sábado, 24 de octubre de 2015

EL DESAFIO: CAPITULO 22





–Bridget, creía que te había dicho que no me molestaran… ¡Paula! –gritó al verla en la puerta.


Se levantó y se acercó corriendo, le agarró las manos y la miró a la cara, ¡con mucho deseo! Al instante pudo ver la palidez de sus mejillas y la distancia en esos fríos ojos verdes que lo miraban tan fijamente.


–¿He venido en mal momento? –preguntó ella con una voz también fría y distante.


Él seguía mirándola, deseándola, necesitando ver a «su Paula» en las profundidades de esos atribulados ojos.


–¿Estás bien? –qué pregunta tan estúpida. ¡Por supuesto que no estaba bien! Si lo estuviera, no habría desaparecido sin más y ahora no estaría mirándolo como si fuera una extraña, en lugar de su amante.


–¿Por qué no iba a estar bien?


Pedro desconocía la respuesta, ya que lo único que Damian le había dicho el día antes era que se había disgustado por algo que le había dicho y que no sabía nada de ella desde la noche del sábado.


–Pasa –sin soltarle la mano, la metió en el despacho y cerró la puerta–. No puedes imaginarte cuánto me alegro de que hayas venido, Paula.


–¿Por qué?


Porque al menos ahora sabía que estaba viva. Porque ahora sabía que estaba a salvo. Porque la necesitaba allí, a su lado, ¡maldita sea!


–Paula, tu padre vino a verme ayer.


Un brillo de emoción se encendió en las frías profundidades de esos ojos verdes para disiparse al instante.


–¿Ah, sí? Pues debió de ser muy agradable para los dos –añadió lacónicamente.


Pedro seguía mirándola, viendo la fragilidad escondida bajo esa fría fachada. Una fragilidad que temía pudiera romper a Paula, destruirla, si decía o hacía algo incorrecto. Y esa era la razón por la que no la había tomado en sus brazos y la había besado en cuanto había cerrado la puerta.


Paula parecía tan quebradiza en ese momento que, si hubiera intentado abrazarla, o se habría rebelado y lo habría arañado con todas sus fuerzas, o se habría hecho añicos y desintegrado ante sus ojos. Lo primero lo habría soportado encantado, pero lo segundo lo habría destruido.


Tanto como habría destruido a Paula.


Y no quería que eso pasara porque su espíritu tímido pero rebelde era una de las muchas cosas que había admirado de ella desde el primer momento. Esa admiración inicial había ido en aumento y ahora incluía su impactante belleza, su delicado sentido del humor, su pasión, y la calidez de su corazón, tan patente cuando hablaba de su padre. Una calidez que hoy había brillado por su ausencia ante la mención a su padre.


–Paula…


–Soy consciente de que habría sido más profesional haber concertado una cita, pero he traído algunos bocetos para enseñártelos –le dijo con tono animado.


–¿Bocetos?


–Este fin de semana he tenido mucho tiempo libre.


Pedro se estremeció. Sabía que después de no acudir a su cita con él y de marcharse del piso de su padre el sábado por la noche, había bajado a su casa, había hecho las maletas y se había marchado del edificio. Y eso lo había hecho por algo que Damian le había contado después de la gala de inauguración durante una conversación que a Paula le había resultado tan dolorosa como para irse jurando que jamás perdonaría a su padre por lo que había hecho.


Qué era eso que había hecho era algo que Pedro desconocía, porque Damian no le había dado los detalles de aquella conversación por mucho que había insistido en que le diera respuestas.


Es más, Miguel había tenido que intervenir en la discusión que comenzó cuando Pedro y Damian habían comenzado a lanzarse acusaciones y, tras haber calmado la situación, se había ofrecido a cancelar su vuelo a París para ayudarlos a buscar a Paula. Una oferta que Pedro le había agradecido, pero que había rechazado, porque sabía que los que tenían que buscarla eran su padre y él. Los que tenían que encontrarla. Los que tenían que asegurarse de que estuviera a salvo.


Así, tras el enfrentamiento inicial, los dos habían pasado la mayor parte del domingo llamando a todos los amigos y conocidos de Paula, pero ninguno la había visto.


Después habían ido llamando hotel por hotel, y cuando esas llamadas no habían dado ningún fruto, habían ampliado la búsqueda a los barrios residenciales. Sin embargo, no había servido para nada. Paula estaba fuera en alguna parte, pero obviamente no quería que la encontraran.


Pedro había esperado que eso no lo incluyera a él, pero el reciente comentario de Paula había insinuado que ni siquiera se había planteado que él hubiera podido molestarse en buscarla después de que hubiera faltado a su cita del sábado. Y tal vez se merecía ese gesto de rechazo; de todos modos, no podía saber que desde el primer momento que la había visto no había podido dejar de pensar en ella.


Pero ahora, que estaba sufriendo tanto por las cosas que le había contado su padre, no era momento de decirle lo que sentía.


–Paula, ya sabes… que… no importa lo que haya hecho tu padre o te haya dicho… nada es totalmente blanco o negro… y esas tonalidades grises pueden ser…


–¡Oh, por favor! –lo interrumpió con desdén–. Ya te ha convencido, ¿verdad? Y seguro que te ha contado lo justo para justificar su comportamiento.


–No me contó nada, ni se justificó por lo que sea que ha hecho –le aseguró Pedro.


–¡Porque no tiene justificación! –sus ojos brillaron y pareció como si su caparazón protector fuera a resquebrajarse, pero al instante se recompuso y adoptó una postura de determinación–. No hay excusas para lo que hizo, Pedro.


–Te quiere mucho. Solo intentaba protegerte.


–¡Lleva toda la vida protegiéndome de la propia vida! –un rubor de rabia tiñó sus mejillas.


–Sí –admitió Pedro con delicadeza–. Y tal vez se haya equivocado en eso.


–¿Tal vez? ¡Nada de tal vez! Tiene que haberte contado algo para que estés compadeciéndote de él.


–No se trata de compadecerme de nadie.


–¿Ah, no? Bueno, pues créeme si te digo que a mí no me da ninguna pena después de haber oído las cosas que me ha estado ocultando todos estos años.


Pedro la miró y, a juzgar por el brillo de su mirada, vio que no era tan inmune al dolor de su padre como quería aparentar.


–Tú no eres así, Paula. Tú quieres a tu padre y no va contigo ser deliberadamente cruel.


Ella soltó una carcajada.


–¿Y tú qué sabes de mí, Pedro? ¿Que me gustan tus caricias? ¿Que me gustan tanto que el sábado dejé que me metieras en un maldito armario lleno de escobas para que pudieras darme placer? –sacudió la cabeza con gesto de disgusto–. Eso no es conocerme, Pedro, eso es pasarlo bien con el sexo.


–No –la advirtió adelantándose a lo que sabía que diría a continuación, y negándose a permitirle que redujera lo que habían tenido a algo tan primario–. Hoy has venido a mí. Me da igual qué excusas te hayas puesto para hacerlo, pero lo cierto es que has venido, ¡maldita sea!


Sí, así era, admitió Paula con pesar. Esa mañana mientras se había duchado y vestido en el hotel se había convencido de que iba a ir a ver a Pedro porque quería aceptar el trabajo, porque asegurarse ese encargo era más importante que su orgullo si de verdad quería lanzar su negocio.


Pero ahora que estaba ahí, ya no estaba tan segura de que eso fuera del todo verdad.


Se sentía reconfortada estando en su compañía, y, de hecho, Pedro ya estaba empezando a funcionar como un bálsamo para sus destrozadas emociones. Estar con él alimentaba su necesidad de estar con alguien que la deseaba y que podía darle algo de calidez porque en ese momento su corazón era como un enorme bloque de hielo.


Así que sí, había ido a verlo porque lo había necesitado, había querido estar con él. Había querido estar con el hombre del que ahora sabía que se había enamorado.


Porque en las últimas treinta y seis horas no solo había estado pensando en la conversación con su padre, sino también en Pedro. ¡Y mucho! En lo que su relación significaba para ella, en el hecho de que no solo lo deseara, sino también lo apreciaba. En el hecho de que se había enamorado de él.


No podía negar el deseo que sentía por su físico y le gustaba lo divertido que podía ser a veces, pero también sabía que Pedro era mucho más que ese personaje con encanto que se empeñaba en mostrarle al mundo. Pedro se preocupaba por las galerías, se preocupaba por ella…


Y amaba a su familia profundamente. Y, tras la conversación que había tenido con Miguel el sábado por la noche, sabía que ese era un amor correspondido por su familia. Miguel había insistido en hablar con ella a solas sobre su hermano y le había contado la seriedad con la que trabajaba para las galerías y cuánto le debían por el continuado éxito de todas sus ideas e innovaciones.


Pero todo ello era algo que Paula había podido ver antes con claridad, por mucho que él se hubiera empeñado en ocultarlo.


Y tanto lo había visto que se había enamorado de él.


Por desgracia, era un amor que Pedro jamás le devolvería.


–La única razón por la que estoy aquí es para mostrarte mis diseños –le aseguró con frialdad–, si es que sigues interesado en verlos, claro.


–Paula, no podemos sentarnos a hablar de tus diseños como si la conversación que tuviste con tu padre no hubiera sucedido nunca.


–No veo por qué no –contestó con tono gélido.


–Paula…


–¿Qué te dijo exactamente sobre la conversación, Pedro? ¿Cuánta verdad ha decidido confiarte después de conocerte desde hace solo una semana?


–Tienes que calmarte.


–No, Pedro. No tengo que hacer nada, ya no. Voy a hacer exactamente lo que me plazca. Y ahora, ¿quieres ver mis diseños o no?


Él se estremeció ante la agresividad de su tono.


–Por supuesto que quiero ver tus diseños.


–¿Entonces podríamos hacerlo ahora, por favor? –le pasó la carpeta–. Tengo cosas que hacer esta tarde, encontrar un local y un piso.


–¿Es que no vas a volver al tuyo?


–No.


Pedro no tenía la más mínima idea de cómo tratar con esa implacable y distante Paula. Apenas la reconocía como la mujer que había ocupado la mayor parte de sus pensamientos durante la última semana, la mujer a la que solo tenía que mirar para sentirse excitado. La mujer que lo hacía reír. Una mujer bondadosa y cálida, una mujer en la que había confiado. Una mujer tan distinta a las demás con las que había estado. La mujer con la que sabía que quería estar.


La misma mujer que ahora estaba sufriendo tanto y desmoronándose por dentro porque lo que fuera que Damian le había contado el sábado la había herido profundamente.


–Paula…


–Por favor, Pedro –su voz se quebró con emoción–. Si te importo aunque sea un poco, ayúdame a hacer esto.


¿Si le importaba? Durante esos últimos dos días se había dado cuenta de que Paula le importaba más que cualquier mujer que hubiera conocido nunca y que pudiera llegar a conocer.


–Paula…


Los dos se giraron cuando la puerta del despacho se abrió de pronto sin previo aviso, y Pedro gruñó por dentro al ver a los dos guardaespaldas entrar detrás de la silla de ruedas de Damian.


Nada más ver el rostro acusatorio de Paula, supo que creía que había tenido algo que ver con la inesperada llegada de su padre.






EL DESAFIO: CAPITULO 21





El lunes por la mañana Paula entró en la galería con la cabeza bien alta y segura de sí misma, sonriendo a la recepcionista de camino a las escaleras que la llevarían al despacho de Pedro en la tercera planta.


Pedro


No tenía duda de que estaría enfadado por el hecho de que ni se hubiera presentado en su casa, ni se hubiera puesto en contacto con él para darle una explicación.


Sí, tal vez había estado de broma al hacer aquel comentario sobre la posibilidad de que su padre fuera un gánster, pero Paula siempre había tenido sus propias sospechas que, al final, tras la conversación del sábado con su padre, no habían resultado alejarse tanto de la realidad.


Por todo ello sabía que no podía contarle a Pedro esas nuevas e impactantes verdades que su padre le había revelado. Le estaba costando aceptar esa verdad, así que, ¿cómo podía esperar que otros lo entendieran? Y precisamente por eso había decidido… ¡una vez más!… que Pedro y ella solo podrían tener una relación laboral. Así de simple. O al menos le había parecido muy simple cuando había tomado la decisión el día anterior en su habitación de hotel, donde se había pasado la mayor parte de la noche junto a la ventana contemplando la ciudad y preguntándose cómo iba a poder reponerse después de todo lo que su padre le había contado sobre su madre.


Ahí, a solo un tramo de escalera de Pedro, la decisión le parecía sencilla.


Avanzaba despacio según se acercaba al despacho, pero era algo que tenía que hacer si de verdad quería ser dueña de su propia vida. Quería levantar su propio negocio bien alejada de la influencia de su padre, y ese trabajo para Arcángel le abriría las puertas.


Lo único que tenía que hacer antes de que eso se hiciera realidad era ignorar a Pedro cuando le exigiera que le diera unas respuestas que no podría darle. ¡Lo único que tenía que hacer!


Si solo con estar en la puerta de su despacho ya se le salía el corazón y tenía las manos empapadas, ¿cómo iba a reaccionar cuando estuviera cara a cara con Pedro?








EL DESAFIO: CAPITULO 20





–Ya estás otra vez moviéndote de un lado para otro.


Pedro miró con furia a su hermano, que estaba en la cocina tomándose su té matutino y leyendo la sección de economía en el periódico del domingo.


Y sí, por supuesto que no dejaba de moverse, ¡maldita sea!, porque Paula no se había presentado en casa tal como había dicho que haría.


Miguel y él habían llegado poco antes de la medianoche y, después de que su hermano se hubiera ido a dormir de inmediato, él se había quedado esperándola hasta las dos de la madrugada, cuando por fin había asumido que Paula no iría a verlo.


Pero en ese momento, y tras recordar la seriedad con que le había mencionado que tenía una conversación pendiente con su padre, más que enfadado se había sentido preocupado. Por otro lado, tampoco habría estado mal que lo hubiera llamado para decirle que había habido un cambio de planes.


Aun así, y devorado por la preocupación ante la idea de que pudiera estar sola en su casa y angustiada, había llamado a su edificio y había pedido al vigilante de seguridad que le pasaran la llamada a su casa. Sin embargo, ni había respondido a la llamada, ni el vigilante le había revelado si estaba o no en casa. Y, claro, bajo ningún concepto iba a llamar a Damian para preguntarle dónde estaba su hija.


Así que había terminado por irse a la cama. Solo. Pero no a dormir, porque el sueño lo había eludido. Se había quedado tumbado, con los ojos abiertos de par en par, y la cabeza trabajando a destajo y repasando los sucesos de la noche, intentando averiguar la razón, algo que hubiera dicho o hecho, por la que Paula podía haber cambiado de idea.


Lo único que se le ocurrió que podía haberle molestado era el comentario sobre su padre, pero no tenía sentido porque, incluso después de eso, Paula le había confirmado que iría a su casa.


Por eso ahora, a las diez en punto del domingo, estaba caminando de un lado a otro de la cocina, aún en pijama y descalzo, con el pelo alborotado de tantas veces que se había pasado la mano por él durante las últimas diez horas.


–Me esperaba encontrarme a Paula contigo cuando me levantara –le dijo de pronto Miguel.


–Bueno, ¡pues está claro que te equivocabas!


–Está claro. Pedro… –comenzó a decir justo cuando sonó el teléfono.


Pedro cruzó la cocina rápidamente para responder rezando por que fuera Paula.


–¿Sí? –preguntó con impaciencia.


–Tiene visita esperando en recepción, señor Alfonso –le informó el portero algo nervioso.


–Mándala arriba –contestó Pedro con brusquedad.


–Pero…


–Ahora, Jeffrey –colgó y esperó impaciente a que Paula llamara al timbre.


–Creo que iré a darme una ducha para marcharme pronto al aeropuerto… –Miguel se levantó–. Así os dejaré a solas para que podáis hablar y hacer lo que necesitéis.


–Gracias –respondió Pedro distraídamente.


Fuera cual fuera la razón por la que no había ido la noche anterior, ahora Paula estaba allí y eso era lo único que importaba.


Pero cuando abrió la puerta después de que sonara el timbre, su sonrisa se quedó petrificada al ver a dos guardaespaldas en el pasillo ocultando sus ojos tras unas gafas de sol. Eso explicaba el nerviosismo de Jeffrey por teléfono; él tampoco podía decir que se alegrara de verlos.


–¿Qué…?


–Siento la intromisión, Pedro –los dos guardaespaldas se habían apartado y tras ellos había aparecido Damian en su silla de ruedas–. Quería saber si mi hija está aquí y si podía hablar con ella –añadió con expresión más esperanzada que reprobatoria.


Y eso le indicó que Damian Chaves sabía tan poco como él sobre el paradero Paula.









EL DESAFIO: CAPITULO 19





–¿Seguro que estás bien, papá? –le preguntó preocupada al ver lo pálido que estaba Damian cuando se reunió de nuevo con él en la sala. Esperaba que esa lividez se debiera al esfuerzo que le suponía estar relacionándose con tanta gente después de tantos años evitándolo, y no al hecho de que hubiera desaparecido con Pedro hacía un momento.


Había hecho todo lo posible por recomponer su aspecto en el lavabo, pero ni atusarse el pelo ni pintarse los labios habían podido ocultar el sensual brillo que, según Pedro, desprendía después de hacer el amor. Un brillo que había oscurecido el tono de sus ojos, que había teñido sus mejillas y que había dejado sus labios inflamados por los besos.


–Estoy muy bien, maya doch. ¿Pedro Alfonso y tú volvéis… a ser amigos?


–Que yo sepa, nunca hemos sido otra cosa que amigos –respondió sin mirarlo a los ojos.


–Creo que ya hemos superado la barrera de la timidez en lo que respecta a tu relación con Alfonso, Paula.


Paula se sonrojó al recordar la pasión que habían compartido hacía escasos minutos; había sido como si hubieran estado hambrientos el uno del otro.


Miró a Pedro, que estaba charlando con su hermano, justo a tiempo de verlo meterse la mano en el bolsillo donde había guardado sus braguitas rasgadas.


Y como si la hubiera sentido mirándolo, Pedro se giró; esos ojos dorados resplandecieron cargados de recuerdos, y esos labios esculpidos esbozaron una sonrisa que fue una promesa del placer que aún estaba por llegar una vez se reunieran en el piso.








viernes, 23 de octubre de 2015

EL DESAFIO: CAPITULO 18





La necesidad de volver a besarla, de tocarla y hacerle el amor llevaba ardiendo en su interior treinta y seis horas, tiempo que había pasado prácticamente en estado de excitación continuo, y verla ahora no había ayudado a aplacar esa sensación: ese vestido dorado ceñido de un modo tan delicioso a cada curva de su suculento cuerpo, ese pelo cayéndole como una llama sobre los hombros y por la espalda, esos labios…


–Ni se os ocurra –les dijo a los dos guardaespaldas que estaban fuera de la galería.


–No pasa nada, Andy –añadió Paula cuando el hombre la miró–. Quedaos con mi padre. El señor Alfonso y yo vamos a dar un paseo –añadió con tono despreocupado mientras Pedro tiraba de ella por el pasillo.


¿Paseo? Lo que Pedro necesitaba era saborearla de nuevo y acariciarla, y lo necesitaba tanto que abrió la primera puerta que se encontró al doblar la esquina de otro pasillo sin importarle que fuera un pequeño cuarto de la limpieza. La metió dentro y cerró la puerta sumiéndolos en una absoluta oscuridad.


–¡Pedro!


–¡Tengo que besarte, Paula! –dijo agachando la cabeza y capturando su boca con satisfacción.


Toda la rabia que había sentido Paula por el hecho de que la hubiera sacado de la sala de exposición prácticamente a rastras, al más puro estilo neandertal, se evaporó en cuanto Pedro le rozó la boca.


Separó los labios y soltó su bolso antes de levantar los brazos y hundir los dedos en su pelo. Se dejó caer contra él y le devolvió el deseo de ese beso sintiendo cómo sus pechos y sus pezones se inflamaban y sus muslos ardían mientras las manos de Pedro se deslizaban por su espalda para posarse sobre sus nalgas y acercarla a su erección.


Pedro apartó la boca un instante y le recorrió el cuello con sus labios y su lengua.


–A tu padre no le va a hacer gracia esto –dijo con aire despreocupado mientras la saboreaba.


Paula dejó escapar una suave carcajada.


–No creo que mi padre vaya a venir aquí.


–Bueno, espero que no –murmuró él distraídamente con el cuerpo palpitando de pasión al mover las caderas con un lento y excitante ritmo y deslizar una mano bajo el vestido para acariciarle un muslo–. Necesito sentir tu calor contra mis dedos, Paula –dijo cuando sus dedos tocaron el borde de encaje de su ropa interior.


–¡Pedro! –un intenso calor anegó su cuerpo anticipándose al placer que prometían esos dedos.


–¿Llevas braguitas debajo de este vestido?


–Sí.


–Pero unas minúsculas, imagino.


–Mucho –le confirmó.


Pedro respiró hondo.


–¡Y quiero arrancártelas, acariciarte y sentirte cuando llegues al clímax! Después quiero lamerme los dedos y saborear…


Pedro, por favor… –gimió Paula no muy segura de si estaba pidiéndole que parara o que continuara, ya que esas palabras acababan de generar una ardiente humedad entre sus muslos.


–Oh, quiero complacerte, Paula –le aseguró–. Lo deseo más que a la vida.


Paula también lo deseaba. No le importaba que estuvieran metidos en un cuarto de la limpieza, ni que estuvieran a escasos metros de la sala donde doscientas personas estaban asistiendo a la exposición, incluyendo su padre, y habían visto cómo la sacaba de allí hacía unos minutos.


Lo único que le importaba era estar con Pedro, hacer el amor con él, que la besara y acariciara.


–Hazlo, Pedro –lo animó–. ¡Hazlo!


Las palabras apenas habían salido de su boca cuando oyó el delicado sonido del encaje y la seda rasgándose.


–Qué preciosa eres –murmuró Pedro al acariciar la sedosa desnudez de la piel de entre sus muslos mientras tenía la cara hundida en su perfumado cuello–. Tan, tan preciosa.


Comenzó con unas caricias suaves y pudo sentir cómo esos inflamados pliegues se separaban con cada roce. Su clítoris palpitó, inflamado, cuando ejerció más presión antes de hundir dos dedos en el calor de su interior. Con el otro brazo la rodeó por la cintura a la vez que sintió esas contracciones intensificarse, prolongarse, y que sus piernas comenzaron a temblar.


–Sí, Paula –dijo al sentirla llegar al clímax con la fuerza de un tsunami–. Lo quiero todo. Dame todo tu placer –insistió con pasión.


Paula gritó cuando ese placer la recorrió; tenía los pezones erectos y su interior se aferraba con ansia a esos dedos que la acariciaban y la llenaban. Cuando la última oleada de placer la invadió, se sintió totalmente incapaz de levantarse, y se habría caído al suelo si Pedro no hubiera seguido sosteniéndola con el brazo que la rodeaba por la cintura. Gimió cuando otra sacudida de placer la recorrió en el momento en que él retiró los dedos de su abrasador interior.


–Mmm, deliciosa –murmuró Pedro unos segundos más tarde.


–¿Qué?


–Que sabes a miel, Paula.


–¡Dios…! –apoyó la humedad de su frente contra el hombro de su chaqueta, ruborizada ante el hecho de que Pedro se hubiera lamido los dedos para saborearla.


–Me llamo Pedro –dijo con tono de broma.


–Seguro que ahora te sientes muy poderoso.


–Sin duda –respondió él riéndose.


–Deberías ser un poco más modesto, Pedro.


–No, cuando tengo en mis brazos a mi satisfecha mujer.


¿Su satisfecha mujer? ¿Qué quería decir con eso? Sabía que debería sentirse indignada por esa muestra de arrogancia, sabía que debía apartarse y decirle que lo que había sucedido no cambiaba nada, que estaba decidida a seguir con su decisión de no tener una relación con él. Su decisión de no ser la mujer de ningún hombre. Pero no podía hacerlo. «Más tarde», se dijo. Ya se lo haría comprender más adelante.


–Ven a mi piso esta noche. Esto debería haber terminado a las once. Pasa la noche conmigo, Paula, por favor.


–¿Y Miguel?


–Miguel que se busque a su propia mujer.


–Me refiero a…


–Ya sé a qué te refieres, preciosa Paula. Y el piso es tan grande que ni siquiera tiene que enterarse de que estás allí.


¿Podía hacerlo? ¿Era posible? ¿Podía pasar otra noche más en los brazos y la cama de Pedro?


¿Cómo podía negarse cuando él acababa de darle tanto placer y no se había llevado nada a cambio? Ella no era una amante egoísta.


–Pero hazlo porque quieras, Paula, no porque te sientas en deuda conmigo por lo que acaba de pasar.


Parecía que Pedro le hubiera leído el pensamiento, al mismo tiempo que la había dejado sin argumentos que justificaran el hecho de que fuera a su casa esa noche.


Se humedeció los labios antes de decir:
–Creo que el problema más inmediato es cómo vamos a salir de este armario y volver a la sala sin que nadie descubra qué hemos estado haciendo.


Pedro se rio.


–Lo veo imposible. Créeme, el brillo ardiente y seductor de tus ojos, el rubor de tus mejillas y esos labios inflamados y enrojecidos van a delatarte y decirle a todo el mundo lo que hemos estado haciendo.


–Haces que parezca una mujer salvaje.


–No, solo mi mujer –la rodeó con fuerza–. Y me gusta que seas salvaje. Me gusta mucho.


A Paula también le gustaba que Pedro la hiciera sentirse así. 


Mucho. Demasiado como para negarse las ganas de pasar una noche más en sus brazos.


–Aun así, creo que deberías volver sola y yo iré después de arreglarme un poco.


–Eso no va a cambiar el hecho de que me pase el resto de la noche pensando en que llevo tus braguitas en el bolsillo de mi chaqueta.


Paula se sonrojó al darse cuenta de que en aquel momento estaba desnuda bajo el vestido, un vestido que se movía sensualmente contra el calor de su piel.


–De acuerdo, iré a tu piso luego. ¡Oh, no, lo había olvidado! Primero tengo que ir con mi padre. De camino aquí hemos empezado a hablar y tenemos que terminar esa conversación.


–¿Es algo grave?


–No estoy segura.


–¿Tiene algo que ver con que te quedaras conmigo el jueves por la noche? Porque si es eso, a lo mejor yo debería…


–No –le aseguró con firmeza–. Es algo que mi padre tiene que contarme, pero espero que no se alargue mucho y pueda estar contigo antes de la medianoche.


Pedro deslizó los labios sobre su cuello.


–Veré cómo me apaño para convencer a Mihuel de que se meta en la cama en cuanto lleguemos a casa. A lo mejor puedo decirle que a su edad tiene que recuperarse bien del jet lag.


–¡Pero si solo es un año mayor que tú!


–Y, aun así, no estaba muy contento conmigo antes.


–¿Por qué?


–Porque le he contado lo nuestro. Porque cree que tu padre podría haberlo preparado todo para deshacerse de mí en un callejón oscuro.


–Mi padre no es ningún gánster, Pedro.


Él se rio al rodearla de nuevo.


–Nunca he dicho que lo fuera.


–¿Pero Miguel y tú pensáis que lo es?


–Ey, solo ha sido un chiste de Miguel, Paula.


–Si eso pensabais de él, me sorprende que os hayáis arriesgado a exponer su colección y mancillar el nombre de Arcángel –contestó con brusquedad–. Después de todo, a lo mejor todo lo que tiene es robado.


–Paula, no…


Ella se alejó por completo de sus brazos.


–¿Paula?


–Deberíamos volver.


–¡Así no! –protestó él–. No ha sido mi intención molestarte, Paula. Ha sido una broma, aunque está claro que de muy mal gusto –añadió con pesar.


Por desgracia, las sospechas de Paula con respecto al accidente de coche de su padre le quitaban toda la gracia al comentario.


–Tengo que irme –abrió la puerta, recogió su bolso del suelo, y vio que Pedro se había plantado en mitad de la puerta impidiéndole salir.


–¿Vendrás luego? –le preguntó él.


Paula, aún invadida por una sensación de placer entre los muslos, sabía que debería negarse. Que debería ceñirse a la decisión que había tomado el día anterior de no volver a verlo.


Eso era lo que debería hacer, pero, por desgracia, su cuerpo decía lo contrario.


–Iré luego –le confirmó.


–Bien –respondió él con satisfacción–. Supongo que tienes razón y que tenemos que volver a la exposición –añadió con gesto de disgusto.


Ella no pudo evitar sonreír ante su falta de entusiasmo, la cual compartía.


–¿Paula? –dijo poniéndole una mano en el brazo cuando ella salió al pasillo.


–¿Sí?


Le rodeó la cara con las manos y la miró fijamente antes de agachar la cabeza y besarla.


–Gracias –le susurró.


A Paula le dio un vuelco el corazón ante el roce de sus labios.


–¿Por qué?


–Solo gracias –ni siquiera él sabía qué le estaba agradeciendo.


A lo mejor que no lo hubiera abofeteado antes cuando la había sacado de la sala como un troglodita. O tal vez que no hubiera intentado negar la atracción que crepitaba entre los dos. O tal vez le estaba agradeciendo el placer que le proporcionaba su desinhibida actitud ante él, o dándole las gracias simplemente por ser Paula.


Ya pensaría más a fondo en todo ello una vez pasara esa noche.






EL DESAFIO: CAPITULO 17




A Paula le resultó intimidante no solo tener a uno, sino a dos, de los hermanos Alfonso mirándola. O, mejor dicho, solo era uno el que la miraba de modo intimidante, ya que la atención de Miguel estaba más centrada en su padre.


Pero, sin duda, los hermanos Alfonso eran los hombres más guapos esa noche, con sus perfectos trajes negros y sus resplandecientes camisas blancas resaltando sus musculosos hombros y sus tonificados cuerpos.


Intentó deliberadamente retrasar el momento de mirar a Pedro entreteniéndose mirando a su hermano mayor, pero cuando finalmente se giró hacia él, vio un brillo de furia en esos ojos dorados. Unos ojos depredadores que la atraparon y atravesaron con una penetrante frialdad.


¿Qué demonios le pasaba? Sí, habían acabado mal el día antes y no habían vuelto a hablar desde entonces, pero ¿de verdad tenía que dejar ver ante todos los presentes la tensión que existía entre ambos? ¿Ante su padre? ¿Ante su hermano?


Lo siguiente que hizo pareció confirmar que así era.


–Si me disculpan, caballeros, tengo que robarles a Paula unos minutos –dijo con decisión sin esperar a que ninguno de los dos respondiera y agarrándola de las muñecas antes de echar a andar hacia la puerta.


Paula, subida a esos tacones tan altos, avanzaba detrás de él con dificultad.


–¡Estás montando una escena, Pedro! –le susurró al ver miradas de curiosidad a su alrededor.


–A lo mejor preferirías que montara una escena aún mayor llevándote contra esa pared y tomándote ahí mismo, delante de todo el mundo.


–¡Pedro!


Paula no estaba segura de si ese grito había sido uno de indignación o de deseo por que hiciera justo lo que había descrito. Sin embargo, tenía la sensación de que era lo último.







EL DESAFIO: CAPITULO 16




–No la recordaba tan preciosa.


Pedro solo estaba escuchando a Miguel a medias, demasiado ocupado en observar a Paula cuando llegó con su padre. Demasiado ocupado buscando en su expresión alguna señal que le indicara que se sentía tan tensa por estar allí como él.


Sus ojos brillaban con ese verde intenso, su piel resplandecía y derrochaba lozanía y vitalidad, y sonreía ampliamente mientras su padre le presentaba a dos hombres que acababan de acercarse a ellos y que pertenecían a todo ese grupo de invitados que llevaban esperando con ganas la llegada de Damian Chaves.


Pero más que tensa, Paula resultaba sensacional. Absoluta e imponentemente sensacional.


Se había dejado el pelo suelto, parecía un río de llamas cayendo sobre sus hombros y extendiéndose hasta su cintura. Sus ojos verdes dominaban la cremosidad de su rostro y un intenso brillo rosa cubría esos tentadores y carnosos labios. Su vestido dorado se aferraba a sus curvas, dejando sus brazos desnudos, y terminaba unos centímetros por debajo de las rodillas para revelar unas piernas largas y estilizadas y unos tacones del mismo color oro.


Pedro no había sido capaz de apartar la mirada de ella desde el momento en que había aparecido por la puerta junto a la silla de ruedas de su padre.


Pedro, ¿me estás escuchando?


–¿Qué te pasa ahora, Miguel? –se giró bruscamente hacia su hermano con los puños apretados.


–Solo he dicho que no recordaba que fuera tan joven y tan guapa, pero está claro que no me has oído… o que no has querido comentar nada al respecto –añadió con perspicacia.


–Por si no lo recuerdas, te mencioné el pequeño detalle de su belleza cuando te llamé después de conocerla, ¡después de descubrir que no era la solterona de mediana edad que me habías hecho creer!


–Yo no te hice creer nada. Lo único que pasa es que no me fijé mucho en el aspecto de su hija cuando conocí a Damian. Pero ahora tendría que estar muerto para no fijarme.


–¿Qué quiere decir eso?


Su hermano seguía mirando a la bella Paula, así que no pudo ver el gesto de disgusto de Pedro.


–Deberíamos acercarnos a saludar a nuestra invitada de honor –añadió distraídamente.


Pedro lo agarró del brazo.


–¡Guárdate tu encanto contenido, pero letal, cuando estés cerca de Paula! –lo advirtió.


Miguel lo miró.


–¿Pero qué…? Oh, no, Pedro, por favor dime que no… ¡Oh, no, lo has hecho! ¡Te dije que tuvieras contentos a los Chaves y te has acostado con su hija!


–Baja la voz.


–¿Es Paula Chaves el motivo por el que anoche estuviste tan distraído? ¿El motivo por el que hoy has estado gritando a todo el mundo por la galería? ¿Es el motivo… por el que de pronto te has cansado de tu imagen de playboy y has decidido que tienes que librarte de ella?


–Métete en tus malditos asuntos…


–Es asunto mío, Pedro –lo interrumpió su hermano fríamente–. Todo lo que afecte a Arcángel es asunto mío. Y también de Gabriel.


–Esto no tiene nada que ver con Arcángel.


–¿Y qué es «esto», precisamente? ¿Qué significa para ti Paula Chaves?


–Nada que sea de tu incumbencia.


Miguel dejó escapar un suspiro de impaciencia.


–¿Sabe Chaves lo vuestro?


–No hay nada que saber.


–¿Lo sabe? –insistió con dureza.


–Sí, pero lo nuestro ya ha terminado.


–¿Por qué?


–¿No deberías alegrarte sin más en lugar de preguntar el porqué?


–No, si no es lo que quieres.


–Miguel, sabes que tú vives oculto tras una máscara tanto como yo.


–¿Y qué quiere decir eso?


–Quiere decir que ocultas tus emociones detrás de esa máscara. Quiere decir que tal vez te ha afectado que nuestro hermano pequeño se haya casado.


–¿Tanto como te ha afectado a ti?


Paula era lo que había «afectado» a Pedro, solo Paula. Y aún no sabía qué iba a hacer al respecto.


–¿Crees que Damian ha venido aquí tan tranquilo, para que te confíes, y que alguna de estas noches sus guardaespaldas te pillarán en algún oscuro callejón?


–No sé cómo he podido sobrevivir todos estos años sin una dosis diaria de tu optimismo –parecía que el sentido del humor de Pedro había regresado–. Anda, vamos a saludarlos… y a lo mejor luego podrás decirme si sigues pensando que tienen intención de eliminarme discretamente.


Y así se abrieron paso entre la multitud hasta donde se encontraban Paula y Damian charlando con varios empresarios.