Paula siguió trasladando las cajas mientras Pedro daba instrucciones al fontanero. Pero cuando le llegó el turno a la que estaba más abajo y la levantó, la parte baja, totalmente empapada, cedió, y el contenido de la caja se desparramó por el suelo.
La expresión del rostro de Pedro pasó del asombro al endurecimiento mientras contemplaba el contenido de la caja.
–No soy una yonqui –dijo de inmediato, a la defensiva.
–Eso ya lo sé –replicó Pedro con aspereza. Dado el número de jeringuillas, botellas de morfina y medicamentos para el dolor que había dispersos por el suelo–. Supongo que eran de tu abuelo.
Paula se acuclilló para empezar a recogerlo todo.
–Pretendía llevar todo esto a la farmacia, pero lo guardé en una caja y me había olvidado por completo de ella.
–Yo puedo ocuparme de llevarlo –dijo Pedro mientras se agachaba y recogía las jeringuillas.
–Mi abuelo era diabético –explicó Paula–. Se inyectaba dos veces al día, y también tomaba analgésicos.
–¿Por qué tuviste que ocuparte tú sola de todo? ¿No pudieron enviarte una enfermera de distrito?
–Por lo visto estaban todas ocupadas, y tuve que arreglármelas por mi cuenta. El abuelo no quería morir en el hospital, de manera que al final me quedé sola con él. Le di los analgésicos que había prescrito el médico y sostuve su mano mientras se iba. Finalmente llamé a una ambulancia, porque ya no podía soportarlo más –Paula hizo una pausa para tratar de contener sus emociones–. Para cuando llegó, mi abuelo ya había muerto.
–La mayoría de la gente no se enfrenta a algo así sola –replicó Pedro con aspereza.
Paula se encogió de hombros y lamentó haberle contado aquello.
–En aquellos momentos había muchos problemas y los médicos no daban abasto.
Pedro asintió pero no dijo nada más. A Paula le sorprendió su palidez. Sin decir nada, Pedro buscó una bolsa de plástico en la que arrojar todo el contenido.
–Voy a subir algunas de las cajas arriba –dijo.
–¿Quieres que te ayude? –preguntó Pedro.
–No. Estoy bien.
Pedro no la creyó.
–No me importa echarte una mano.
–Ya has hecho bastante llamando al fontanero.
El tono de Paula no sonó precisamente agradecido. Pedro apretó los dientes, cada vez más cabreado.
–No me llevaría más de unos minutos.
–Puedo arreglármelas sola –replicó Paula mientras empezaba a subir las escaleras.
–Puedo ayudar –protestó Pedro, molesto por la testarudez de Paula. Era cierto que había sido capaz de ocuparse de dos enfermos terminales a solas, ¿pero por qué no podía aceptar un poco de ayuda para subir las cajas? ¿Por qué no podía sonreírle y decirle que sí?
Paula lo miró por encima del hombro.
–No necesito que lo hagas.
Irritado, Pedro arrojó la bolsa con las medicinas a un rincón. No entendía a qué venía la actitud de Paula
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