero y la gorra de lluvia y los arrojó sobre una silla. Se llevó las manos a la cintura en actitud impaciente.


—A ver, ¿qué es eso que tengo que firmar?


No es que las mujeres que frecuentaba no usasen a menudo jersey de cuello vuelto y vaqueros ajustados, pero Pedro debía reconocer que a ella le quedaban especialmente bien. No era muy alta y a lo mejor tenía algunas curvas de más, pero podía llegar a resultar hasta interesante. Comprendía que un hombre como su padre pudiese perder la cabeza por ella; solo y mayor, que una chica así se fijase en uno era prácticamente irresistible. No sabía si era la forma en corazón de su cara, los ojos grises, o la forma en que estos brillaban cuando su dueña hablaba, pero lo cierto es que todo el conjunto resultaba atrayente.



Paula se dio cuenta de que la estudiaba y eso la hizo sentirse incómoda. Cruzó los brazos defensivamente sobre el pecho y lo miró impaciente.


—¿Y bien?


Él volvió enseguida a la realidad.


—Dijo que firmaría la renuncia —indicó, sacando varios documentos del portafolio y depositándolos sobre el mostrador de mármol—. Aquí la tiene.


Paula tomó el bolígrafo que él le tendía. Pasó a su lado y sin ni siquiera echar una ojeada, estampó su firma en las marcas que había en el documento.


Pedro guardó el bolígrafo que ella le devolvió en el bolsillo de su chaqueta, y la observó con desconfianza. Aquello había sido demasiado fácil, ¿por qué no había objetado o puesto alguna condición? Percibió entonces un extraño desasosiego, algo así como culpa. Resultaba que ya no le daba del todo igual no cumplir con el último deseo de su distante padre.


—No puedo creer que no quiera nada.


—Quiero los libros —intervino con ligereza, hasta que una idea acudió a su cabeza—, a no ser que…


Él achicó los ojos con suspicacia antes de animarla a seguir.


—¿Que…?


—Que tengan un significado especial para usted.


La respuesta terminó por confundirlo por completo. Acababa de renunciar a casi un millón de euros a cambio de unos libros viejos, los que también estaba dispuesta a cederle si tenían valor sentimental para él. Absolutamente desarmado, solo pudo pensar en que no podía existir alguien tan generoso. Ahora lo tenía claro; aquella mujer ocultaba algo, o peor aún: estaba completamente chalada.


—Señorita Chaves —dijo cauteloso—, exactamente, ¿qué clase de relación la unía a mi padre?









martes, 29 de diciembre de 2015

PERFECTA PARA MI: CAPITULO 9




Con la intención de no mojarse mucho, Paula corrió hasta el cobertizo de la leña. Llovía tanto que en pocos metros el agua conseguía calarle hasta los huesos. El fontanero le había recomendado encender la calefacción y mantenerla funcionando varios días seguidos para asegurarse su buen funcionamiento en el futuro. Así que allí estaba ella; en medio del diluvio, en una casa sin muebles, con un torbellino de preocupaciones en su cabeza.


Por un lado estaba aquella casa, que se llevaba cada uno de sus ingresos. Pero sobre todo estaba Samuel, el excéntrico de Samuel, que incluso después de irse tenía la capacidad de anonadarla. Paula se sentó en el montón de leña y suspiró. 


Al instante, su mente voló de nuevo hasta aquel día en el despacho de abogados.


El abogado los precedió hasta su oficina y los invitó a ponerse cómodos. Ella, que no había soltado la caja de Samuel, la dejó sobre la mesa y se sentó. Estaba nerviosa.


Deseaba que todo aquello terminara cuanto antes, entregarle la caja al hijo de su amigo y poder marcharse a casa, donde la esperaban otros problemas que deberían importarle mucho más que todo aquello.


Instantes después, el abogado comenzó a leer lo que él mismo denominó como «un testamento extraño».


Su hijo heredaría las escasas propiedades que tenía y las acciones, cuyo valor no era despreciable. Mencionaba también una buena cantidad a repartir entre dos ONG. Hasta ahí todo normal. Lo raro venía luego; dejaba a Paula todo lo que se encontraba dentro de la caja de madera que ella portaría consigo. Además, informaba que sus herederos debían administrar juntos su contenido, haciendo hincapié en el hotel de Paula, y en la especial importancia de aquel punto para que el testamento se hiciese efectivo.


El abogado esperó el permiso de sus acompañantes para levantar por fin la tapa verde. La perplejidad de su cara y el centelleante brillo que acudió de repente a su mirada, los hizo incorporarse para ver lo que había dentro. Allí, como si de un cofre del tesoro se tratase, sobre un fondo de exquisito terciopelo negro, descasaban dos fulgurantes lingotes de oro impresos con el sello que los acreditaba como el metal más puro del mundo.


A partir de ahí la situación se descontroló. Aunque en resumen, se podría decir que el hijo de Samuel se enfadó, y se puso de lo más irritable mientras renegaba de todo el testamento, en especial de la última parte. Además de desconfiar sin ninguna sutileza de la relación que la había unido con su padre. A lo que ella había respondido poniéndose de pie inmediatamente y propinándole un bofetón tan potente, que aquel imbécil había terminado sentado otra vez en la butaca. Claro que no fue así exactamente como terminó la reunión. Paula sonrió con ironía cuando volvió a recordar cómo se había quedado absolutamente petrificada ante la situación.


Tomó un tronco del montón y un pinchazo en la mano la hizo gruñir. Se quitó el guante de lana y se dio cuenta de que una astilla había atravesado el tejido y también la piel de su dedo corazón. Se lo llevó a la boca en un acto reflejo y suspiró de frustración. «Ojalá le hubieses pegado. Así, al menos, ahora te sentirías mejor», pensó mientras volvía a recordar cómo, después de escuchar a aquel cretino insinuar lo peor de ella, se había levantado, había tomado su chaqueta y, apenas oyendo las objeciones del abogado, se había dirigido a la puerta.


—Renuncio. Redacte lo que sea y se lo firmaré; no quiero nada —indicó con calma al abogado, quien había enmudecido y permanecía todavía boquiabierto.


Se giró y abrió la puerta, pero antes de marcharse recordó algo. Se volvió hacia Pedro Alfonso, que se había levantado y la observaba desapasionado.


—Sí, hay algo: los libros. Quisiera poder tenerlos.



****


El ruido del motor de un coche hizo que Paula regresase al presente de inmediato. Se levantó a toda prisa y corrió hasta la parte delantera de la casa. Debía advertir a quien fuese que no abandonara el pavimento; pues el coche se quedaría atrapado si avanzaba hasta la embarrada calzada que llevaba a la casa.


Pero como últimamente la suerte había decidido esquivarla, no llegó a tiempo de avisar al conductor. Sin embargo, Paula jamás hubiera pensado que su suerte la había abandonado definitivamente hasta que distinguió al hombre sentado al volante del coche de alquiler que acababa de aparcar, justo enfrente de la casa







PERFECTA PARA MI: CAPITULO 8





Pedro trató de estirar el mapa sobre el volante, y de nuevo maldijo su suerte por no encontrar ningún vehículo con GPS en la empresa de alquiler de coches. Su teléfono móvil apenas tenía cobertura y había tenido que parar a comprar un mapa en la última gasolinera. Al parecer, aquellos parajes estaban mortalmente reñidos con la era tecnológica. 


Maldiciendo para sus adentros, comprobó que las líneas del plano no correspondían con las estrechas carreteras, apenas pavimentadas, que se extendían frente a él. Hacía dos días que llovía sin tregua y los limpiaparabrisas no daban abasto. 


Miró al frente y trató de vislumbrar alguna señal informativa que le indicara el camino que debía seguir para llegar al dichoso hotel, de aquella dichosa mujer.


Desde niño sabía que su padre nunca hacía las cosas como todo el mundo. Pero ahora, incluso muerto, continuaba alterando sus destinos y jugando a su antojo con todos ellos. 


Como piloto comercial siempre había viajado y no lo había visto mucho. Sin embargo, cuando su madre los abandonó, Pedro pensó que su padre cambiaría de empleo y se ocuparía de él. Nada más lejos de lo que ocurrió. Tras regresar a casa después de irse su esposa, puso en venta el edificio y todo lo que contenía, y se llevó a su hijo de diez años al mejor colegio de Suiza.


No obstante, si alguien pudo pensar que Pedro se había sentido abandonado o desarraigado, no se acercaba ni de lejos. A sus treinta y ocho años podía decir que el colegio suizo era lo mejor que le había pasado en la vida. Allí aprendió a seguir pautas; cualquier objetivo elevado se conseguía con fuertes dosis de disciplina. También allí hizo amigos influyentes, pues sus compañeros eran los hijos de las personas que dirigían el planeta; hijos que habían heredado los imperios de sus progenitores, y cuyos números de teléfono él recogía en su dotadísima agenda. Algo esencial para alguien que se dedicaba a asesorar empresas en todo el mundo.


Pero ahora su padre se moría, y volvía a poner su perfecta vida patas arriba. En aquellos momentos, él debía estar llegando a la estación de esquí suiza donde cada año pasaba sus perfectas vacaciones navideñas. Claro que nadie contaba con la sorpresa mayúscula que su padre les había preparado en el testamento. Por eso antes de irse debía poner un poco de orden y averiguar quién era aquella mujer que, ojos bonitos aparte, había logrado aguijonear su curiosidad. Pues, ¿quién en su sano juicio estaría dispuesto a renunciar a una fortuna a cambio de unos libros viejos? ¿Qué tipo de relación la había unido a su difícil padre?








PERFECTA PARA MI: CAPITULO 7






Volvió a pasar la mano por la suave tapa, y de nuevo se preguntó lo que contendría aquella caja que pesaba como una tonelada y que llevaba observando dos semanas sin atreverse a fisgonear. Sentía que sin el permiso de Samuel, tan celoso siempre de su privacidad, podía estar profanando algún secreto.


Había llegado temprano a la cita con el abogado de Alvarado-York, y Asociados con el que había quedado por teléfono el día anterior. Llevaba sentada alrededor de media hora en el moderno y minimalista sofá de la sala de espera.


Al parecer, Samuel la había mencionado en su testamento; para la lectura del cual debían estar todos los beneficiarios.


Hacía más de una semana que intentaba ponerse en contacto con su hijo; el único pariente de Samuel, al que ella debía darle la dichosa caja. Tras fracasar en sus intentos decidió llevársela consigo, segura de que la familia acudiría a la lectura del testamento.


Paula no tenía ni idea de lo que Samuel le había dejado. 


Aunque conociendo el amor por la lectura y su sentido del humor, lo más probable era que le hubiera donado los libros; y a ella le encantaría tenerlos. No se sentía culpable; después de todo, seguro que ningún familiar los valoraría tanto como ella, pues sabía lo importantes que habían sido para su dueño. A pesar de que en aquellos momentos le vendría bien algo de mayor valía —sobre todo ahora que debía pagar la factura del fontanero que había reparado la calefacción de la casa—, Paula agradecería cualquier cosa que Samuel le hubiese dejado y lo guardaría como un preciado recuerdo de su amistad.


Tamborileó con los dedos sobre la caja. No sabía muy bien el porqué, pero estaba nerviosa.


El ruido de la puerta le indicó que alguien más llegaba pronto. Paula levantó la mirada y un ligero escalofrío la sacudió. De pie bajo el umbral, con una mirada desapasionada, estaba Samuel.


Bueno, en realidad no era él, sino una versión más joven de Samuel. Pero era sorprendentemente semejante: los mismos ojos negros, la nariz recta, los pómulos marcados y la misma mandíbula cuadrada rematada por un fuerte mentón, con hoyuelo incluido.


El hombre no pronunció palabra, se dedicó a observarla. 


Parecía que su presencia allí no le sorprendía.


—Buenos días —dijo ella, con el corazón acelerado.


Sabía quién era, no podía ser otro: aquel era el hijo de Samuel.


—Buenos días.


Su voz grave resonó en la sala.


Paula dejó la caja a un lado y se levantó por educación. No sabía cómo tenía que saludarlo.


El mismo socio del bufete que la había recibido entró tras él. 


Paula no se había percatado de su presencia porque la elevada estatura del hijo de Samuel lo ocultaba de su campo de visión.


—Ya que todos los beneficiarios están presentes —dijo el abogado señalando la puerta—, podemos proceder a la lectura en cuanto lo estimen oportuno.


Ninguno de los dos hizo amago de seguirlo. Paula no sabía si presentarse a sí misma; y tampoco sabía si darle un formal apretón de manos, o dos besos en las mejillas. 


Aunque por la seriedad con que la observaba de arriba abajo, cualquier muestra de afecto quedó rápidamente descartada.


Él mantenía la postura erguida con las manos tras la espalda. Y Paula, como siempre que se ponía nerviosa, no sabía qué hacer con las suyas. Así que se cruzó de brazos.


—Oh, disculpen —pronunció con cierto azoro el abogado, que pareció percibir la tensión entre ambos—, ¿no sé si se conocen?


Paula negó enérgicamente con la cabeza. Él volvió su atención al letrado y con cierto aire de timidez, casi impropio para su postura altiva, negó también.


—Señor Alfonso, esta es la señorita Paula Chaves, amiga de su padre. Y este es el señor Pedro Alfonso, hijo del difunto Samuel Alfonso.


«Pedro, se llamaba Pedro». Estirando el brazo, Paula dio un inseguro paso al frente. Él extendió su mano y, a medio camino entre ambos, se produjo el primer contacto. Tenía los dedos tan largos que se cerraron sobre su muñeca durante el apretón. Y ella tenía las muñecas sensibles, siempre las había tenido; ese era el motivo —y no otro— por el que experimentó cierto cosquilleo en la piel.


A partir de ahí las cosas parecieron fluir con más o menos cordialidad entre todos ellos. Claro que cualquier muestra de amabilidad se evaporó en cuando se produjo la lectura del testamento.