domingo, 5 de septiembre de 2021

NUESTRO CONTRATO: CAPÍTULO 11

 


Ella le dirigió una mirada de total indiferencia y continuó con lo que estaba haciendo. Él se quedó donde estaba, observándola.


¿Lo encontraba aburrido? ¿Sólo porque llevaba traje y era abogado? Debería aprender a no juzgar por las apariencias.


Paula se agachó, tomó del suelo un spray, lo pulverizó sobre el cristal y comenzó a frotar mientras miraba a Pedro en el espejo de detrás de los estantes. En lugar de apartar la mirada, él se la devolvió y a los pocos segundos Paula se quedaba inmóvil con la mano sobre el estante, sin apartar la mirada.


Pedro habría hecho lo que fuera por demostrarle en aquel mismo instante que no tenía nada de conservador, y ella debió intuir lo que pensaba porque desvió la mirada y siguió limpiando con renovada energía.


–Creía que tenías trabajo que hacer.


–Así es.


Pedro se separó de la barra y pasó al otro lado, se sentó en el último taburete y sacó algunas carpetas del maletín. Dejó el ordenador a un lado y se concentró en los documentos con una bolígrafo en la mano, intentando ignorar la belleza playera que interpretaba el papel de Cenicienta en la esquina opuesta.


Paula usó la limpieza de la cámara como una manera de descargar tensión acumulada mientras de reojo observaba a Pedro, entre ofendida y atraída por él.


Por mucho que no fuera su tipo, que no lo era, era innegable que se trataba de un hombre espectacularmente guapo. Llevaba más de cuarenta minutos trabajando en sus papeles, sin levantar la mirada. Era evidente que tenía una increíble capacidad de concentración y una intensidad en la mirada que parecía capaz de atravesar todas las capas superficiales hasta llegar a la esencia de las cosas. En su caso, a su corazón. Paula pensó que no le gustaría estar en el banquillo de los acusados y sentirse radiografiado por aquellos ojos de reflejos dorados. Por una fracción de segundo, había visto en ellos el resplandor de un depredador a punto de lanzarse sobre su presa. Pero nadie la cazaba a ella. Y mucho menos uno de esos tipos de traje que imponían las reglas sin tener en cuenta ni los sentimientos ni las necesidades de los demás.


–¿Se trata de un caso importante? –preguntó cuando el silencio se le hizo insoportable.


Él alzó la cabeza.


–Bastante.


–¿Vas a conseguir que lo declaren inocente?


–Voy a esforzarme al máximo.


Pedro continuó revisando los documentos, y que fuera tan críptico contribuyó a aumentar la curiosidad de Paula por verlo sin su máscara de chico formal… y en la cama. Seguro que era serio, fuerte e intenso. Si incluso a aquella distancia su cuerpo se sentía alerta, no quería ni imaginar qué sucedería si algún día lo tenía tan cerca como una mujer y un hombre podían llegar a estarlo.


Terminó de limpiar y de hacer un detallado inventario de los suministros. Estaba agotada y tenía hambre, pero daba la impresión de que Pedro estaba decidido a seguir trabajando. ¿Hasta qué hora esperaba que ella continuara? Decidió explicarle todo lo que había hecho para sorprenderlo con su eficiencia.


–He organizado al personal para el viernes, pero mañana mismo tendremos una reunión. ¿Quieres asistir?


Él alzó la mirada con expresión distraída.


–Es posible –dijo una vez se concentró en lo que Paula le había dicho–. ¿A qué hora?


–A las tres. Entretanto estoy buscando un sustituto para el portero los jueves y los sábados, y conozco a alguien perfecto.


Pedro pareció más escéptico que admirado.


–¿Tiene la formación adecuada?


–Por supuesto –Paula estaba deseando ver la cara que se le ponía al ver a la persona que tenía en mente.


Su actitud maliciosa no pasó desapercibida a Pedro, que la miró con curiosidad. Pero a Paula le desilusionó que no le preguntara más sobre los casi dos metros de altura y cinturón negro en jiu-jitsu a quien le había ofrecido el puesto.


–¿Qué hay de los suministros? –preguntó él.


–He hecho el inventario y he limpiado los estantes al mismo tiempo. Mañana a primera hora llamaré a los proveedores.


–¿Qué hay del DJ?


–También pensaba usar mis contactos.


–¿Y los extintores y las salidas de emergencia? 


Paula miró a Pedro.


–¿Sólo sabes pensar en normas y regulaciones?


–No se trata de un bar pequeño, sino de un local con licencia nocturna y una pista de baile llena los fines de semana. La limpieza y la seguridad son primordiales.


¡Cómo no! ¡Qué típico que no fuera capaz de pensar en el bar como un sitio en el que pasarlo bien! Era evidente que para él no era más que una preocupación más, y que era asiduo a aburridos clubes privados de degustación de vino.


–Muy bien, voy a comprobar las salidas de emergencia.


–Espero que expliques al personal la importancia de mantenerlas siempre despejadas.


–Claro, jefe.


Ella tenía conocimientos de la profesión de primera mano y sabía que sus empleados necesitarían otro tipo de armas para defenderse.


Pedro sacó algo del bolsillo.


–Te he hecho una copia de la llave –al mismo tiempo le dio un papel–. Y he escrito la clave de la alarma.


–¿Estás seguro de que quieres dármela? –preguntó ella con sorna.


Pedro la miró irritado, pero habló con calma:

–Mañana tengo una reunión importante y no sé cuánto durará, así que tendrás que empezar sin mí.


Paula reprimió la tentación de juntar los talones en un saludo militar. Él bajó la mirada hacia los papeles y ella tomó su bolso y la funda del violín. Ambos eran pesados. Estaba cansada y no esperaba con especial entusiasmo tener que dormir en compañía de extraños.


–¿Puedes ir a casa sola?


–Claro.


–Gracias por todo.


Paula creyó por un instante que estaba satisfecho con su trabajo y no pudo evitar sonreír.


–Hasta mañana.


En lugar de mostrar una mínima calidez en su respuesta, Pedro frunció el ceño.


–Cierra bien la puerta, por favor.


–Claro.


Paula sabía que era una tontería, pero le desilusionó que ni siquiera sonriera. O que la acompañara a lo alto de las escaleras como muestra de cortesía.


Era tal y como había intuido, arrogante e insensible. Ni siquiera la miraba ya, sino que se concentraba en los papeles. Dudaba de que fuera consciente de que estaba a punto de bajar.


Pedro tuvo la sensación de haber leído la misma línea cuatro veces. Oyó el taconeó de las botas vaqueras en las escaleras. Miró el reloj: eran más de las diez y media. Frunció el ceño y se puso en pie.


–¿Paula? –la llamó. Ella se volvió a mirarlo–. ¿Estás segura de que puedes ir a casa sin problemas?


–Sí, gracias –hizo una pequeña pausa y añadió con una resplandeciente sonrisa–. Gracias por darme el trabajo, Pedro.


–De nada.


Pedro esperó a que terminara de bajar las escaleras y cerrara la puerta antes volver a trabajar. La sonrisa de Paula era espectacular. Le quedaban largas horas de trabajo por delante y parecía incapaz de pensar en otra cosa que no fuera aquella sonrisa.




NUESTRO CONTRATO: CAPÍTULO 10

 

Su cuerpo reaccionó a la proximidad de Paula, que se puso a limpiar el estante de más abajo. Pedro se apoyó en la barra, observando abiertamente su piel dorada. Sus anchos hombros enmarcaban un busto generoso, que se estrechaba en una fina cintura que a su vez se redondeaba en unas caderas y un trasero que resultaba un tentador almohadón. Sus muslos redondeados, envueltos en el vaquero gastado, también parecían hechos para albergar a un amante. Seguro que era apasionada y… No podía permitirse ese tipo de pensamientos, pero no lograba frenarlos.


Bajó la mirada al suelo y encontró las botas que tanta gracia le habían hecho. Luego decidió darse el gusto de ascender lentamente con la mirada por el resto de su cuerpo. Tenía las curvas precisas en los lugares adecuados.


La rapidez con la que ella se volvió lo tomó por sorpresa e, inconscientemente, se quedó mirando sus pechos. También estos recibieron su aprobación y tuvo que hacer un gran esfuerzo para apartar la mirada.


Paula se puso a la defensiva.


–No me crees capaz de hacer el trabajo, ¿verdad?


–Si fuera así, ¿por qué te lo habría dado?


–Sólo tú lo sabes –Paula lo miró desafiante y Pedro admiró su elegante y largo cuello, que acababa en unas clavículas que pedían ser besadas.


–¿Crees que me gustas? –claro que le gustaba, así que debía mentir–. Siento desilusionarte, querida, pero no eres mi tipo –eso sí era verdad. No lo era.


–¿De verdad?


–Me gusta un estilo más… sofisticado.


–¿Quieres decir artificial, delicado, perfecto? ¿Un florero que brille al lado del exitoso abogado?


Pedro no se molestó en contestar. Prefería que pensara lo que fuera antes de dejar que notara la atracción que sentía por ella.


–Duele, ¿eh? –dijo con sarcasmo, al tiempo que se inclinaba hacia ella y dominaba la tentación de tocarla, de atraerla hacia así y comportarse con ella como un hombre de las cavernas. Irritándose consigo mismo por su falta de control, retrocedió un paso.


–Cuando digo «sofisticado» me refiero a que al menos se haya peinado.


La expresión dolida de Paula hizo que se arrepintiera al instante de haber sido tan grosero. ¿Por qué se estaría comportando como el chico que torturaba en el colegio a la chica que le gustaba? No era algo que hiciera habitualmente.


Ella bajó la mirada aunque mantuvo la apariencia de seguridad.


–Por si te interesa, tampoco tú eres mi tipo.


–¿De verdad? –dijo Pedro, tensándose.


–Me gustan menos domesticados… menos aburridos.


–¿Chicos malos que te tratan mal?


–No hace falta que seas tan despectivo. No soy idiota.


Desde luego que no. De hecho, era lista y tenía respuestas rápidas. Pedro se dijo que debía dar marcha atrás. Empezaba a despertar su deseo de una forma que lo inquietaba. Mantener relaciones con ella sería una estupidez. Al menos hasta que Lara volviera y él ya no se sintiera responsable del local.


– Supongo que debemos alegrarnos de no sentirnos atraídos el uno por el otro.





NUESTRO CONTRATO: CAPÍTULO 9

 

Te gusta tener las cosas ordenadas


–Reúne las carpetas del caso Simmons, por favor –Pedro vio que Sara, su ayudante, alzaba la mirada de la pantalla del ordenador con sorpresa–. Voy a trabajar fuera del despacho unos días.


Quería asegurarse de que Paula era capaz de sacar el bar adelante.


–¿Fuera del despacho? –preguntó incrédula.


Su actitud irritó a Pedro. Ya sabía que pasaba más horas que nadie en el despacho, además del trabajo gratuito que hacía, o de las clases que daba en la universidad, donde llevaban tiempo pidiéndole que se dedicara a la enseñanza a tiempo completo. Todo ello significaba que ni siquiera tenía tiempo libre los fines de semana, pero hacía años que había decidido dedicarse en cuerpo y alma a su carrera profesional.


Sara reunió los documentos mientras él se aseguraba de que tenía en el ordenador todo lo que necesitaba.


–¿Quieres que vaya contigo? –preguntó ella. 


Pedro intuyó que en aquella oferta había algo más que meros servicios legales.


Él nunca necesitaba una mujer. Otra cosa era que la deseara, en cuyo caso, siempre la conseguía. Jamás establecía nada que se pareciera a una relación. Sus padres le habían demostrado que no existía un «para siempre», nada de lo que se pudiera depender o de lo que fiarse. Por eso él había elegido su trabajo. Y le encantaba.


Negó con la cabeza.


Al final de la tarde, subía las escaleras del bar con una creciente inquietud.


–Si necesito algo te mandaré un correo.


Paula apareció en lo alto antes de que hubiera llegado, y la leve ansiedad que reflejaba su rostro se diluyó en cuanto comprobó que era él.


–¿Está todo bien? –preguntó Pedro, arqueando las cejas.


–Sí. He organizado al personal y estoy empezando la limpieza.


–¿Quieres ayuda?


Paula miró a Pedro con sorpresa. Él aclaró:

–Puedo llamar a uno de los camareros para que te ayude.


–No hace falta.


Pedro dejó su maletín en un extremo de la barra.


–Un buen encargado sabe delegar.


–Una buena encargada da el ejemplo y demuestra ser capaz de hacer cualquier cosa que le pida al personal.


Paula estaba detrás de la barra y Pedro se dijo que parecía encontrarse en su medio. El cabello le llegaba a la cintura en largas ondas de color castaño oscuro salpicadas por algunos mechones más claros. Daba la impresión de haber estado nadando y haberlo dejado secar al sol, sin molestarse en peinarlo ni deshacer los nudos. Y Pedro tuvo la absurda tentación de tomar un mechón y aspirarlo para ver si olía a mar y aire fresco.


Tras la barra, parecía tan relajada como si estuviera en la playa.


Paula tomó un trapo, lo remojó en agua con jabón que tenía en una palangana y empezó a limpiar la barra.


–Así que eres abogado.


Pedro asintió.


–Criminal.


–¿Fiscal o defensor?


Pedro se preguntó si habría tenido una relación estrecha con unos u otros.


–Defensor.


–Así que luchas por los injustamente acusados.


–No. A veces mis clientes son culpables, pero aun así, se merecen una defensa justa.


–Eres un idealista. El Atticus Finch de Wellington –al ver la cara de sorpresa de Pedro, Paula añadió–: ¿Creías que no sabía leer?


–¿Cómo iba a creer eso si has estudiado una carrera? Otra cosa es que sepas aplicar lo que aprendes en los libros.


Paula sonrió con sarcasmo.


–Has de saber que Matar un ruiseñor fue una de mis lecturas favoritas en el colegio.


–Entonces la verdadera idealista eres tú –dijo Pedro. Paula hizo una mueca y él preguntó–: ¿Qué otros libros te gustaron?


–No me acuerdo –dijo ella, encogiéndose de hombros.


Se volvió hacia los estantes de cristal de detrás de la barra y se puso de puntillas para bajar las botellas del más alto. A pesar de que se estiró todo lo que pudo, sólo llegó a rozar la parte de abajo de las botellas.


–Ya te las alcanzo yo –se ofreció Pedro


Y no tardó ni un minuto en hacerlo.



sábado, 4 de septiembre de 2021

NUESTRO CONTRATO: CAPÍTULO 8

 


Paula colgó reconfortada por la conversación y volvió al centro del local para inspeccionar sus nuevos dominios. El bar estaba en una primera planta, tenía ventanas tintadas que daban a la calle; en un rincón había una mesa de billar y por el perímetro había rincones y espacios para sentarse cómodamente; una pista de baile y la cabina del DJ ocupaban uno de los lados. Era un local pequeño e íntimo, pensado para una clientela selecta, con clase. Intentaría atraer a profesionales jóvenes y ricos del mundo del diseño, la moda y la televisión, así como a los jóvenes políticos y jueces. Wellington, la ciudad de Nueva Zelanda que representaba el poder y el bienestar económico, entremezclado con un toque de Hollywood.


Y supersofisticado. Paula sabía bien cuánto atraía la sofisticación. Aunque a ella le fuera indiferente, sabía fingirla como el mejor. Podía identificar una tendencia al instante. En los bares y restaurantes en los que había trabajado, había sugerido cambios en la decoración o el estilo que siempre habían resultado satisfactorios.


Volvió al despacho y buscó la lista del personal. Una hora más tarde los había localizado a todos. Un par de ellos, incluido el portero, habían buscado otro trabajo pensando que el bar tardaría un tiempo en volver a abrir. Pero Paula conocía a gente en el gremio y supo a quién llamar para cubrir los puestos correspondientes.


Su nuevo jefe suponía un incentivo en sí mismo. Por la razón que fuera, probablemente la desesperación, le había ofrecido el trabajo. Pero sobre todo, se lo había presentado como un reto. Y le correspondía a ella demostrarle que estaba equivocado si pensaba que fracasaría.



NUESTRO CONTRATO: CAPÍTULO 7

 

Paula alargó la mano con un gesto de indiferencia por contraste con la intensidad de la mirada que cruzaron. Una vez más, fue ella la primera en desviar la suya. Era como mirar a un león dispuesto a atacar.


Le oyó bajar las escaleras con paso decidido y esperó a oír la puerta cerrarse. Sólo entonces aspiró el aire que llevaba reteniendo desde hacía un buen rato.


La tarea que tenía por delante era abrumadora.


¿Cómo demonios iba a llevarla a cabo? Necesitaba ayuda. Tomó el móvil, marcó un número y cruzó los dedos. Afortunadamente, Emma contestó al instante.


–Soy yo. Necesito que me ayudes.


–¿Estás bien, Paula?


–Sí. De hecho, tengo trabajo.


–¿Otro? ¿Dónde estás?


–En Wellington.


–Creía que te gustaba Nelson.


–Me cansé de que siempre hiciera sol.


Emma rió.


–Estás loca. ¿Cuándo vas a permanecer en algún sitio más de tres semanas?


–No lo sé. Pero este trabajo es bueno, soy encargada de un bar.


–¡Fantástico! ¿Para qué me necesitas?


–Tengo que ponerme al día en programas de gestión, pago de nóminas y hojas de cálculo, Emma –es decir, de todo lo que odiaba.


Emma rió.


–¿Qué sistema usan?


Paula miró la pantalla del ordenador y le leyó los programas del escritorio.


–Muy fáciles, Paula, los aprenderás enseguida –la animó su hermana–. Tengo un portátil de sobra; le cargaré los programas y una guía y te lo mandaré mañana mismo por mensajero.


–Me has salvado la vida –Paula le dio las señas del bar–. El resto sé cómo hacerlo, pero de esta parte no tengo ni idea.


–Paula, es increíble, pareces genuinamente motivada!


Paula miró la tarjeta de Pedro Alfonso.


–Supongo que sí. Quiero hacerlo bien, Emma.


Estaba decidida a lucirse las tres semanas que tenía por delante y demostrar de lo que era capaz. Después se iría de vacaciones.


–Me alegro mucho.




NUESTRO CONTRATO: CAPÍTULO 6

 


Paula caminó hasta el centro del local, con sus botas repicando en el suelo de madera. Pedro fue tras la barra y encendió las luces. En lugar de prestarle atención, Paula miró a su alrededor y observó la falta de provisiones en la cámara.


–¿Cuándo quieres volver a abrir?


–El viernes.


Paula miró de nuevo a su alrededor.


–Tenemos mucho que hacer.


–Tú tienes que trabajar –dijo Pedro enfáticamente–. Yo tengo mis propias ocupaciones.


Ella se volvió a mirarlo:

–¿En las finanzas o como abogado?


Por el tono sarcástico que había usado, era evidente que no respetaba demasiado ninguna de las dos actividades.


–Abogado.


–¿De éxito?


La modestia impidió contestar a Pedro con honestidad.


–Trabajador.


Paula asintió, como si hubiera confirmado sus peores sospechas. Luego volvió a concentrarse en la sala.


–¿Dónde está el personal?


–No lo sé. En el despacho que hay en la parte de atrás hay una lista. Les he llamado para decir que cerraríamos un par de días y que el nuevo encargado se pondría en contacto con ellos.


–Voy a ponerme manos a la obra –dijo ella, tomando un posavasos sucio de una mesa próxima.


–Ten cuidado, no vayas a agotarte.


Paula lo miró con las cejas enarcadas y sonrió con desdén.


Pedro miró la hora. Tenía que volver a la oficina antes de que Sara creyera que había desaparecido, pero le preocupaba dejar a Paula sola. Necesitaba conocerla un poco más. No conseguía descifrar qué tipo de mujer era aquélla. Resultaba una contradicción andante: superficialmente tensa y sin embargo ansiosa por complacer.


Paula lo miró fijamente. Era evidente que no confiaba en ella.


–Está bien –dijo, sonriendo–. Voy a intentar localizar al personal –al ver que el dudaba, añadió–: No te preocupes, no voy a robar el mobiliario en media hora.


Lo peor era que él la miraba como si pensara que eso era lo que iba a hacer. Paula no comprendía por qué la había contratado, a no ser que se tratara de una decisión espontánea de la que ya se había arrepentido. Y eso la irritó enormemente.


Que no hubiera durado en un trabajo más de tres meses no significaba que no fuera una buena trabajadora. Siempre se había marchado por voluntad propia. No podía negar que a veces era un poco arisca y bocazas, pero era la mejor manera de mantener a la gente a distancia, de que no se crearan demasiadas expectativas, de protegerse a sí misma.


Lo miró con resentimiento. ¿Qué derecho tenía a juzgarla? Ahí estaba, de pie, con su inmaculado traje, convencido de que no era capaz de hacer el trabajo. Y lo único en lo que ella podía pensar era en cuánto la excitaba, en las ganas que le despertaba desvestirlo, dejarlo desnudo y conseguir que su mirada de hielo ardiera. Una de tantas estupideces que había aprendido a controlar.


Él sacó una tarjeta del bolsillo.


–Llámame si hay cualquier problema. Cerraré con llave al salir.





NUESTRO CONTRATO: CAPÍTULO 5

 


Siempre planeas tus actividades


Pedro Alfonso se apoyó en el respaldo de la silla y dejó que las palabras quedaran suspendidas en el aire: «Me quieres a mí». Era espantoso, pero había algo de verdad en ello. Y eso que era evidente que aquella mujer pertenecía, en lo que a él respectaba, a otro planeta. La miró detenidamente y sólo consiguió confirmarlo.


Parecía una hippy indómita, mientras que a él le gustaban las mujeres refinadas. Tenía un moreno que indicaba que pasaba largas horas en la playa, y su escote no dejaba a la vista ninguna marca de bikini. Borró de su mente la imagen de su cuerpo moreno desnudo y se concentró en sus largas piernas, envueltas en unos viejos vaqueros. Le habría encantado saber si la piel que había bajo ellos era tan dorada y aterciopelada como la de las manos y el cuello… Tenía que quitarse de la cabeza esos pensamientos.


Bajó la mirada hacia sus pies y se encontró con unas puntiagudas botas vaqueras con la caña repujada. No pudiendo evitar sonreír, se preguntó si tendría unas espuelas a juego, o un látigo, además del de su lengua, que obviamente sabía usar como un arma afilada.


Su currículum demostraba que era una inconstante, una típica chica necesitada de gratificaciones instantáneas. Un caso inequívoco de «sólo me importa mientras me beneficie a mí, a mí, a mí».


Pedro Alfonso estaba muy familiarizado con las mujeres y su tendencia a conquistar y desaparecer sin preocuparse del desastre que dejaban a sus espaldas. No tenían sentido de la lealtad, de la responsabilidad ni del compromiso. Por eso mismo era él quien conquistaba y quien las dejaba antes de que pudieran hacerlo ellas.


En circunstancias normales, le habría encantado decirle que no. Pero la situación no exigía a alguien permanente, sino una solución inmediata y temporal. La volatilidad de la mujer no tenía por qué constituir un problema.


La miró de nuevo y vio que ella lo observaba. Podía percibir su determinación para que le diera el trabajo, pero no fue eso lo que lo decidió, sino vislumbrar tras esa fachada a alguien desesperado porque se le ofreciera una oportunidad. Como abogado, había visto esa misma expresión muchas veces. El sentimiento de inferioridad, la necesidad de ser escuchado y de asumir riesgos aun sabiendo que serían rechazados. Era el tipo de expresión que le decidía a aceptar un cliente de forma gratuita a pesar del excesivo número de casos que llevaba, para asombro y desaprobación de los socios del bufete.


La mujer habló de nuevo:

–No tienes nada que perder. Son casi las cinco. Si quieres a alguien que empiece hoy mismo, soy tu mejor opción. Sé hacer el trabajo, deja que te lo demuestre.


Él miró el reloj. Era verdad. No le quedaba tiempo de ir a otra agencia y necesitaba que alguien empezara a limpiar aquella misma noche. Los ojos grises de la mujer lo taladraban. En ellos ardían la pasión y la determinación.


–Te doy tres semanas. Vayamos para allí.


La cara que se le puso a ella iba a ser difícil de olvidar; era imposible no responder a su luminosa sonrisa. Entonces sus voluptuosos labios le afectaron de otra manera, y en otra parte de su cuerpo, la ingle. Un mal síntoma.


–Ahora mismo –dijo.


Se puso en pie y ella saltó como un resorte al tiempo que metía los papeles en el bolso sin preocuparse de que se arrugaran. Él la observó, diciéndose que si se caracterizaba por ese tipo de torpeza, volvería a necesitarlos pronto.


Una mujer salió de la oficina trasera.


–Perdón, he tardado más de lo que esperaba –se interrumpió al ver a Pedro Alfonso–. Disculpe, ¿puedo ayudarlo?


Él arqueó las cejas, dirigiéndole la mirada desdeñosa que dedicaba a las personas ineficientes.


–Me temo que llega demasiado tarde. 


La mujer lo miró perpleja.


La nueva encargada de su bar, añadió, sonriendo malévolamente:

–Lo siento, no tengo tiempo para rellenar todos estos papeles. Ya tengo trabajo –se colgó el bolso del hombro.


Entonces se agachó y levantó algo que había dejado junto a la silla. Un maletín de violín. Pedro Alfonso dio un paso atrás y vio cómo pasaba a su lado una cowgirl con aplomo y extremadamente segura de sí misma.


Se encaminaron hacia el bar, que quedaba a cinco minutos caminando, en una zona de moda de la ciudad, donde se cruzaron con estudiantes, músicos callejeros y algunos ejecutivos.


–¿Llevas un violín de verdad o es que perteneces a la Mafia?


–¿Crees que escondo un arma en el maletín?


Pedro Alfonso sospechaba que ella era en sí misma un arma peligrosa.


–¿Sabes que eres muy confiada?


–¿Por qué?


–Porque ni siquiera sabes cómo me llamo. 


Pedro Alfonso sí sabía el nombre de ella: Paula Elizabeth Chaves, veinticuatro años, licenciada en Música, con carné de conducir vigente y un viejo coche en propiedad y poco más que decir respecto a sus actividades extracurriculares.


Paula lo miró de arriba a abajo.


–No tienes pinta de ser peligroso.


–Las apariencias engañan. Ni siquiera sabes cuánto voy a pagarte.


Paula le clavó una mirada airada.


–Sé cuánto se está pagando.


Pedro se dio cuenta de que él en cambio, no tenía ni idea. No sabía nada de aquel tipo de negocios, con la excepción del precio de una copa de vino. Si no tenía cuidado, aquella mujer abusaría de él. Que no durara tiempo en los trabajos no significaba que no fuera astuta.


–¿Cómo te llamas? –preguntó ella.


Pedro Alfonso.


En la puerta del bar, sacó las llaves y, por un instante, se preguntó si hacía bien confiándoselas a una persona a la que había conocido hacía menos de media hora. Pensó que Lara se había aprovechado de su sentido de la responsabilidad, sabiendo que haría lo que fuera para resolver cualquier problema que pudiera perjudicar su negocio. Así que tendría que supervisar a su nueva empleada. Justo lo que habría querido evitar.


Paula lo precedió en las escaleras por las que se subía al bar y él no pudo evitar seguir el sensual movimiento de sus caderas. Un motivo más de inquietud.


¿Habría seguido por primera vez los dictados de su cuerpo en lugar de los de su cabeza? Su sentido común le aconsejaba no contratarla, pero su cuerpo le decía lo contrario. Los dedos le cosquillearon con la tentación de alargar las manos y tocarla.