sábado, 4 de septiembre de 2021

NUESTRO CONTRATO: CAPÍTULO 6

 


Paula caminó hasta el centro del local, con sus botas repicando en el suelo de madera. Pedro fue tras la barra y encendió las luces. En lugar de prestarle atención, Paula miró a su alrededor y observó la falta de provisiones en la cámara.


–¿Cuándo quieres volver a abrir?


–El viernes.


Paula miró de nuevo a su alrededor.


–Tenemos mucho que hacer.


–Tú tienes que trabajar –dijo Pedro enfáticamente–. Yo tengo mis propias ocupaciones.


Ella se volvió a mirarlo:

–¿En las finanzas o como abogado?


Por el tono sarcástico que había usado, era evidente que no respetaba demasiado ninguna de las dos actividades.


–Abogado.


–¿De éxito?


La modestia impidió contestar a Pedro con honestidad.


–Trabajador.


Paula asintió, como si hubiera confirmado sus peores sospechas. Luego volvió a concentrarse en la sala.


–¿Dónde está el personal?


–No lo sé. En el despacho que hay en la parte de atrás hay una lista. Les he llamado para decir que cerraríamos un par de días y que el nuevo encargado se pondría en contacto con ellos.


–Voy a ponerme manos a la obra –dijo ella, tomando un posavasos sucio de una mesa próxima.


–Ten cuidado, no vayas a agotarte.


Paula lo miró con las cejas enarcadas y sonrió con desdén.


Pedro miró la hora. Tenía que volver a la oficina antes de que Sara creyera que había desaparecido, pero le preocupaba dejar a Paula sola. Necesitaba conocerla un poco más. No conseguía descifrar qué tipo de mujer era aquélla. Resultaba una contradicción andante: superficialmente tensa y sin embargo ansiosa por complacer.


Paula lo miró fijamente. Era evidente que no confiaba en ella.


–Está bien –dijo, sonriendo–. Voy a intentar localizar al personal –al ver que el dudaba, añadió–: No te preocupes, no voy a robar el mobiliario en media hora.


Lo peor era que él la miraba como si pensara que eso era lo que iba a hacer. Paula no comprendía por qué la había contratado, a no ser que se tratara de una decisión espontánea de la que ya se había arrepentido. Y eso la irritó enormemente.


Que no hubiera durado en un trabajo más de tres meses no significaba que no fuera una buena trabajadora. Siempre se había marchado por voluntad propia. No podía negar que a veces era un poco arisca y bocazas, pero era la mejor manera de mantener a la gente a distancia, de que no se crearan demasiadas expectativas, de protegerse a sí misma.


Lo miró con resentimiento. ¿Qué derecho tenía a juzgarla? Ahí estaba, de pie, con su inmaculado traje, convencido de que no era capaz de hacer el trabajo. Y lo único en lo que ella podía pensar era en cuánto la excitaba, en las ganas que le despertaba desvestirlo, dejarlo desnudo y conseguir que su mirada de hielo ardiera. Una de tantas estupideces que había aprendido a controlar.


Él sacó una tarjeta del bolsillo.


–Llámame si hay cualquier problema. Cerraré con llave al salir.





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