Siempre planeas tus actividades
Pedro Alfonso se apoyó en el respaldo de la silla y dejó que las palabras quedaran suspendidas en el aire: «Me quieres a mí». Era espantoso, pero había algo de verdad en ello. Y eso que era evidente que aquella mujer pertenecía, en lo que a él respectaba, a otro planeta. La miró detenidamente y sólo consiguió confirmarlo.
Parecía una hippy indómita, mientras que a él le gustaban las mujeres refinadas. Tenía un moreno que indicaba que pasaba largas horas en la playa, y su escote no dejaba a la vista ninguna marca de bikini. Borró de su mente la imagen de su cuerpo moreno desnudo y se concentró en sus largas piernas, envueltas en unos viejos vaqueros. Le habría encantado saber si la piel que había bajo ellos era tan dorada y aterciopelada como la de las manos y el cuello… Tenía que quitarse de la cabeza esos pensamientos.
Bajó la mirada hacia sus pies y se encontró con unas puntiagudas botas vaqueras con la caña repujada. No pudiendo evitar sonreír, se preguntó si tendría unas espuelas a juego, o un látigo, además del de su lengua, que obviamente sabía usar como un arma afilada.
Su currículum demostraba que era una inconstante, una típica chica necesitada de gratificaciones instantáneas. Un caso inequívoco de «sólo me importa mientras me beneficie a mí, a mí, a mí».
Pedro Alfonso estaba muy familiarizado con las mujeres y su tendencia a conquistar y desaparecer sin preocuparse del desastre que dejaban a sus espaldas. No tenían sentido de la lealtad, de la responsabilidad ni del compromiso. Por eso mismo era él quien conquistaba y quien las dejaba antes de que pudieran hacerlo ellas.
En circunstancias normales, le habría encantado decirle que no. Pero la situación no exigía a alguien permanente, sino una solución inmediata y temporal. La volatilidad de la mujer no tenía por qué constituir un problema.
La miró de nuevo y vio que ella lo observaba. Podía percibir su determinación para que le diera el trabajo, pero no fue eso lo que lo decidió, sino vislumbrar tras esa fachada a alguien desesperado porque se le ofreciera una oportunidad. Como abogado, había visto esa misma expresión muchas veces. El sentimiento de inferioridad, la necesidad de ser escuchado y de asumir riesgos aun sabiendo que serían rechazados. Era el tipo de expresión que le decidía a aceptar un cliente de forma gratuita a pesar del excesivo número de casos que llevaba, para asombro y desaprobación de los socios del bufete.
La mujer habló de nuevo:
–No tienes nada que perder. Son casi las cinco. Si quieres a alguien que empiece hoy mismo, soy tu mejor opción. Sé hacer el trabajo, deja que te lo demuestre.
Él miró el reloj. Era verdad. No le quedaba tiempo de ir a otra agencia y necesitaba que alguien empezara a limpiar aquella misma noche. Los ojos grises de la mujer lo taladraban. En ellos ardían la pasión y la determinación.
–Te doy tres semanas. Vayamos para allí.
La cara que se le puso a ella iba a ser difícil de olvidar; era imposible no responder a su luminosa sonrisa. Entonces sus voluptuosos labios le afectaron de otra manera, y en otra parte de su cuerpo, la ingle. Un mal síntoma.
–Ahora mismo –dijo.
Se puso en pie y ella saltó como un resorte al tiempo que metía los papeles en el bolso sin preocuparse de que se arrugaran. Él la observó, diciéndose que si se caracterizaba por ese tipo de torpeza, volvería a necesitarlos pronto.
Una mujer salió de la oficina trasera.
–Perdón, he tardado más de lo que esperaba –se interrumpió al ver a Pedro Alfonso–. Disculpe, ¿puedo ayudarlo?
Él arqueó las cejas, dirigiéndole la mirada desdeñosa que dedicaba a las personas ineficientes.
–Me temo que llega demasiado tarde.
La mujer lo miró perpleja.
La nueva encargada de su bar, añadió, sonriendo malévolamente:
–Lo siento, no tengo tiempo para rellenar todos estos papeles. Ya tengo trabajo –se colgó el bolso del hombro.
Entonces se agachó y levantó algo que había dejado junto a la silla. Un maletín de violín. Pedro Alfonso dio un paso atrás y vio cómo pasaba a su lado una cowgirl con aplomo y extremadamente segura de sí misma.
Se encaminaron hacia el bar, que quedaba a cinco minutos caminando, en una zona de moda de la ciudad, donde se cruzaron con estudiantes, músicos callejeros y algunos ejecutivos.
–¿Llevas un violín de verdad o es que perteneces a la Mafia?
–¿Crees que escondo un arma en el maletín?
Pedro Alfonso sospechaba que ella era en sí misma un arma peligrosa.
–¿Sabes que eres muy confiada?
–¿Por qué?
–Porque ni siquiera sabes cómo me llamo.
Pedro Alfonso sí sabía el nombre de ella: Paula Elizabeth Chaves, veinticuatro años, licenciada en Música, con carné de conducir vigente y un viejo coche en propiedad y poco más que decir respecto a sus actividades extracurriculares.
Paula lo miró de arriba a abajo.
–No tienes pinta de ser peligroso.
–Las apariencias engañan. Ni siquiera sabes cuánto voy a pagarte.
Paula le clavó una mirada airada.
–Sé cuánto se está pagando.
Pedro se dio cuenta de que él en cambio, no tenía ni idea. No sabía nada de aquel tipo de negocios, con la excepción del precio de una copa de vino. Si no tenía cuidado, aquella mujer abusaría de él. Que no durara tiempo en los trabajos no significaba que no fuera astuta.
–¿Cómo te llamas? –preguntó ella.
–Pedro Alfonso.
En la puerta del bar, sacó las llaves y, por un instante, se preguntó si hacía bien confiándoselas a una persona a la que había conocido hacía menos de media hora. Pensó que Lara se había aprovechado de su sentido de la responsabilidad, sabiendo que haría lo que fuera para resolver cualquier problema que pudiera perjudicar su negocio. Así que tendría que supervisar a su nueva empleada. Justo lo que habría querido evitar.
Paula lo precedió en las escaleras por las que se subía al bar y él no pudo evitar seguir el sensual movimiento de sus caderas. Un motivo más de inquietud.
¿Habría seguido por primera vez los dictados de su cuerpo en lugar de los de su cabeza? Su sentido común le aconsejaba no contratarla, pero su cuerpo le decía lo contrario. Los dedos le cosquillearon con la tentación de alargar las manos y tocarla.