sábado, 6 de noviembre de 2021

SIN ATADURAS: CAPÍTULO 60

 


El ingeniero no paró de disculparse mientras daba explicaciones, especialmente cuando Paula le preguntó a cuánto podía ascender la reparación. Prometió enviar a otro ingeniero para tener una segunda opinión, pero de momento no le quedaba más remedio que declarar la casa como inhabitable hasta que se hicieran las reparaciones.


Paula sintió que se le helaba la sangre mientras procesaba la información. «Inhabitable» significaba que iba a perder a Pedro como inquilino, lo que significaba que también iba a perder sus ingresos.


Cuando el ingeniero se fue, Paula se sintió terriblemente impotente y disgustada. Se volvió hacia el jardín y el huerto que había atendido tanto tiempo con la esperanza de poder ayudar a su abuelo. Las plantas, cargadas de frutos, parecieron burlarse de ella. Furiosa, comenzó a arrancarlas con las manos desnudas. Masculló una maldición cuando las hojas de las tomateras le desgarraron las palmas de las manos, pero no paró hasta dejar yermo el terreno en que había crecido el huerto.



SIN ATADURAS: CAPÍTULO 59

 

Paula trabajó hasta tarde en la tienda para evitar enfrentarse al vacío que la aguardaba en la casa del árbol.


Lo sucedido aquella mañana había sido aterrador, magia descontrolada. De manera que en realidad se alegraba de que Pedro se hubiera ido. Así había tenido tiempo de recordar sus metas para el futuro: viajar y ser independiente, conservar un espíritu libre y un corazón sin ataduras.


Cuando regresó a la casa tuvo que sortear la maquinaría que había acudido a reparar los problemas de las cañerías del barrio, que no se habían limitado a afectar a su casa. Las consecuencias de los últimos terremotos que habían asolado el país aún seguían aflorando en diversas partes de la ciudad. En realidad ella había tenido bastante suerte, pues su casa y su lugar de trabajo apenas se habían visto afectados, de manera que no iba a quejarse ahora.


Pero cuando vio la casa desde el jardín notó en seguida que algo no andaba bien. Uno de los ventanales de la fachada principal estaba anormalmente inclinado hacia el árbol. Cuando entró para ver qué estaba sucediendo ni siquiera pudo llegar hasta la ventana. El suelo estaba hundido a ojos vista en la zona del ventanal y la madera crujió peligrosamente bajo sus pies.


Salió de la casa rápidamente. No necesitaba un nivel para constatar que la pared se estaba inclinando. ¿Por qué se estaba hundiendo ahora, después de haber sobrevivido a todos los terremotos?


Volvió rápidamente a la tienda de regalos y llamó a una empresa de ingeniería que le envió un ingeniero a primera hora de la mañana del día siguiente. Estuvo con él todo el rato, tratando de mantener el control mientras el ingeniero inspeccionaba los daños. Los cimientos habían desaparecido. Las raíces del árbol se habían podrido, dejando un agujero gigante bajo la casa. Era posible que las vibraciones provocadas por la maquinaría que estaba trabajando en la calle hubieran agravado el problema, pero habría acabado por suceder en cualquier caso. Y si no se hacía algo en seguida, la casa podía hundirse.


Paula contempló las ramas del árbol. Lo que confería a aquella casa su belleza, su singularidad, iba a ser en último extremo la causa de su destrucción.




SIN ATADURAS: CAPÍTULO 58

 

Sentado en la habitación de su hotel, en Sídney, Pedro rio sin humor al recordar que solo dos semanas atrás había planeado pasar unas noches locas aprovechando aquel viaje. La idea de tener relaciones sexuales con una desconocida lo dejaba frío… y flácido.


No podía llamar a Paula por teléfono, de manera que acabó viendo en el ordenador el vídeo del último partido del equipo, en el que salían las Blade bailando. Vio tres veces seguidas los momentos en que aparecía Paula alzando sus largas piernas, el pelo al viento, las mejillas sonrosadas y una gran sonrisa en el rostro… Era la mujer más sexy que había conocido.


¡Y ya no se sentía tan flácido!


Había salido otras veces con bailarinas, pero nunca se había visto reducido a ver vídeos de ninguna de ellas una y otra vez.


Apagó la pantalla y se tumbó en la cama. No le gustaba que Paula no le hubiera dicho nada aquella mañana. Que lo hubiera utilizado. Tenía algo más que ofrecerle que aquello, y quería que lo supiera, que se diera cuenta de ello, que lo quisiera, que lo aceptara.


Pero la distancia hizo que surgieran las dudas. ¿Habría imaginado la calidez y el cariño con que le había devuelto el abrazo? Necesitaba saber que las emociones de Paula estaban tan involucradas en aquello como las suyas.


Se irguió, frustrado de impotencia. Seguro que había algo que pudiera hacer. Miró el teléfono y sonrió al pensar en lo evidente. Tomó su cartera y la llave del hotel y salió a la calle, agradeciendo que en aquella ciudad las tiendas estuvieran abiertas las veinticuatro horas del día.



SIN ATADURAS: CAPÍTULO 57

 

Frustrado, Pedro la dejó ir, sin saber cómo penetrar las barreras defensivas que Paula era capaz de erigir en un instante. Tumbado en la cama, contempló la luz de su ventana. Ya eran más de las dos de la madrugada cuando la apagó. Menos de cuatro horas después, Pedro escuchó el sonido de la manguera en el jardín. Tenía que irse al aeropuerto e iba a pasar las siguientes cinco noches en Sídney, pero antes quería verla.


Cuando salió al jardín notó en seguida la palidez del rostro Paula, las oscuras marcas que había bajo sus ojos. No podía ocultar por completo su tensión, y él no sabía cómo hacerle salir de su concha, cómo lograr que se abriera a él… algo que, aunque no entendía bien por qué, deseaba con todas sus fuerzas.


Paula soltó la manguera y avanzó hacia él con paso decidido. Sus ojos ardían, y la femenina agresividad de sus movimientos hizo que pareciera mucho más fuerte de lo que era. Cuando llegó hasta Pedro no le dio la oportunidad de decir nada. Fue ella quien guio el baile que se produjo a continuación, quien se montó a horcajadas sobre él dándole la espalda. Pedro disfrutó viendo cómo el pelo le acariciaba la espalda, disfrutó deslizando las manos por las deliciosas curvas de su firme trasero, disfrutó tomando en ellas sus pechos para luego deslizarlas hasta su sexo y acariciarla hasta hacerle enloquecer de deseo. Pero también quería ver sus ojos. Quería conocerla… conectar de una manera mucho más completa que aquella.


Sabía que Paula estaba más decidida y agresiva que nunca, más hambrienta, más lanzada, más exigente. Tuvo que apretar los dientes para contenerse mientras ella lo cabalgaba, gemía y sudaba… pero ni siquiera la experiencia sexual más intensa de su vida le bastaba ya.


Paula se arqueó cuando alcanzó el orgasmo, y su grito de liberación asustó a los pájaros que aún dormían a las seis de la madrugada en las ramas de los árboles. En cuanto su cuerpo comenzó a languidecer, Pedro la tumbó boca abajo y sostuvo su rostro para contemplar aquellos ojos aturdidos por el sexo mientras la penetraba todo lo profundamente que podía.


Esperó jadeante mientras se controlaba. Porque se negaba a seguir teniendo sexo con Paula. Ahora quería hacerle el amor, quería entregarse por completo a ella.


Paula abrió los ojos y negó con la cabeza pero Pedro la sujetó de manera que no pudiera escapar a su beso. Y, poco a poco, todo empezó de nuevo. Cada movimiento, cada caricia, estuvieron colmados de cariño, de pasión. Paula no tardó en empezar a reaccionar una vez más, y el no dejó de besarla hasta que un renovado y delicioso gemido de placer empezó a surgir de su garganta, hasta que murmuró su nombre una sola vez, hasta que se volvió suave, cálida, maleable… suya.


Finalmente, Pedro enterró el rostro en la cálida suavidad de la piel de Paula y se dejó llevar por las poderosas e intensas sensaciones que se adueñaron de su cuerpo.


Después, Paula permaneció con los ojos firmemente cerrados, aparentemente dormida. Pedro se irguió, la tomó en brazos y la llevó a su dormitorio, donde la dejó en la cama. En su cama, no en la de ella. Paula no abrió los ojos cuando la cubrió con la manta y le dijo que durmiera. Él sabía que estaba despierta, y pudo sentir la tensión que emanaba de su cuerpo, pero prefirió no hacer ningún comentario al respecto.


SIN ATADURAS: CAPÍTULO 56

 


Disfrutó del baile más de lo que creía posible. Pedro la llevó de un lado a otro de la terraza con la habilidad de un auténtico profesional del baile. Sin aliento, Paula se apartó un poco para mirarlo al rostro.


Él movió la cabeza y sonrió con ironía.


–Tampoco pensabas que supiera bailar, ¿verdad? No me consideras capaz de hacer bien muchas cosas aparte del sexo, ¿verdad?


Paula se puso en guardia al instante. Consideraba a Pedro capaz de muchas cosas, pero no necesitaba que además la engatusara con su habilidad para cocinar y bailar. No era justo por su parte, sobre todo teniendo en cuenta que lo que había entre ellos no era más que una aventura pasajera.


–¿Estás buscando cumplidos? –murmuró con ligereza–. ¿Tú, el médico al que acuden las bailarinas simulando alguna lesión con el mero fin de acercarse a él?


Pedro sonrió mientras la retenía contra sí para seguir moviéndose. Paula cerró los ojos mientras le dejaba hacer. Resultaba tan fácil apoyarse contra él, dejarle sostener todo el peso, aceptar aquello y más de él… Pero Pedro no quería dar más, y si ella se dejaba llevar, si se permitía depender, seguro que acabaría queriendo más, ¿y acaso no estaba decidida a no caer en algo así, en algo que sin duda acabaría mal? Acercarse demasiado a otro siempre acababa causando dolor, pérdida, algo que no quería volver a experimentar.


–¿Quieres hablar de ello? –preguntó Pedro con suavidad, invitando a las confidencias.


Paula intuyó en seguida que Pedro no estaba actuando como «hombre», sino como médico. ¿Estaría cuidándola porque sentía lástima por ella, porque le había hablado de los últimos días de la vida de su abuelo? Era agradable que se preocupara por ella, pero no era una preocupación «médica» lo que quería de él.


De manera que no quería hablar. No quería nada de él. Se apartó de sus brazos.


–Lo cierto es que estoy bastante cansada –dijo con frialdad.


–De acuerdo –Pedro no trató de retenerla cuando se apartó sin mirarlo a los ojos–. Yo tengo que fregar.


Aquello alcanzó de lleno a Paula.


–Oh. Debería ocuparme yo…


–Yo he ensuciado la cocina y yo me ocupo de limpiarla –contestó Pedro con una forzada sonrisa.


Paula lo miró y tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no pedirle que subiera con ella. De repente no quería estar sola. Quería volver a estar entre sus brazos… Pero no podía perseguir un sueño que desaparecería en un abrir y cerrar de ojos, de manera que se volvió y subió las escaleras sola.



viernes, 5 de noviembre de 2021

SIN ATADURAS: CAPÍTULO 55


Una hora después subió y llamó a la puerta de Paula, que abrió en seguida. Vestía una chándal realmente horroroso que disimulaba todas las curvas de su cuerpo. Pedro sintió deseos de quitárselo, pero tuvo que recordarse que no había subido para aquello.


–Supongo que no habrás preparado la comida, así que yo he preparado la suficiente para los dos –Pedro se negaba a sentirse ofendido si Paula rechazaba su oferta.


–¿En serio? –preguntó Paula, sorprendida.


–Si quieres ir a por ella, está en la terraza.


Paula dudó.


–Está refrescando y me he tomado muchas molestias –dijo Pedro a la vez que le dedicaba una pícara mirada. Quería verle sonreír.


Y Paula sonrió, aunque con evidente escepticismo, como si no creyera que alguna vez se tomara molestias.


–De acuerdo. Dame un segundo –dijo antes de volver a entrar y cerrar la puerta. Si Pedro había sido capaz de superar su enfado, ella también podía hacerlo. Tomó la botella que tenía reservada para el día que se sacara el carné de conducir y salió de su cuarto.


–Guau –dijo al ver la mesa del porche perfectamente preparada–. No estoy segura de que este champán esté a la altura.


–No te emociones demasiado –dijo Pedro mientras apartaba una silla de la mesa para ella–. Son solo hamburguesas y patatas fritas.


–Pero no las típicas hamburguesas –Paula se sentó a la vez que aspiraba el aroma procedente de su plato–. ¿Has cocinado tú todo esto?


–Soy un soltero que vive solo. ¿Creías que no podía cocinar? He utilizado restos.


Paula observó atentamente su plato.


–Pero si son…


–Hamburguesas vegetarianas. No está mal para un chico criado entre ganado, ¿no? –Pedro abrió el champán, lo sirvió en dos vasos y frunció el ceño al ver que la botella había quedado vacía.


El corazón de Paula estaba latiendo con demasiada fuerza. No recordaba cuándo le había preparado alguien algo de comida, alguien que se hubiera molestado en tener en cuenta lo que prefería comer o no comer.


Paula dejó caer el cuchillo para tener una excusa con la que romper la intensa y muda comunicación que se estaba produciendo entre ellos. Seguro que estaba interpretando erróneamente los mensajes. No era cariño lo que se suponía que debía haber entre ellos, sino mera carnalidad…


–Quiero que me des tu número –dijo Pedro a la vez que sacaba su móvil del bolsillo. Paula lo miró con expresión de perplejidad–. Voy a estar fuera la próxima semana, así que necesito tu número –explicó, y añadió–: Por si acaso.


¿Por si acaso?


–No tengo móvil. No lo necesito.


–Claro que lo necesitas –dijo Pedro sin ocultar su asombro–. Todo el mundo lo necesita.


–Pues yo no –era un gasto que Paula no necesitaba. Las pocas llamadas que hacía solían ser locales, y utilizaba el teléfono de la tienda de regalos en la que trabajaba.


–¿Y si se te estropea el coche en alguna carretera perdida?


–No conduzco por carreteras perdidas –dijo Paula con una sonrisa.


–Ya sabes a qué me refiero –replicó Pedro sin devolverle la sonrisa–. Deberías tener un teléfono.


Paula no tenía un teléfono porque no tenía nadie a quien llamar. Y así iban a seguir las cosas.


–Si no hubiera estado aquí esta noche, ¿cómo habrías llamado al fontanero?


–Ya habría encontrado alguna manera de solucionarlo –contestó Paula con frialdad.


Unos minutos después, cuando ambos habían dado buena cuenta de sus respectivas hamburguesas, Pedro dijo:

–¿Quieres salir esta noche? –su buen humor había regresado, al igual que su pícara sonrisa–. Sospecho que últimamente no has salido mucho. Conozco un par de sitios.


Paula sintió por un instante que todo su mundo se balanceaba al borde de un precipicio.


–Fui a bailar con las Blade después del primer partido, la noche que decidiste volver pronto a casa –dijo con todo el desenfado que pudo simular.


–Otra vez será –Pedro se encogió de hombros y sonrió abiertamente–. Pero confieso que he visto estos asomando de la última caja del garaje –se inclinó a recoger algo de una silla contigua.


–Oh, los recuerdo –Paula vio el par de viejos discos que Pedro sostenía en la mano y sintió que el hielo amenazaba de nuevo su corazón. Eran los discos que le había puesto a su abuelo en los últimos días de su vida.


–Seguro que tienes algún tocadiscos en esa tienda de antigüedades que llamas tu estudio.


–En algún lugar bajo otro millón de cosas –contestó Paula, que no quería sacarlo.


–Da igual –Pedro dejó los discos en el asiento y volvió a tomar su móvil–. He encontrado un par de esas canciones en Internet y las he descargado –tocó la pantalla y la música empezó a sonar–. Vamos, no puedes negarte después de la asombrosa comida que te he preparado –añadió mientras se levantaba y le ofrecía una mano.


Tras una momentánea duda, Paula apartó la silla de la mesa y aceptó su mano, porque estaba deseando disfrutar del placer de la cercanía de Pedro, de sus caricias. Quería volver al sencillo mundo del placer sin más complicaciones.



SIN ATADURAS: CAPÍTULO 54

 


Paula siguió trasladando las cajas mientras Pedro daba instrucciones al fontanero. Pero cuando le llegó el turno a la que estaba más abajo y la levantó, la parte baja, totalmente empapada, cedió, y el contenido de la caja se desparramó por el suelo.


La expresión del rostro de Pedro pasó del asombro al endurecimiento mientras contemplaba el contenido de la caja.


–No soy una yonqui –dijo de inmediato, a la defensiva.


–Eso ya lo sé –replicó Pedro con aspereza. Dado el número de jeringuillas, botellas de morfina y medicamentos para el dolor que había dispersos por el suelo–. Supongo que eran de tu abuelo.


Paula se acuclilló para empezar a recogerlo todo.


–Pretendía llevar todo esto a la farmacia, pero lo guardé en una caja y me había olvidado por completo de ella.


–Yo puedo ocuparme de llevarlo –dijo Pedro mientras se agachaba y recogía las jeringuillas.


–Mi abuelo era diabético –explicó Paula–. Se inyectaba dos veces al día, y también tomaba analgésicos.


–¿Por qué tuviste que ocuparte tú sola de todo? ¿No pudieron enviarte una enfermera de distrito?


–Por lo visto estaban todas ocupadas, y tuve que arreglármelas por mi cuenta. El abuelo no quería morir en el hospital, de manera que al final me quedé sola con él. Le di los analgésicos que había prescrito el médico y sostuve su mano mientras se iba. Finalmente llamé a una ambulancia, porque ya no podía soportarlo más –Paula hizo una pausa para tratar de contener sus emociones–. Para cuando llegó, mi abuelo ya había muerto.


–La mayoría de la gente no se enfrenta a algo así sola –replicó Pedro con aspereza.


Paula se encogió de hombros y lamentó haberle contado aquello.


–En aquellos momentos había muchos problemas y los médicos no daban abasto.


Pedro asintió pero no dijo nada más. A Paula le sorprendió su palidez. Sin decir nada, Pedro buscó una bolsa de plástico en la que arrojar todo el contenido.


–Voy a subir algunas de las cajas arriba –dijo.


–¿Quieres que te ayude? –preguntó Pedro.


–No. Estoy bien.


Pedro no la creyó.


–No me importa echarte una mano.


–Ya has hecho bastante llamando al fontanero.


El tono de Paula no sonó precisamente agradecido. Pedro apretó los dientes, cada vez más cabreado.


–No me llevaría más de unos minutos.


–Puedo arreglármelas sola –replicó Paula mientras empezaba a subir las escaleras.


–Puedo ayudar –protestó Pedro, molesto por la testarudez de Paula. Era cierto que había sido capaz de ocuparse de dos enfermos terminales a solas, ¿pero por qué no podía aceptar un poco de ayuda para subir las cajas? ¿Por qué no podía sonreírle y decirle que sí?


Paula lo miró por encima del hombro.


–No necesito que lo hagas.


Irritado, Pedro arrojó la bolsa con las medicinas a un rincón. No entendía a qué venía la actitud de Paula