miércoles, 30 de diciembre de 2015

PERFECTA PARA MI: CAPITULO 11




Paula aspiró con fuerza al recordar las insinuaciones que él había hecho el día de la lectura del testamento. Dispuesta a no olvidarse de que aquel era el hijo de Samuel, decidió que iba a concederle una tregua y no enfadarse, al menos por el momento.


—Puede llamarme Paula—concedió, antes de suspirar con impaciencia—. Y su padre era mi amigo; el mejor que tenía, de hecho.


—¿Mi padre?


Ella asintió.


—¿El mismo al que echaron de dos residencias?


Ella volvió a asentir. Esta vez con una sonrisa nostálgica al recordar el mal genio de Samuel, y lo mucho que le iba a echar de menos.


—Señor Alfonso, su padre era un hombre extraordinariamente bueno, a quien le aterraba la idea de que los demás se enterasen. Era sensible, y consciente de que esto lo volvía vulnerable. Conocía el dolor y tenía pánico al sufrimiento. Sus arrebatos mordaces lo mantenían a salvo.


Otra vez, en menos de cinco minutos, aquella mujer acababa de dejarlo sin palabras. Pedro abrió la boca para responder y, al no encontrar réplica, la volvió a cerrar. ¿Había sido aquel su padre? Jamás lo había visto llorar; ni siquiera cuando su madre los abandonó. Había culpado a su padre, pero jamás se preguntó si sufría ¿Lo habría pasado tan mal como para alejar a todo el mundo de su lado, incluso a él?


Aquel descubrimiento lo sorprendió. Entonces se cuestionó su propia barrera del dolor, ¿tenía tanto miedo al sufrimiento como su padre? «No —respondió su subconsciente—, tú tienes un montón de amigos. Solo tienes que mirar tu agenda para darte cuenta de que no eres un antisocial.»


Pedro se dio cuenta de que el silencio se había hecho violento y la inquisitiva mirada gris lo instó a hablar. 


Meditando en lo que ella acababa de decir, se había olvidado de que le tocaba intervenir. No obstante, aunque él hubiese sacado el tema, no tenía intención de seguir hablando de su padre.


—Llámame Pedro —indicó, aún sabiendo que aquello no venía demasiado a cuento.


Paula asintió y sonrió, agradecida del pequeño avance hacia la cordialidad entre ellos.


Pedro se sintió levemente desconcertado porque, si lo que ella acababa de decirle acerca de su padre le parecía ciertamente peligroso, su sonrisa podía desarmar las defensas más poderosas. Así que, sintiéndose en «campo abierto», Pedro decidió volver a las «trincheras». Para ello, romper el contacto visual le pareció de vital importancia


—Bueno —dijo, volviéndose hacia el maletín—, el motivo de mi visita ha concluido. He de irme.


Absurdamente decepcionada, Paula le lanzó un último vistazo antes de concentrarse en la elaboración de su almuerzo.


—Pues que tengas suerte.


Él pareció no percatarse de que aquel deseo tenía que ver con el hecho de sacar el coche.


—Gracias, lo mismo te digo —contestó—. El abogado tiene mi número de teléfono. Así que si alguna vez necesitas algo...


Al oír el ofrecimiento, Paula levantó la vista de la zanahoria que había empezado a lavar. Pero él ya había salido, con la intención de irse por donde había venido.


Ella puso más agua en la olla, sabiendo que la sopa de verduras tendría que ser para dos.



****


—¿Y por qué diablos no hay cobertura?


Pedro llevaba más de dos infructuosas horas tratando de poner el coche en marcha. Como ella le había advertido, los neumáticos no dejaban de derrapar. Había intentado llamar a la grúa, pero su teléfono no funcionaba. Terriblemente frustrado, se había dado por vencido y entrado otra vez a la casa.


Paula, que acababa de secar la taza en la que se había tomado una reconfortante y humeante sopa, levantó la cabeza del fregadero y lo vio entrar iracundo en la cocina.


—Se estropea cuando hay tormenta —respondió con tranquilidad—. A veces regresa rápido, pero otras tarda días en restablecerse.


—Fantástico —gruñó él con ironía—. Mañana tengo que tomar un avión a Suiza, ¿quieres decirme cómo demonios voy a hacerlo?


Paula había oído el rugir del motor intentando salir durante más de una hora. Luego lo había escuchado entrar en la casa maldiciendo, y llevaba como media hora despotricando contra su compañía de telefonía en el vestíbulo. Ahora, al parecer, iba a ser ella la que se convirtiera en el centro de su indignación. Sorprendentemente, aquello no llegó a molestarla; pues acababa de descubrirle un parecido con su padre: los dos tenían un genio terrible.


Pedro comprobó que ella sonreía y eso provocó que se intensificase su irritación.


—¿Estás disfrutando, eh? Sí, claro, tenías razón —reconoció, acercándose con los brazos extendidos—. ¿Era eso lo que querías oír, no? Pues ahora, si me haces el favor, dime cómo salgo de aquí.


Paula se secó las manos en un trapo de cocina antes de contestar con tranquilidad.


—Bueno, hay dos formas —expuso, pasando por alto su mirada de indignación—. La primera es que te vayas andando hasta el pueblo; son unos doce kilómetros y cuando llueve tanto suelen producirse desprendimientos. Eso la descarta como la más recomendable.


—¿Y la otra?


Ella sonrió por su impaciencia. Salió de la cocina dispuesta a mostrarle la otra, con él pegado a sus talones.


Pedro observó a la mujer, y luego a la gran pala que colgaba de su mano.


—¿Estás de broma?


—No, aunque esta opción tampoco puedo garantizártela —contestó ella, sonriendo maliciosamente cuando la imagen de él, cavando en el barro con su traje de dos mil euros, se dibujó en su mente.


Él se cruzó de brazos con aire incrédulo.


—¿Quieres decirme que estoy atrapado aquí hasta que deje de llover?


Paula se apoyó en la pala y asintió.










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