lunes, 28 de diciembre de 2015

PERFECTA PARA MI: CAPITULO 6





Un conocido que tampoco llevaba paraguas pasó por su lado y la saludó, devolviéndola al presente. Paula correspondió a su saludo con una sonrisa de impotencia. Al poco se dio cuenta de que ya no llovía con tanta intensidad como antes y decidió darse una carrera hasta la residencia.


Frente a la gran puerta giratoria de la entrada estaba Luis, el vigilante de seguridad, observando la calle y fumándose un cigarro. Paula dio un salto hasta salvaguardarse bajo la cornisa del edificio y lo saludó jovialmente. Él contestó con un escueto «hola» y apartó la mirada. Nunca habían sido muy amigos, pero a Paula la sorprendió lo poco hablador que estaba. «Seguramente vuelve a tener problemas con su ex», pensó. Pues el vigilante, al igual que todos, eran protagonistas de los dimes y diretes del edificio.


Se puso el uniforme, tomó el periódico y se encaminó a la habitación de su amigo. Paula contempló la imagen que el espejo del ascensor le devolvía y no pudo menos que torcer el gesto. Estaba horrible: tenía el pelo húmedo y pegado a la frente, estaba ruborizada por la carrera y sus pómulos presentaban unos pequeños surcos azulados bajo los ojos, fruto de la falta de sueño que la casa empezaba a causarle. 


Seguro que Samuel haría algún comentario mordaz sobre su aspecto.


Pero cuando las puertas automáticas se abrieron se dio cuenta de que algo no era como siempre: el pasillo no estaba en silencio. Había dos enfermeras conversando frente a la puerta de Samuel, que estaba abierta. Paula se aproximó a ellas dispuesta a averiguar lo que sucedía.


—Ya no vas a necesitarlo más —le dijo una de ellas, señalando el diario que llevaba bajo el brazo. 


Contemplándola altivamente, pasó a su lado y se alejó por el pasillo.


Paula observó el diario y luego a la otra enfermera, que le devolvió una mirada mucho más afectuosa que su compañera.


—Samuel ha muerto, Paula —anunció, tocándole ligeramente el brazo—. Lo siento mucho.


Las palabras entraron despacio en su cabeza. Luego, tiempo después, llegó el significado.


Bajó la cabeza y miró la mano en su antebrazo. El mundo pareció ralentizarse, como si todo ocurriera a cámara lenta; igual que en un sueño. Sí, eso era, cerraría los ojos y se concentraría muy fuerte para despertar. Entonces aparecería en su cama, agitada por la pesadilla. Y Samuel estaría a salvo en la otra punta de la ciudad, en su habitación de la residencia; tan enfadado como siempre.


Pero, en esta ocasión, no hubo despertar.


Paula volvió la cabeza hacia la habitación vacía. Las cortinas se movían al compás del viento que entraba por la ventana entreabierta. Sobre la cama había una caja de color verde que nunca antes había visto.


La enfermera volvió a hablar.


—No ha venido nadie de la familia. Hemos recogido todo y una empresa de mudanza se ha llevado sus enseres. Solo queda esa caja de madera, que Samuel dispuso que tú misma le entregaras a su familia.


—¿Qué? ¿Yo? —murmuró—. No. ¿Dónde está Samuel?


—Ya se lo han llevado. Hace tiempo que él lo organizó todo; tenía todos los servicios contratados.


A Paula le costó reaccionar.


—Pero, ¿cómo lo sabía?


Ella le acarició el brazo, observándola con lástima.


—Esto es una residencia de ancianos. Todos saben que tarde o temprano puede llegar el momento. Las empresas funerarias ofertan ese tipo de servicio a los clientes que no tienen familiares.


—Pero Samuel tiene un hijo —contestó ella, apartando el brazo y rompiendo el contacto con su interlocutora.


—Le llamamos y no pudo personarse. Al parecer, está de viaje en oriente medio. No obstante Samuel ya lo había dispuesto todo, Paula.


—Pero, pero… —Paula no sabía qué objetar, aunque estaba segura de que aquello no estaba bien.


La enfermera se alejó y la dejó sola. Paula entró en la habitación, tan familiar para ella y tan diferente sin Samuel. 


Suspirando se sentó en la cama y miró el diario, que todavía agarraba con fuerza.


Entonces leyó en voz alta.


—Los dos concejales imputados… —la voz se le quebró y las gruesas letras negras comenzaron a difuminarse.


—Ay, Samuel—susurró mirando al techo—, ¡cómo te voy a extrañar!


Y al fin lloró.








PERFECTA PARA MI: CAPITULO 5





La suave llovizna no tardó en dar paso al aguacero. Paula saltó sobre un charco y se resguardó bajo el colorido toldo de un escaparate. Contempló el reflejo de las luces del tráfico en los charcos y el agitado ir y venir de personas que, como ella, no habían sido lo suficiente previsoras como para llevar paraguas. Solo le faltaban unos cuantos metros para llegar a la residencia. Podía darse una carrera hasta allí, aunque por la forma en que llovía lo más probable era que terminase calada hasta los huesos. Su mano derecha se cerró sobre el diario escondido bajo su abrigo y decidió que terminaría empapado si decidía salir. Y a Samuel no le haría ninguna gracia quedarse sin escuchar la portada de ese día; repleta de grandes titulares sobre corrupción urbanística en el Ayuntamiento.


Paula sabía que al anciano le encantaba que le leyera el periódico. Sin embargo, estaba segura de que prefería el animado debate que se establecía entre ellos después. Las noticias sobre corrupción política —muy de actualidad— eran las favoritas de Samuel. Pues, como él decía, la clase política era un reflejo de la estupidez general. Era entonces cuando Paula, optimista por naturaleza, le rebatía hablándole sobre compromiso público, responsabilidad, dignidad, solidaridad, y toda clase de argumentos con los que únicamente conseguía que Samuel se riese de ella a grandes carcajadas. Pero, por el brillo centelleante que había observado en sus ojos mientras ella lo refutaba apasionada, había llegado a pensar que en realidad él también era un optimista, solo que no tan incauto.


No le caía bien a ningún miembro del personal de la residencia, y tampoco les gustaba a los otros ancianos. Pero Paula había descubierto en Samuel a un tipo excepcionalmente generoso y honesto. Tenía mucho sentido del humor, era auténtico y, pese a sus continuas bromas subidas de tono, respetaba más que nada la libertad individual. Su máxima era «vive y deja vivir». Ese era Samuel: el anciano más difícil del residencial «Los Tréboles», y su mejor amigo.


No dejaba de ser curioso que hubiese hallado tanta afinidad en una persona tan distante a ella en edad y clase social.


Una de las enfermeras le había contado que Samuel había sido piloto y que tenía un hijo al que nunca habían visto por allí. Según se rumoreaba, su esposa lo había abandonado muchos años atrás. Paula nunca se había atrevido a preguntarle; Samuel era bastante celoso de su privacidad y, salvo por algunas burlas al concepto de familia, jamás hacía comentarios sobre su vida. Claro que tampoco le preguntaba de forma directa sobre la suya. Algunas veces le lanzaba pullas con las que únicamente buscaba provocarla para sacarle información sobre su vida privada. Pero como ya le conocía, Paula no cedía a sus desafíos.


En ocasiones le hablaba sobre la casa que había heredado y sobre sus planes para el hotel; más que nada porque pasaba tanto tiempo con Samuel, que le era imposible no mencionar aquello que ocupaba casi todos sus pensamientos. 


Curiosamente, él jamás la interrumpía en aquellas ocasiones, ni siquiera para hacer chistes sobre banqueros o atacar con alguna ironía al sistema capitalista.


—¿Hay algún Florentino Ariza en tu vida, Paula? —le preguntó una vez mientras le leía «El amor en los tiempos del cólera», uno de sus libros favoritos.


Ella no se esperaba la pregunta, aunque entendía lo que quería saber. Florentino Ariza era el protagonista del libro, un hombre que se había pasado toda su existencia
enamorado de una misma mujer y quien, después de muchas contrariedades, decide que su vida termine en un perpetuo viaje por el río en compañía de ella. Aislados en un barco, los dos amantes logran al fin estar juntos y alejarse de los convencionalismos sociales.


—No, ahora que lo dice —respondió ella, fingiendo no comprenderle—, no conozco a ningún miope.


Samuel resopló de puro hastío.


—Ay, nena, por el amor de Dios, ¿tienes novio?


Paula lo observó durante unos instantes en silencio mientras una sonrisa bullía en sus labios.


—No, Samuel, no tengo novio.


—¿Novia?


Sonriendo ya ampliamente, Paula negó con la cabeza.


—Me gustan los hombres. ¿Algún interés personal al respecto? —bromeó.


Él le sonrió de medio lado, con aquella mueca que le hacía parecer un granuja.


—Hace treinta años, no te quepa la menor duda —respondió, guiñándole un ojo.


Paula se rió sin poder evitar ruborizarse, lo que provocó otra enorme carcajada de Samuel.


—Eres maravillosa —reconoció, mientras la risa se apagaba lentamente en su voz—. No sé en qué demonios piensan los hombres de hoy en día. ¿Cómo pueden pasar a tu lado sin ver lo especial que eres?


A pesar de que no había ninguna particularidad en sí misma que destacaría, a Paula le pareció el mejor cumplido que le habían dedicado nunca.


—Tú sí que eres especial —murmuró, justo antes de bajar la cabeza y seguir leyendo.








PERFECTA PARA MI: CAPITULO 4





Ella tomó un volumen de La realidad y el deseo y se lo mostró. Él se encogió de hombros, resoplando para sus adentros. «Genial, más lloradera», fue su último pensamiento, antes de concentrarse en su voluntaria.


Samuel la observó acercarse, sentarse enfrente y abrir el libro sobre su regazo. Ella le sonrió, y él se conmovió; sorprendido, a sus setenta y ocho años, de poder conmoverse todavía. Pero es que jamás había contemplado una mirada más directa, limpia y honesta. Era preciosa, y ni tan siquiera lo sospechaba. Se dio cuenta de que aquella chica era la persona más interesante que había pisado aquel lugar.


Achicó los ojos y leyó la plaquita que prendía sobre el lado izquierdo de su pecho: «Srta. Paula Chaves. Voluntaria».


Con la espalda recta y con la voz más dulce oída por él jamás, la Srta. Chaves comenzó a leer:
—¿Dónde huir? Tibio vacío…







domingo, 27 de diciembre de 2015

PERFECTA PARA MI: CAPITULO 3





Sentada frente a la mesa de una de las cafeterías más antiguas de la ciudad, Paula apenas prestaba atención a la conversación que se desarrollaba frente a ella. A pesar del poco tiempo que su atareada agenda como futura empresaria le dejaba, intentaba quedar con sus antiguas compañeras de universidad al menos una vez a la semana.


En aquel momento, sus amigas discutían algo sobre los cochecitos para bebés y ella había desconectado, como siempre hacía cuando la charla derivaba hacia aquel tema, para repasar mentalmente el astronómico presupuesto que acababa de recibir para restaurar la galería. La casa ocupaba todos sus pensamientos en aquel momento y además, ella no sabía nada de bebés.


Casi todas sus amigas tenían pareja desde hacía años y habían decidido completar su ciclo vital con uno o varios hijos. Y las que no habían encontrado compañero, se habían lanzado a la aventura de la maternidad en solitario. Ellas opinaban que si dejaba pasar más tiempo iba a «pasársele el arroz» —que era el dicho para las mujeres sin pareja del siglo veintiuno, del que para las del diecinueve lo fuera «quedarse para vestir santos»—.


Sin embargo, Paula sentía que no había llegado aún aquel punto en su vida; pues, aunque tal vez no apareciese nunca, lo que más deseaba era encontrar a un compañero de viaje, un cómplice que la sostuviera en los malos momentos y disfrutara a su lado en los buenos. Los niños, si tenían que venir, ya vendrían después. A lo mejor estaba demasiado influenciada por todas las novelas románticas que había leído y aquella era una forma de pensar contranatural, pero sabía exactamente lo que buscaba; y lo que deseaba, en definitiva, era un gran amor, alguien que la apasionara y al mismo tiempo la completara. Paula suspiró, pues se dio cuenta de que esperaba a su roca. Anhelaba lo que sus abuelos habían tenido, y no se conformaría con nada distinto.


—¿Paula?


La voz de su amiga Rocío la arrancó de sus cavilaciones.


—¿Qué? —dijo, devolviendo la atención a la mesa.


—Hablábamos del regalo de cumpleaños de Mily y Silvana, ¿has pensado en algo?


Recordó entonces que se había comprometido a buscar algunas ideas en Internet para la fiesta de sus amigas.


—No —reconoció arrepentida—. Ay, lo siento chicas, pero se me ha olvidado.


Rocío la observó con gesto de preocupación.


—¿Estás bien? No tienes buena cara —aseguró—. Esa casa va a terminar restándote años de vida. ¿Estás segura de que no necesitas ayuda?


Paula suspiró. Sus problemas eran tan evidentes que ya se reflejaban en su semblante.


—¿Alguna de vosotras tiene veinte mil euros que quiera invertir en una casa con mucho potencial? —preguntó, esforzándose en sonar optimista y jovial. Aunque por los rostros horrorizados que todas ellas le devolvieron, supo que la respuesta no iba a ser positiva.


Paula bajó la cabeza y una sonrisa afligida asomó a sus labios.


—No he tenido veinte mil euros en toda mi vida —susurró Rocío, completamente atónita—. ¿Alguna de vosotras ha visto esa cifra en su cuenta corriente alguna vez?


Totalmente boquiabiertas, las demás negaron con la cabeza.



****


Al salir de la cafetería, Paula sintió el frío viento en la cara y se cerró el abrigo con fuerza; aquel era uno de los meses de noviembre más fríos de los últimos años. La animada charla que acababa de compartir con sus amigas frente a una humeante taza de café le había ayudado a distraerse de sus problemas monetarios. Lástima que ninguna de ellas fuera una multimillonaria heredera decidida a invertir algo de su sobrante capital.


«Veinte mil euros, ¡madre mía! Veinte mil euros…» La cabeza de Paula no dejaba de dar vueltas al presupuesto que la empresa de vidrios le había mandado esa misma mañana. Después de reuniones interminables, de informes y múltiples valoraciones de riesgo, al fin había conseguido el dinero suficiente para «echar a andar». Ahora, varios meses después y tras haber terminado prácticamente con la reforma interior, estaba en un punto muerto. Todos los gastos se habían disparado. Nunca había pensado que restaurar lo viejo fuera tan caro.


Una gota de lluvia se estrelló en su mejilla. Entonces introdujo el periódico bajo su abrigo para que no se mojara. 


Siempre después de las cinco, el camarero de la cafetería le regalaba el diario para que ella pudiese llevarlo a la residencia.


Si algo tenía que agradecer a su empleo como traductora era el tiempo libre del que disponía. Aquello le permitía, desde la muerte de sus abuelos, trabajar como voluntaria en la residencia para la tercera edad «Los Tréboles».


Ahora, desde que su aventura como empresaria se había iniciado ya no tenía tantas horas libres como antes, pero Paula se negaba a renunciar a su visita diaria a «Los Tréboles», donde vivía Samuel Alfonso: su mejor amigo.


Samuel era un anciano peculiar. Era tan peculiar que, pese a ocupar una suite de lujo en la más exclusiva y cara residencia de la ciudad, antes de la llegada de Paula como voluntaria, le habían advertido en más de una ocasión con la expulsión.


Era huraño, cascarrabias, e intolerante con todo tipo de debilidad; la suya propia la que más. Por eso no entendía por qué le caía bien ya que ella, con su metro sesenta, su pelo rubio, ojos grises y tez blanquecina, era la viva y etérea imagen de la debilidad. Sin embargo, desde el mismo momento en que se conocieron, se estableció entre ellos un sólido vínculo.


Paula recordaba la primera vez que se vieron. Ella había ido a recoger unas bandejas de la merienda pero, como todavía llevaba pocos días allí, terminó confundiéndose de pasillo. 


Así fue a parar por error a la zona de suites donde, tras una de las puertas, apareció él; sentado en su silla de ruedas eléctrica frente a la ventana, con la postura recta y los hombros erguidos. Giró su canosa cabeza y al verla, sus ojos se agrandaron por la sorpresa. Ambos se observaron durante casi un minuto. Paula, prendida en su mirada directa y completamente abochornada al irrumpir en un espacio íntimo, no pudo articular palabra.


Samuel reaccionó enseguida. Pulsó el mando de la silla e hizo que esta se girase hacia ella.


—Vaya, vaya, por fin estos tacaños han decidido tener un detalle conmigo. Bueno… —Sus ojos negros la recorrieron de arriba abajo con un brillo malicioso—, menos mal que la estancia en este tugurio comienza a ponerse interesante. Podías haberte esforzado un poco con el disfraz, pero eres guapa, así que no me importa. —Se palmeó las piernas y sonrió—. Ven aquí, o… ¿prefieres mejor que empecemos con un striptease?


Paula exhaló un jadeo de incredulidad, pero no llegó a ofenderse con la picardía del anciano. Pues aunque sonreía como un truhán, su mirada estaba despojada de cualquier tipo de vileza o depravación.


—Soy voluntaria, no prostituta; y esto —dijo, tocándose el mono de rayas que llevaba puesto—, es mi uniforme. Llevo poco tiempo aquí y me ha confundido de pasillo. Siento haberlo molestado.


Él hizo un mohín de fastidio.


—Así que nada de striptease.


—Nada de striptease —convino Paula con una sonrisa.


—Vaya por Dios.


Samuel continuó observándola con atención. Ella se alisó la falda tímidamente y notó que se había sonrojado. Entonces apreció un cambio en el anciano: inclinó su plateada cabeza y achicó los ojos, la ironía había sido substituida de su mirada por algo mucho más suave, algo parecido a la admiración.


—¿Puedo ayudarlo en algo?


Él continuó mirándola, hasta que el silencio se hizo pesado.


—¿Quiere que le suba de la cocina algo para merendar?


—No —respondió escueto.


—Bueno —Paula lo contempló por última vez y retrocedió hasta la puerta—, me marcho entonces.


—¿Tiene prisa?


Parecía decepcionado.


—No.


—¿Podría leerme algo? Mis ojos, como mis piernas, se están rindiendo. Y sin visitas ni lectura, mi vida en este sitio es tediosa a morir. —El sarcasmo regresó a su voz—. Nunca mejor dicho, ¿no le parece?


Paula no contestó. Atravesó la lujosa habitación y fue hasta la estantería, donde había gran cantidad de libros; todos ellos viejos y de aspecto muy usado.


—¿Alguna petición?


—Sorpréndame.









PERFECTA PARA MI: CAPITULO 2





La señal luminosa que indicaba que la batería de su cámara digital se terminaba, apartó a Paula de sus cavilaciones y la trajo al presente. Debía darse prisa en terminar aquellas fotos de la casa de sus abuelos, o tendría que volver al día siguiente; siempre y cuando eso fuera posible ya que, por el aspecto del cielo y el atronador ruido del mar en los acantilados, se diría que se avecinaba una buena tormenta. 


Y si eso acontecía no sabía cuándo podría volver, pues con las fuertes lluvias el camino hasta allí se volvía intransitable. 


Ese era precisamente uno de sus encantos; estaba lejos de todo y era tan hermoso que sobrecogía.


Miró a través del objetivo de la cámara, intentando que la desnuda rama del roble centenario apareciese en primer término. La idea era que los desconchones de la fachada se
apreciaran lo menos posible. Su casa debía presentar el mejor aspecto en su Plan de Empresa, aquel informe en el que básicamente exponía su idea de la forma más atractiva posible a los bancos e instituciones. Con todo lo que había aprendido en la universidad y la ayuda de una amiga economista, Paula aguardaba que aquel dossier que llevaba días preparando terminase por conquistar a muchos inversores. Porque la reforma iba a ser cara, y ella apenas conseguía llegar a fin de mes con sus limitados ingresos.


Los abuelos le habían contado que la vivienda había sido edificada por un rico antepasado cubano como regalo para una amante, la cual, al parecer, decidió abandonarle en cuanto descubrió lo inhóspito del lugar.


La influencia de la arquitectura colonial era clara: los dos pisos y la buhardilla del desván, la doble escalinata de acceso a la entrada principal, el majestuoso pasamano de piedra al que le faltaban varios balaustres, la gran vidriera de la galería que ocupaba todo el frontal del primer piso, y que era uno de los elementos que a Paula más le apetecía ver restaurado.


El edificio había estado pintado de azul cielo pero, salvo en algunas esquinas en las que todavía se apreciaban algunos restos de pintura, nada quedaba del color original de la casa, que ahora ofrecía una triste mezcla de tonos ocres. Todo en el decadente palacete revelaba el pasado de una familia que desde hacía décadas habitaba una vivienda desproporcionada a su estatus. Pues, ¿cuántos pescadores podían mantener un palacio al borde del mar?


Paula apretó el botón de la cámara tras echar otro vistazo al desconsolado aspecto de la casa de sus antepasados. 


Estaba decidida a rescatarla de la demolición y a construir su futuro allí. Dispuesta a no prestar atención a quienes le decían que lo mejor que podía hacer era venderla, tomar el dinero que le dieran por aquella ruina, y olvidarse del asunto.






PERFECTA PARA MI: CAPITULO 1




Paula Chaves no era una persona sin expectativas; de hecho, en algunas ocasiones había llegado a creer que sus sueños se habían convertido en el centro de su existencia.


Cuando sólo faltaban unos días para su trigésimo quinto cumpleaños podía asegurar, sin atisbo de dudas, que sus objetivos eran claros. Sabía exactamente lo que quería, lo único que le impedía lograrlo era su total y determinante falta de dinero. Lo que no dejaba de ser hasta cierto punto paradójico, pues desde pequeña había hecho todo cuanto le habían dicho que tenía que hacer para conseguir sus propósitos.


Sus padres se marcharon de la aldea a la gran ciudad y siempre habían subsistido con múltiples dificultades. Fueron ellos los que le inculcaron la necesidad de un buen currículum académico para optar a los mejores empleos. Y pronto Paula se dio cuenta de que esto último era esencial para alcanzar una posición económica que le permitiera una existencia feliz.


Estudió mucho hasta licenciarse con honores en Turismo. 


Había elegido este sector porque era un valor en alza para el futuro. No obstante, cuando había llegado el momento de comenzar a recoger los frutos de su esfuerzo surgió la dichosa crisis económica, y los valores seguros dejaron de existir. Aunque se podía decir que ella todavía contaba con el último de ellos: la esperanza.


Apenas se permitía el pago del alquiler de su apartamento con las traducciones esporádicas que algunas empresas le encargaban, pero ella seguía creyendo que algún día conseguiría vivir tal y como quería. Y lo que deseaba con todas sus fuerzas era poder restaurar la casa que su abuela le había dejado en herencia para devolverle su antiguo esplendor, convirtiéndola en un encantador hotel rural a donde la estresada gente de la ciudad acudiera en busca de paz.


Sus padres habían ahorrado para que ella y su hermano pudiesen ir a la universidad. Jamás se habían ido de viaje y en diciembre, cuando a su padre le daban vacaciones en la fábrica de coches en la que trabajaba, su familia se trasladaba a la aldea en la que sus abuelos vivían, a la casa en la que varias generaciones de Chaves habían nacido. Allí, fuera del claustrofóbico piso urbano que compartía con su familia en la ciudad, Paula había sido feliz.


Toda aquella situación aportaba cierto grado de ironía a su existencia. Pues sus planes consistían en contradecir el sacrificio que sus padres habían realizado treinta años atrás, cuando abandonaron el pueblo. Habían llevado una existencia sin lujos para que sus hijos aspiraran a una vida mejor, y ahora ella creía haber encontrado su futuro en aquel mismo sitio. Al final, resultaba que su felicidad se encontraba en el lugar del que sus progenitores habían huido. No solo resultaba irónico; era cómico, y hasta trágico.


A diferencia de sus preocupados y atareados padres, el recuerdo de sus abuelos siempre le había transmitido mucha serenidad. Como pescador, su abuelo había desarrollado un carácter paciente que a Paula le recordaba a una roca en mitad del océano. Por el contrario, la abuela era una mujer pequeña y nerviosa que se pasaba el día de un lugar a otro.


A Paula le encantaba ir a pescar con su abuelo. Le gustaba caminar largas distancias entre los senderos de la costa para luego sentarse mirando al mar, aguardando a que los peces picaran. Claro que ningún pez, ni siquiera uno despistado, había caído nunca en su anzuelo. Pero el tiempo a solas con su abuelo les permitía hablar durante horas, con la única compañía de los pájaros suspendidos en el viento y el fascinante sonido del mar.


—Tu abuela es como la marea —le dijo él un día mientras observaban el horizonte, aguardando a que algún pez mordiera el anzuelo.


Paula le miró con curiosidad, y él sonrió al ver su gesto de desconcierto.


—Ella va y viene, y algunas veces se agita nerviosa como el mar —explicó.


Paula observó el horizonte con aire soñador cuando el sol ya comenzaba su descenso hacia el ocaso.


—¿Y tú qué serías entonces? —preguntó, volviendo los ojos a su abuelo—. ¿Un barco?


La sonrisa de él se hizo aún más amplia, hasta que las arrugas se le marcaron alrededor de los ojos.


—Eso lo dices porque me trae y me lleva a su antojo —dijo, con la voz afectada por la risa—. No, Paula. Yo sería el acantilado; que aguanta las tempestades, impidiéndole desbordarse.


Sonriendo,Paula asintió. Pero se quedó largo rato en silencio pensando en la metáfora de su abuelo. Adoraba oírles discutir hasta que los dos terminaban muertos de la risa, hasta que su abuelo tomaba en brazos a su abuela y los dos desaparecían durante horas. Eran la pareja perfecta: diferentes, pero aún así complementarios. Como la marea y el acantilado. A Paula le gustaba fantasear con que en el mundo existía una persona igual para ella.


Desde hacía tiempo, aprovechaba cualquier oportunidad para escaparse al pueblo para verles. Después de cincuenta años juntos, los abuelos parecían vivir en un eterno noviazgo. Tal vez fue por eso que, tras la muerte de su marido, su abuela apenas esperó dos meses para reunirse con él. Le fue imposible vivir sin su roca. Y Paula sintió cómo la base de su pequeño y perfecto universo junto al mar se tambaleaba


Varias semanas después de aquello, descubrió sorprendida que le habían nombrado como heredera de su casa. El viejo caserón se encontraba en la costa, a tan solo unos kilómetros del pueblo. El alto y escarpado acantilado se encumbraba sobre el océano como una fortaleza inexpugnable, y allí, encarando a los vientos, se alzaba la vivienda de sus antepasados. Frente a ella, únicamente se extendía el horizonte infinito que el cielo dibujaba con el mar.









PERFECTA PARA MI:SINOPSIS





Cuando Paula acude a la lectura del testamento de Samuel para entregar una caja con sus pertenencias y poder regresar de inmediato a su vida en donde los problemas con su casa no dejan de agobiarla conoce a Pedro Alfonso, el heredero y único familiar del anciano. No obstante, no cuenta con la sorpresa que Samuel le tiene preparada.


Pedro es un hombre frío y distante, completamente diferente a su padre. Un hombre que, a pesar de su atractivo, resulta ser un grosero arrogante que en cuanto descubre que ella ha sido nombrada heredera, no tiene reparos en insinuar que es una cazafortunas, y cuestionar la relación que la unió a su padre.


Sin embargo, una tormenta les obliga a pasar juntos un tiempo que ninguno de los dos desea... ¿o sí?