viernes, 23 de octubre de 2015

EL DESAFIO: CAPITULO 18





La necesidad de volver a besarla, de tocarla y hacerle el amor llevaba ardiendo en su interior treinta y seis horas, tiempo que había pasado prácticamente en estado de excitación continuo, y verla ahora no había ayudado a aplacar esa sensación: ese vestido dorado ceñido de un modo tan delicioso a cada curva de su suculento cuerpo, ese pelo cayéndole como una llama sobre los hombros y por la espalda, esos labios…


–Ni se os ocurra –les dijo a los dos guardaespaldas que estaban fuera de la galería.


–No pasa nada, Andy –añadió Paula cuando el hombre la miró–. Quedaos con mi padre. El señor Alfonso y yo vamos a dar un paseo –añadió con tono despreocupado mientras Pedro tiraba de ella por el pasillo.


¿Paseo? Lo que Pedro necesitaba era saborearla de nuevo y acariciarla, y lo necesitaba tanto que abrió la primera puerta que se encontró al doblar la esquina de otro pasillo sin importarle que fuera un pequeño cuarto de la limpieza. La metió dentro y cerró la puerta sumiéndolos en una absoluta oscuridad.


–¡Pedro!


–¡Tengo que besarte, Paula! –dijo agachando la cabeza y capturando su boca con satisfacción.


Toda la rabia que había sentido Paula por el hecho de que la hubiera sacado de la sala de exposición prácticamente a rastras, al más puro estilo neandertal, se evaporó en cuanto Pedro le rozó la boca.


Separó los labios y soltó su bolso antes de levantar los brazos y hundir los dedos en su pelo. Se dejó caer contra él y le devolvió el deseo de ese beso sintiendo cómo sus pechos y sus pezones se inflamaban y sus muslos ardían mientras las manos de Pedro se deslizaban por su espalda para posarse sobre sus nalgas y acercarla a su erección.


Pedro apartó la boca un instante y le recorrió el cuello con sus labios y su lengua.


–A tu padre no le va a hacer gracia esto –dijo con aire despreocupado mientras la saboreaba.


Paula dejó escapar una suave carcajada.


–No creo que mi padre vaya a venir aquí.


–Bueno, espero que no –murmuró él distraídamente con el cuerpo palpitando de pasión al mover las caderas con un lento y excitante ritmo y deslizar una mano bajo el vestido para acariciarle un muslo–. Necesito sentir tu calor contra mis dedos, Paula –dijo cuando sus dedos tocaron el borde de encaje de su ropa interior.


–¡Pedro! –un intenso calor anegó su cuerpo anticipándose al placer que prometían esos dedos.


–¿Llevas braguitas debajo de este vestido?


–Sí.


–Pero unas minúsculas, imagino.


–Mucho –le confirmó.


Pedro respiró hondo.


–¡Y quiero arrancártelas, acariciarte y sentirte cuando llegues al clímax! Después quiero lamerme los dedos y saborear…


Pedro, por favor… –gimió Paula no muy segura de si estaba pidiéndole que parara o que continuara, ya que esas palabras acababan de generar una ardiente humedad entre sus muslos.


–Oh, quiero complacerte, Paula –le aseguró–. Lo deseo más que a la vida.


Paula también lo deseaba. No le importaba que estuvieran metidos en un cuarto de la limpieza, ni que estuvieran a escasos metros de la sala donde doscientas personas estaban asistiendo a la exposición, incluyendo su padre, y habían visto cómo la sacaba de allí hacía unos minutos.


Lo único que le importaba era estar con Pedro, hacer el amor con él, que la besara y acariciara.


–Hazlo, Pedro –lo animó–. ¡Hazlo!


Las palabras apenas habían salido de su boca cuando oyó el delicado sonido del encaje y la seda rasgándose.


–Qué preciosa eres –murmuró Pedro al acariciar la sedosa desnudez de la piel de entre sus muslos mientras tenía la cara hundida en su perfumado cuello–. Tan, tan preciosa.


Comenzó con unas caricias suaves y pudo sentir cómo esos inflamados pliegues se separaban con cada roce. Su clítoris palpitó, inflamado, cuando ejerció más presión antes de hundir dos dedos en el calor de su interior. Con el otro brazo la rodeó por la cintura a la vez que sintió esas contracciones intensificarse, prolongarse, y que sus piernas comenzaron a temblar.


–Sí, Paula –dijo al sentirla llegar al clímax con la fuerza de un tsunami–. Lo quiero todo. Dame todo tu placer –insistió con pasión.


Paula gritó cuando ese placer la recorrió; tenía los pezones erectos y su interior se aferraba con ansia a esos dedos que la acariciaban y la llenaban. Cuando la última oleada de placer la invadió, se sintió totalmente incapaz de levantarse, y se habría caído al suelo si Pedro no hubiera seguido sosteniéndola con el brazo que la rodeaba por la cintura. Gimió cuando otra sacudida de placer la recorrió en el momento en que él retiró los dedos de su abrasador interior.


–Mmm, deliciosa –murmuró Pedro unos segundos más tarde.


–¿Qué?


–Que sabes a miel, Paula.


–¡Dios…! –apoyó la humedad de su frente contra el hombro de su chaqueta, ruborizada ante el hecho de que Pedro se hubiera lamido los dedos para saborearla.


–Me llamo Pedro –dijo con tono de broma.


–Seguro que ahora te sientes muy poderoso.


–Sin duda –respondió él riéndose.


–Deberías ser un poco más modesto, Pedro.


–No, cuando tengo en mis brazos a mi satisfecha mujer.


¿Su satisfecha mujer? ¿Qué quería decir con eso? Sabía que debería sentirse indignada por esa muestra de arrogancia, sabía que debía apartarse y decirle que lo que había sucedido no cambiaba nada, que estaba decidida a seguir con su decisión de no tener una relación con él. Su decisión de no ser la mujer de ningún hombre. Pero no podía hacerlo. «Más tarde», se dijo. Ya se lo haría comprender más adelante.


–Ven a mi piso esta noche. Esto debería haber terminado a las once. Pasa la noche conmigo, Paula, por favor.


–¿Y Miguel?


–Miguel que se busque a su propia mujer.


–Me refiero a…


–Ya sé a qué te refieres, preciosa Paula. Y el piso es tan grande que ni siquiera tiene que enterarse de que estás allí.


¿Podía hacerlo? ¿Era posible? ¿Podía pasar otra noche más en los brazos y la cama de Pedro?


¿Cómo podía negarse cuando él acababa de darle tanto placer y no se había llevado nada a cambio? Ella no era una amante egoísta.


–Pero hazlo porque quieras, Paula, no porque te sientas en deuda conmigo por lo que acaba de pasar.


Parecía que Pedro le hubiera leído el pensamiento, al mismo tiempo que la había dejado sin argumentos que justificaran el hecho de que fuera a su casa esa noche.


Se humedeció los labios antes de decir:
–Creo que el problema más inmediato es cómo vamos a salir de este armario y volver a la sala sin que nadie descubra qué hemos estado haciendo.


Pedro se rio.


–Lo veo imposible. Créeme, el brillo ardiente y seductor de tus ojos, el rubor de tus mejillas y esos labios inflamados y enrojecidos van a delatarte y decirle a todo el mundo lo que hemos estado haciendo.


–Haces que parezca una mujer salvaje.


–No, solo mi mujer –la rodeó con fuerza–. Y me gusta que seas salvaje. Me gusta mucho.


A Paula también le gustaba que Pedro la hiciera sentirse así. 


Mucho. Demasiado como para negarse las ganas de pasar una noche más en sus brazos.


–Aun así, creo que deberías volver sola y yo iré después de arreglarme un poco.


–Eso no va a cambiar el hecho de que me pase el resto de la noche pensando en que llevo tus braguitas en el bolsillo de mi chaqueta.


Paula se sonrojó al darse cuenta de que en aquel momento estaba desnuda bajo el vestido, un vestido que se movía sensualmente contra el calor de su piel.


–De acuerdo, iré a tu piso luego. ¡Oh, no, lo había olvidado! Primero tengo que ir con mi padre. De camino aquí hemos empezado a hablar y tenemos que terminar esa conversación.


–¿Es algo grave?


–No estoy segura.


–¿Tiene algo que ver con que te quedaras conmigo el jueves por la noche? Porque si es eso, a lo mejor yo debería…


–No –le aseguró con firmeza–. Es algo que mi padre tiene que contarme, pero espero que no se alargue mucho y pueda estar contigo antes de la medianoche.


Pedro deslizó los labios sobre su cuello.


–Veré cómo me apaño para convencer a Mihuel de que se meta en la cama en cuanto lleguemos a casa. A lo mejor puedo decirle que a su edad tiene que recuperarse bien del jet lag.


–¡Pero si solo es un año mayor que tú!


–Y, aun así, no estaba muy contento conmigo antes.


–¿Por qué?


–Porque le he contado lo nuestro. Porque cree que tu padre podría haberlo preparado todo para deshacerse de mí en un callejón oscuro.


–Mi padre no es ningún gánster, Pedro.


Él se rio al rodearla de nuevo.


–Nunca he dicho que lo fuera.


–¿Pero Miguel y tú pensáis que lo es?


–Ey, solo ha sido un chiste de Miguel, Paula.


–Si eso pensabais de él, me sorprende que os hayáis arriesgado a exponer su colección y mancillar el nombre de Arcángel –contestó con brusquedad–. Después de todo, a lo mejor todo lo que tiene es robado.


–Paula, no…


Ella se alejó por completo de sus brazos.


–¿Paula?


–Deberíamos volver.


–¡Así no! –protestó él–. No ha sido mi intención molestarte, Paula. Ha sido una broma, aunque está claro que de muy mal gusto –añadió con pesar.


Por desgracia, las sospechas de Paula con respecto al accidente de coche de su padre le quitaban toda la gracia al comentario.


–Tengo que irme –abrió la puerta, recogió su bolso del suelo, y vio que Pedro se había plantado en mitad de la puerta impidiéndole salir.


–¿Vendrás luego? –le preguntó él.


Paula, aún invadida por una sensación de placer entre los muslos, sabía que debería negarse. Que debería ceñirse a la decisión que había tomado el día anterior de no volver a verlo.


Eso era lo que debería hacer, pero, por desgracia, su cuerpo decía lo contrario.


–Iré luego –le confirmó.


–Bien –respondió él con satisfacción–. Supongo que tienes razón y que tenemos que volver a la exposición –añadió con gesto de disgusto.


Ella no pudo evitar sonreír ante su falta de entusiasmo, la cual compartía.


–¿Paula? –dijo poniéndole una mano en el brazo cuando ella salió al pasillo.


–¿Sí?


Le rodeó la cara con las manos y la miró fijamente antes de agachar la cabeza y besarla.


–Gracias –le susurró.


A Paula le dio un vuelco el corazón ante el roce de sus labios.


–¿Por qué?


–Solo gracias –ni siquiera él sabía qué le estaba agradeciendo.


A lo mejor que no lo hubiera abofeteado antes cuando la había sacado de la sala como un troglodita. O tal vez que no hubiera intentado negar la atracción que crepitaba entre los dos. O tal vez le estaba agradeciendo el placer que le proporcionaba su desinhibida actitud ante él, o dándole las gracias simplemente por ser Paula.


Ya pensaría más a fondo en todo ello una vez pasara esa noche.






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