sábado, 24 de octubre de 2015
EL DESAFIO: CAPITULO 22
–Bridget, creía que te había dicho que no me molestaran… ¡Paula! –gritó al verla en la puerta.
Se levantó y se acercó corriendo, le agarró las manos y la miró a la cara, ¡con mucho deseo! Al instante pudo ver la palidez de sus mejillas y la distancia en esos fríos ojos verdes que lo miraban tan fijamente.
–¿He venido en mal momento? –preguntó ella con una voz también fría y distante.
Él seguía mirándola, deseándola, necesitando ver a «su Paula» en las profundidades de esos atribulados ojos.
–¿Estás bien? –qué pregunta tan estúpida. ¡Por supuesto que no estaba bien! Si lo estuviera, no habría desaparecido sin más y ahora no estaría mirándolo como si fuera una extraña, en lugar de su amante.
–¿Por qué no iba a estar bien?
Pedro desconocía la respuesta, ya que lo único que Damian le había dicho el día antes era que se había disgustado por algo que le había dicho y que no sabía nada de ella desde la noche del sábado.
–Pasa –sin soltarle la mano, la metió en el despacho y cerró la puerta–. No puedes imaginarte cuánto me alegro de que hayas venido, Paula.
–¿Por qué?
Porque al menos ahora sabía que estaba viva. Porque ahora sabía que estaba a salvo. Porque la necesitaba allí, a su lado, ¡maldita sea!
–Paula, tu padre vino a verme ayer.
Un brillo de emoción se encendió en las frías profundidades de esos ojos verdes para disiparse al instante.
–¿Ah, sí? Pues debió de ser muy agradable para los dos –añadió lacónicamente.
Pedro seguía mirándola, viendo la fragilidad escondida bajo esa fría fachada. Una fragilidad que temía pudiera romper a Paula, destruirla, si decía o hacía algo incorrecto. Y esa era la razón por la que no la había tomado en sus brazos y la había besado en cuanto había cerrado la puerta.
Paula parecía tan quebradiza en ese momento que, si hubiera intentado abrazarla, o se habría rebelado y lo habría arañado con todas sus fuerzas, o se habría hecho añicos y desintegrado ante sus ojos. Lo primero lo habría soportado encantado, pero lo segundo lo habría destruido.
Tanto como habría destruido a Paula.
Y no quería que eso pasara porque su espíritu tímido pero rebelde era una de las muchas cosas que había admirado de ella desde el primer momento. Esa admiración inicial había ido en aumento y ahora incluía su impactante belleza, su delicado sentido del humor, su pasión, y la calidez de su corazón, tan patente cuando hablaba de su padre. Una calidez que hoy había brillado por su ausencia ante la mención a su padre.
–Paula…
–Soy consciente de que habría sido más profesional haber concertado una cita, pero he traído algunos bocetos para enseñártelos –le dijo con tono animado.
–¿Bocetos?
–Este fin de semana he tenido mucho tiempo libre.
Pedro se estremeció. Sabía que después de no acudir a su cita con él y de marcharse del piso de su padre el sábado por la noche, había bajado a su casa, había hecho las maletas y se había marchado del edificio. Y eso lo había hecho por algo que Damian le había contado después de la gala de inauguración durante una conversación que a Paula le había resultado tan dolorosa como para irse jurando que jamás perdonaría a su padre por lo que había hecho.
Qué era eso que había hecho era algo que Pedro desconocía, porque Damian no le había dado los detalles de aquella conversación por mucho que había insistido en que le diera respuestas.
Es más, Miguel había tenido que intervenir en la discusión que comenzó cuando Pedro y Damian habían comenzado a lanzarse acusaciones y, tras haber calmado la situación, se había ofrecido a cancelar su vuelo a París para ayudarlos a buscar a Paula. Una oferta que Pedro le había agradecido, pero que había rechazado, porque sabía que los que tenían que buscarla eran su padre y él. Los que tenían que encontrarla. Los que tenían que asegurarse de que estuviera a salvo.
Así, tras el enfrentamiento inicial, los dos habían pasado la mayor parte del domingo llamando a todos los amigos y conocidos de Paula, pero ninguno la había visto.
Después habían ido llamando hotel por hotel, y cuando esas llamadas no habían dado ningún fruto, habían ampliado la búsqueda a los barrios residenciales. Sin embargo, no había servido para nada. Paula estaba fuera en alguna parte, pero obviamente no quería que la encontraran.
Pedro había esperado que eso no lo incluyera a él, pero el reciente comentario de Paula había insinuado que ni siquiera se había planteado que él hubiera podido molestarse en buscarla después de que hubiera faltado a su cita del sábado. Y tal vez se merecía ese gesto de rechazo; de todos modos, no podía saber que desde el primer momento que la había visto no había podido dejar de pensar en ella.
Pero ahora, que estaba sufriendo tanto por las cosas que le había contado su padre, no era momento de decirle lo que sentía.
–Paula, ya sabes… que… no importa lo que haya hecho tu padre o te haya dicho… nada es totalmente blanco o negro… y esas tonalidades grises pueden ser…
–¡Oh, por favor! –lo interrumpió con desdén–. Ya te ha convencido, ¿verdad? Y seguro que te ha contado lo justo para justificar su comportamiento.
–No me contó nada, ni se justificó por lo que sea que ha hecho –le aseguró Pedro.
–¡Porque no tiene justificación! –sus ojos brillaron y pareció como si su caparazón protector fuera a resquebrajarse, pero al instante se recompuso y adoptó una postura de determinación–. No hay excusas para lo que hizo, Pedro.
–Te quiere mucho. Solo intentaba protegerte.
–¡Lleva toda la vida protegiéndome de la propia vida! –un rubor de rabia tiñó sus mejillas.
–Sí –admitió Pedro con delicadeza–. Y tal vez se haya equivocado en eso.
–¿Tal vez? ¡Nada de tal vez! Tiene que haberte contado algo para que estés compadeciéndote de él.
–No se trata de compadecerme de nadie.
–¿Ah, no? Bueno, pues créeme si te digo que a mí no me da ninguna pena después de haber oído las cosas que me ha estado ocultando todos estos años.
Pedro la miró y, a juzgar por el brillo de su mirada, vio que no era tan inmune al dolor de su padre como quería aparentar.
–Tú no eres así, Paula. Tú quieres a tu padre y no va contigo ser deliberadamente cruel.
Ella soltó una carcajada.
–¿Y tú qué sabes de mí, Pedro? ¿Que me gustan tus caricias? ¿Que me gustan tanto que el sábado dejé que me metieras en un maldito armario lleno de escobas para que pudieras darme placer? –sacudió la cabeza con gesto de disgusto–. Eso no es conocerme, Pedro, eso es pasarlo bien con el sexo.
–No –la advirtió adelantándose a lo que sabía que diría a continuación, y negándose a permitirle que redujera lo que habían tenido a algo tan primario–. Hoy has venido a mí. Me da igual qué excusas te hayas puesto para hacerlo, pero lo cierto es que has venido, ¡maldita sea!
Sí, así era, admitió Paula con pesar. Esa mañana mientras se había duchado y vestido en el hotel se había convencido de que iba a ir a ver a Pedro porque quería aceptar el trabajo, porque asegurarse ese encargo era más importante que su orgullo si de verdad quería lanzar su negocio.
Pero ahora que estaba ahí, ya no estaba tan segura de que eso fuera del todo verdad.
Se sentía reconfortada estando en su compañía, y, de hecho, Pedro ya estaba empezando a funcionar como un bálsamo para sus destrozadas emociones. Estar con él alimentaba su necesidad de estar con alguien que la deseaba y que podía darle algo de calidez porque en ese momento su corazón era como un enorme bloque de hielo.
Así que sí, había ido a verlo porque lo había necesitado, había querido estar con él. Había querido estar con el hombre del que ahora sabía que se había enamorado.
Porque en las últimas treinta y seis horas no solo había estado pensando en la conversación con su padre, sino también en Pedro. ¡Y mucho! En lo que su relación significaba para ella, en el hecho de que no solo lo deseara, sino también lo apreciaba. En el hecho de que se había enamorado de él.
No podía negar el deseo que sentía por su físico y le gustaba lo divertido que podía ser a veces, pero también sabía que Pedro era mucho más que ese personaje con encanto que se empeñaba en mostrarle al mundo. Pedro se preocupaba por las galerías, se preocupaba por ella…
Y amaba a su familia profundamente. Y, tras la conversación que había tenido con Miguel el sábado por la noche, sabía que ese era un amor correspondido por su familia. Miguel había insistido en hablar con ella a solas sobre su hermano y le había contado la seriedad con la que trabajaba para las galerías y cuánto le debían por el continuado éxito de todas sus ideas e innovaciones.
Pero todo ello era algo que Paula había podido ver antes con claridad, por mucho que él se hubiera empeñado en ocultarlo.
Y tanto lo había visto que se había enamorado de él.
Por desgracia, era un amor que Pedro jamás le devolvería.
–La única razón por la que estoy aquí es para mostrarte mis diseños –le aseguró con frialdad–, si es que sigues interesado en verlos, claro.
–Paula, no podemos sentarnos a hablar de tus diseños como si la conversación que tuviste con tu padre no hubiera sucedido nunca.
–No veo por qué no –contestó con tono gélido.
–Paula…
–¿Qué te dijo exactamente sobre la conversación, Pedro? ¿Cuánta verdad ha decidido confiarte después de conocerte desde hace solo una semana?
–Tienes que calmarte.
–No, Pedro. No tengo que hacer nada, ya no. Voy a hacer exactamente lo que me plazca. Y ahora, ¿quieres ver mis diseños o no?
Él se estremeció ante la agresividad de su tono.
–Por supuesto que quiero ver tus diseños.
–¿Entonces podríamos hacerlo ahora, por favor? –le pasó la carpeta–. Tengo cosas que hacer esta tarde, encontrar un local y un piso.
–¿Es que no vas a volver al tuyo?
–No.
Pedro no tenía la más mínima idea de cómo tratar con esa implacable y distante Paula. Apenas la reconocía como la mujer que había ocupado la mayor parte de sus pensamientos durante la última semana, la mujer a la que solo tenía que mirar para sentirse excitado. La mujer que lo hacía reír. Una mujer bondadosa y cálida, una mujer en la que había confiado. Una mujer tan distinta a las demás con las que había estado. La mujer con la que sabía que quería estar.
La misma mujer que ahora estaba sufriendo tanto y desmoronándose por dentro porque lo que fuera que Damian le había contado el sábado la había herido profundamente.
–Paula…
–Por favor, Pedro –su voz se quebró con emoción–. Si te importo aunque sea un poco, ayúdame a hacer esto.
¿Si le importaba? Durante esos últimos dos días se había dado cuenta de que Paula le importaba más que cualquier mujer que hubiera conocido nunca y que pudiera llegar a conocer.
–Paula…
Los dos se giraron cuando la puerta del despacho se abrió de pronto sin previo aviso, y Pedro gruñó por dentro al ver a los dos guardaespaldas entrar detrás de la silla de ruedas de Damian.
Nada más ver el rostro acusatorio de Paula, supo que creía que había tenido algo que ver con la inesperada llegada de su padre.
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