Ella le dirigió una mirada de total indiferencia y continuó con lo que estaba haciendo. Él se quedó donde estaba, observándola.
¿Lo encontraba aburrido? ¿Sólo porque llevaba traje y era abogado? Debería aprender a no juzgar por las apariencias.
Paula se agachó, tomó del suelo un spray, lo pulverizó sobre el cristal y comenzó a frotar mientras miraba a Pedro en el espejo de detrás de los estantes. En lugar de apartar la mirada, él se la devolvió y a los pocos segundos Paula se quedaba inmóvil con la mano sobre el estante, sin apartar la mirada.
Pedro habría hecho lo que fuera por demostrarle en aquel mismo instante que no tenía nada de conservador, y ella debió intuir lo que pensaba porque desvió la mirada y siguió limpiando con renovada energía.
–Creía que tenías trabajo que hacer.
–Así es.
Pedro se separó de la barra y pasó al otro lado, se sentó en el último taburete y sacó algunas carpetas del maletín. Dejó el ordenador a un lado y se concentró en los documentos con una bolígrafo en la mano, intentando ignorar la belleza playera que interpretaba el papel de Cenicienta en la esquina opuesta.
Paula usó la limpieza de la cámara como una manera de descargar tensión acumulada mientras de reojo observaba a Pedro, entre ofendida y atraída por él.
Por mucho que no fuera su tipo, que no lo era, era innegable que se trataba de un hombre espectacularmente guapo. Llevaba más de cuarenta minutos trabajando en sus papeles, sin levantar la mirada. Era evidente que tenía una increíble capacidad de concentración y una intensidad en la mirada que parecía capaz de atravesar todas las capas superficiales hasta llegar a la esencia de las cosas. En su caso, a su corazón. Paula pensó que no le gustaría estar en el banquillo de los acusados y sentirse radiografiado por aquellos ojos de reflejos dorados. Por una fracción de segundo, había visto en ellos el resplandor de un depredador a punto de lanzarse sobre su presa. Pero nadie la cazaba a ella. Y mucho menos uno de esos tipos de traje que imponían las reglas sin tener en cuenta ni los sentimientos ni las necesidades de los demás.
–¿Se trata de un caso importante? –preguntó cuando el silencio se le hizo insoportable.
Él alzó la cabeza.
–Bastante.
–¿Vas a conseguir que lo declaren inocente?
–Voy a esforzarme al máximo.
Pedro continuó revisando los documentos, y que fuera tan críptico contribuyó a aumentar la curiosidad de Paula por verlo sin su máscara de chico formal… y en la cama. Seguro que era serio, fuerte e intenso. Si incluso a aquella distancia su cuerpo se sentía alerta, no quería ni imaginar qué sucedería si algún día lo tenía tan cerca como una mujer y un hombre podían llegar a estarlo.
Terminó de limpiar y de hacer un detallado inventario de los suministros. Estaba agotada y tenía hambre, pero daba la impresión de que Pedro estaba decidido a seguir trabajando. ¿Hasta qué hora esperaba que ella continuara? Decidió explicarle todo lo que había hecho para sorprenderlo con su eficiencia.
–He organizado al personal para el viernes, pero mañana mismo tendremos una reunión. ¿Quieres asistir?
Él alzó la mirada con expresión distraída.
–Es posible –dijo una vez se concentró en lo que Paula le había dicho–. ¿A qué hora?
–A las tres. Entretanto estoy buscando un sustituto para el portero los jueves y los sábados, y conozco a alguien perfecto.
Pedro pareció más escéptico que admirado.
–¿Tiene la formación adecuada?
–Por supuesto –Paula estaba deseando ver la cara que se le ponía al ver a la persona que tenía en mente.
Su actitud maliciosa no pasó desapercibida a Pedro, que la miró con curiosidad. Pero a Paula le desilusionó que no le preguntara más sobre los casi dos metros de altura y cinturón negro en jiu-jitsu a quien le había ofrecido el puesto.
–¿Qué hay de los suministros? –preguntó él.
–He hecho el inventario y he limpiado los estantes al mismo tiempo. Mañana a primera hora llamaré a los proveedores.
–¿Qué hay del DJ?
–También pensaba usar mis contactos.
–¿Y los extintores y las salidas de emergencia?
Paula miró a Pedro.
–¿Sólo sabes pensar en normas y regulaciones?
–No se trata de un bar pequeño, sino de un local con licencia nocturna y una pista de baile llena los fines de semana. La limpieza y la seguridad son primordiales.
¡Cómo no! ¡Qué típico que no fuera capaz de pensar en el bar como un sitio en el que pasarlo bien! Era evidente que para él no era más que una preocupación más, y que era asiduo a aburridos clubes privados de degustación de vino.
–Muy bien, voy a comprobar las salidas de emergencia.
–Espero que expliques al personal la importancia de mantenerlas siempre despejadas.
–Claro, jefe.
Ella tenía conocimientos de la profesión de primera mano y sabía que sus empleados necesitarían otro tipo de armas para defenderse.
Pedro sacó algo del bolsillo.
–Te he hecho una copia de la llave –al mismo tiempo le dio un papel–. Y he escrito la clave de la alarma.
–¿Estás seguro de que quieres dármela? –preguntó ella con sorna.
Pedro la miró irritado, pero habló con calma:
–Mañana tengo una reunión importante y no sé cuánto durará, así que tendrás que empezar sin mí.
Paula reprimió la tentación de juntar los talones en un saludo militar. Él bajó la mirada hacia los papeles y ella tomó su bolso y la funda del violín. Ambos eran pesados. Estaba cansada y no esperaba con especial entusiasmo tener que dormir en compañía de extraños.
–¿Puedes ir a casa sola?
–Claro.
–Gracias por todo.
Paula creyó por un instante que estaba satisfecho con su trabajo y no pudo evitar sonreír.
–Hasta mañana.
En lugar de mostrar una mínima calidez en su respuesta, Pedro frunció el ceño.
–Cierra bien la puerta, por favor.
–Claro.
Paula sabía que era una tontería, pero le desilusionó que ni siquiera sonriera. O que la acompañara a lo alto de las escaleras como muestra de cortesía.
Era tal y como había intuido, arrogante e insensible. Ni siquiera la miraba ya, sino que se concentraba en los papeles. Dudaba de que fuera consciente de que estaba a punto de bajar.
Pedro tuvo la sensación de haber leído la misma línea cuatro veces. Oyó el taconeó de las botas vaqueras en las escaleras. Miró el reloj: eran más de las diez y media. Frunció el ceño y se puso en pie.
–¿Paula? –la llamó. Ella se volvió a mirarlo–. ¿Estás segura de que puedes ir a casa sin problemas?
–Sí, gracias –hizo una pequeña pausa y añadió con una resplandeciente sonrisa–. Gracias por darme el trabajo, Pedro.
–De nada.
Pedro esperó a que terminara de bajar las escaleras y cerrara la puerta antes volver a trabajar. La sonrisa de Paula era espectacular. Le quedaban largas horas de trabajo por delante y parecía incapaz de pensar en otra cosa que no fuera aquella sonrisa.
Parecen perro y gato. Me gusta esta historia.
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