domingo, 27 de diciembre de 2015

PERFECTA PARA MI: CAPITULO 3





Sentada frente a la mesa de una de las cafeterías más antiguas de la ciudad, Paula apenas prestaba atención a la conversación que se desarrollaba frente a ella. A pesar del poco tiempo que su atareada agenda como futura empresaria le dejaba, intentaba quedar con sus antiguas compañeras de universidad al menos una vez a la semana.


En aquel momento, sus amigas discutían algo sobre los cochecitos para bebés y ella había desconectado, como siempre hacía cuando la charla derivaba hacia aquel tema, para repasar mentalmente el astronómico presupuesto que acababa de recibir para restaurar la galería. La casa ocupaba todos sus pensamientos en aquel momento y además, ella no sabía nada de bebés.


Casi todas sus amigas tenían pareja desde hacía años y habían decidido completar su ciclo vital con uno o varios hijos. Y las que no habían encontrado compañero, se habían lanzado a la aventura de la maternidad en solitario. Ellas opinaban que si dejaba pasar más tiempo iba a «pasársele el arroz» —que era el dicho para las mujeres sin pareja del siglo veintiuno, del que para las del diecinueve lo fuera «quedarse para vestir santos»—.


Sin embargo, Paula sentía que no había llegado aún aquel punto en su vida; pues, aunque tal vez no apareciese nunca, lo que más deseaba era encontrar a un compañero de viaje, un cómplice que la sostuviera en los malos momentos y disfrutara a su lado en los buenos. Los niños, si tenían que venir, ya vendrían después. A lo mejor estaba demasiado influenciada por todas las novelas románticas que había leído y aquella era una forma de pensar contranatural, pero sabía exactamente lo que buscaba; y lo que deseaba, en definitiva, era un gran amor, alguien que la apasionara y al mismo tiempo la completara. Paula suspiró, pues se dio cuenta de que esperaba a su roca. Anhelaba lo que sus abuelos habían tenido, y no se conformaría con nada distinto.


—¿Paula?


La voz de su amiga Rocío la arrancó de sus cavilaciones.


—¿Qué? —dijo, devolviendo la atención a la mesa.


—Hablábamos del regalo de cumpleaños de Mily y Silvana, ¿has pensado en algo?


Recordó entonces que se había comprometido a buscar algunas ideas en Internet para la fiesta de sus amigas.


—No —reconoció arrepentida—. Ay, lo siento chicas, pero se me ha olvidado.


Rocío la observó con gesto de preocupación.


—¿Estás bien? No tienes buena cara —aseguró—. Esa casa va a terminar restándote años de vida. ¿Estás segura de que no necesitas ayuda?


Paula suspiró. Sus problemas eran tan evidentes que ya se reflejaban en su semblante.


—¿Alguna de vosotras tiene veinte mil euros que quiera invertir en una casa con mucho potencial? —preguntó, esforzándose en sonar optimista y jovial. Aunque por los rostros horrorizados que todas ellas le devolvieron, supo que la respuesta no iba a ser positiva.


Paula bajó la cabeza y una sonrisa afligida asomó a sus labios.


—No he tenido veinte mil euros en toda mi vida —susurró Rocío, completamente atónita—. ¿Alguna de vosotras ha visto esa cifra en su cuenta corriente alguna vez?


Totalmente boquiabiertas, las demás negaron con la cabeza.



****


Al salir de la cafetería, Paula sintió el frío viento en la cara y se cerró el abrigo con fuerza; aquel era uno de los meses de noviembre más fríos de los últimos años. La animada charla que acababa de compartir con sus amigas frente a una humeante taza de café le había ayudado a distraerse de sus problemas monetarios. Lástima que ninguna de ellas fuera una multimillonaria heredera decidida a invertir algo de su sobrante capital.


«Veinte mil euros, ¡madre mía! Veinte mil euros…» La cabeza de Paula no dejaba de dar vueltas al presupuesto que la empresa de vidrios le había mandado esa misma mañana. Después de reuniones interminables, de informes y múltiples valoraciones de riesgo, al fin había conseguido el dinero suficiente para «echar a andar». Ahora, varios meses después y tras haber terminado prácticamente con la reforma interior, estaba en un punto muerto. Todos los gastos se habían disparado. Nunca había pensado que restaurar lo viejo fuera tan caro.


Una gota de lluvia se estrelló en su mejilla. Entonces introdujo el periódico bajo su abrigo para que no se mojara. 


Siempre después de las cinco, el camarero de la cafetería le regalaba el diario para que ella pudiese llevarlo a la residencia.


Si algo tenía que agradecer a su empleo como traductora era el tiempo libre del que disponía. Aquello le permitía, desde la muerte de sus abuelos, trabajar como voluntaria en la residencia para la tercera edad «Los Tréboles».


Ahora, desde que su aventura como empresaria se había iniciado ya no tenía tantas horas libres como antes, pero Paula se negaba a renunciar a su visita diaria a «Los Tréboles», donde vivía Samuel Alfonso: su mejor amigo.


Samuel era un anciano peculiar. Era tan peculiar que, pese a ocupar una suite de lujo en la más exclusiva y cara residencia de la ciudad, antes de la llegada de Paula como voluntaria, le habían advertido en más de una ocasión con la expulsión.


Era huraño, cascarrabias, e intolerante con todo tipo de debilidad; la suya propia la que más. Por eso no entendía por qué le caía bien ya que ella, con su metro sesenta, su pelo rubio, ojos grises y tez blanquecina, era la viva y etérea imagen de la debilidad. Sin embargo, desde el mismo momento en que se conocieron, se estableció entre ellos un sólido vínculo.


Paula recordaba la primera vez que se vieron. Ella había ido a recoger unas bandejas de la merienda pero, como todavía llevaba pocos días allí, terminó confundiéndose de pasillo. 


Así fue a parar por error a la zona de suites donde, tras una de las puertas, apareció él; sentado en su silla de ruedas eléctrica frente a la ventana, con la postura recta y los hombros erguidos. Giró su canosa cabeza y al verla, sus ojos se agrandaron por la sorpresa. Ambos se observaron durante casi un minuto. Paula, prendida en su mirada directa y completamente abochornada al irrumpir en un espacio íntimo, no pudo articular palabra.


Samuel reaccionó enseguida. Pulsó el mando de la silla e hizo que esta se girase hacia ella.


—Vaya, vaya, por fin estos tacaños han decidido tener un detalle conmigo. Bueno… —Sus ojos negros la recorrieron de arriba abajo con un brillo malicioso—, menos mal que la estancia en este tugurio comienza a ponerse interesante. Podías haberte esforzado un poco con el disfraz, pero eres guapa, así que no me importa. —Se palmeó las piernas y sonrió—. Ven aquí, o… ¿prefieres mejor que empecemos con un striptease?


Paula exhaló un jadeo de incredulidad, pero no llegó a ofenderse con la picardía del anciano. Pues aunque sonreía como un truhán, su mirada estaba despojada de cualquier tipo de vileza o depravación.


—Soy voluntaria, no prostituta; y esto —dijo, tocándose el mono de rayas que llevaba puesto—, es mi uniforme. Llevo poco tiempo aquí y me ha confundido de pasillo. Siento haberlo molestado.


Él hizo un mohín de fastidio.


—Así que nada de striptease.


—Nada de striptease —convino Paula con una sonrisa.


—Vaya por Dios.


Samuel continuó observándola con atención. Ella se alisó la falda tímidamente y notó que se había sonrojado. Entonces apreció un cambio en el anciano: inclinó su plateada cabeza y achicó los ojos, la ironía había sido substituida de su mirada por algo mucho más suave, algo parecido a la admiración.


—¿Puedo ayudarlo en algo?


Él continuó mirándola, hasta que el silencio se hizo pesado.


—¿Quiere que le suba de la cocina algo para merendar?


—No —respondió escueto.


—Bueno —Paula lo contempló por última vez y retrocedió hasta la puerta—, me marcho entonces.


—¿Tiene prisa?


Parecía decepcionado.


—No.


—¿Podría leerme algo? Mis ojos, como mis piernas, se están rindiendo. Y sin visitas ni lectura, mi vida en este sitio es tediosa a morir. —El sarcasmo regresó a su voz—. Nunca mejor dicho, ¿no le parece?


Paula no contestó. Atravesó la lujosa habitación y fue hasta la estantería, donde había gran cantidad de libros; todos ellos viejos y de aspecto muy usado.


—¿Alguna petición?


—Sorpréndame.









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