Paula alargó la mano con un gesto de indiferencia por contraste con la intensidad de la mirada que cruzaron. Una vez más, fue ella la primera en desviar la suya. Era como mirar a un león dispuesto a atacar.
Le oyó bajar las escaleras con paso decidido y esperó a oír la puerta cerrarse. Sólo entonces aspiró el aire que llevaba reteniendo desde hacía un buen rato.
La tarea que tenía por delante era abrumadora.
¿Cómo demonios iba a llevarla a cabo? Necesitaba ayuda. Tomó el móvil, marcó un número y cruzó los dedos. Afortunadamente, Emma contestó al instante.
–Soy yo. Necesito que me ayudes.
–¿Estás bien, Paula?
–Sí. De hecho, tengo trabajo.
–¿Otro? ¿Dónde estás?
–En Wellington.
–Creía que te gustaba Nelson.
–Me cansé de que siempre hiciera sol.
Emma rió.
–Estás loca. ¿Cuándo vas a permanecer en algún sitio más de tres semanas?
–No lo sé. Pero este trabajo es bueno, soy encargada de un bar.
–¡Fantástico! ¿Para qué me necesitas?
–Tengo que ponerme al día en programas de gestión, pago de nóminas y hojas de cálculo, Emma –es decir, de todo lo que odiaba.
Emma rió.
–¿Qué sistema usan?
Paula miró la pantalla del ordenador y le leyó los programas del escritorio.
–Muy fáciles, Paula, los aprenderás enseguida –la animó su hermana–. Tengo un portátil de sobra; le cargaré los programas y una guía y te lo mandaré mañana mismo por mensajero.
–Me has salvado la vida –Paula le dio las señas del bar–. El resto sé cómo hacerlo, pero de esta parte no tengo ni idea.
–Paula, es increíble, pareces genuinamente motivada!
Paula miró la tarjeta de Pedro Alfonso.
–Supongo que sí. Quiero hacerlo bien, Emma.
Estaba decidida a lucirse las tres semanas que tenía por delante y demostrar de lo que era capaz. Después se iría de vacaciones.
–Me alegro mucho.
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