Golpeó el bolígrafo sobre el papel y la recepcionista le dirigió una mirada recriminadora.
–Tardará un rato en completar los papeles. Voy al despacho a archivar unos documentos. Llame al timbre cuando acabe y uno de nuestros agentes saldrá a hacerle la entrevista.
Ni el más mínimo rastro de una sonrisa. La mujer salió y Paula tuvo que reprimir el impulso de sacarle la lengua.
Volvió a mirar el papel y decidió intentar que la identificaran con una personalidad tipo A, la correspondiente a los agresivos, arrogantes y ambiciosos; en opinión de Paula, personas obsesionadas por el control, para los que lo más importante en la vida era alcanzar el éxito de acuerdo a resultados tangibles.
Paula vivía en una categoría propia, el tipo X, definido por la diversión, la frivolidad, la libertad y, ocasionalmente, la insensatez.
Empezó a tararear a medida que marcaba algunos síes y algunos noes y poco a poco su sonrisa se fue ampliando. Era mucho más entretenido hacerse pasar por quien no era.
Oyó un suave carraspeo y, cuando alzó la cabeza, vio al prototipo A delante de ella. Alto, con traje oscuro y camisa blanca; cabello moreno con un perfecto corte; ojos que la observaban distantes y ceño fruncido en un rostro de facciones marcadas.
Era una pena que un rostro como aquél se viera estropeado por un gesto de malhumor.
Paula sintió que se le erizaba el vello, y no sólo por los dos dardos dorados que se clavaban en ella. El aura de aquel hombre estampaba su sello sobre lo que lo rodeaba, incluida ella: tenía la altura y el aspecto de un campeón. No cabía duda de que era un hombre que sabía lo que quería y que estaba acostumbrado a conseguirlo. Tenía un aire indiscutible de autoridad. La pesadilla de Paula.
Entornando los ojos, ella le devolvió la mirada en actitud desafiante, pero eso no anuló la fuerte atracción que le había despertado. Paula jamás le cedía el control a nadie, pero por una fracción de segundo se planteó qué se sentiría dejándole llevar las riendas, aunque fuera por una hora, con su cuerpo. Tenía el aspecto de saber qué hacer. Y Paula no pudo evitar sonreír.
Él frunció el ceño más profundamente a la vez que su mirada experimentaba un cambio sutil. Ni perdió intensidad, ni se hizo más amistosa, pero sus ojos brillaron con una claridad distinta. El hombre miró hacia el asiento vacío tras el escritorio de recepción y volvió a mirar a Paula como si esperara que le diera una explicación.
Paula pensó que le gustaría darle unas cuantas y al instante se indignó consigo misma por estar mirando a un hombre con aspecto arrogante como si fuera un apetitoso objeto sexual. Tragó saliva y se obligó a concentrarse. Le resultaba extraño que un hombre así estuviera buscando trabajo. No tenía pinta ni de camarero ni de oficinista.
Finalmente, decidió contestar a su muda interrogación.
–La recepcionista ha ido a archivar unos papeles, pero los formularios están sobre el escritorio. Se tarda un montón en rellenarlos.
El hombre enarcó las cejas al tiempo que tomaba un documento como el que Paula sostenía en las rodillas.
–Empieza con el test de personalidad.
Él se sentó en una silla enfrente de ella y ojeó las páginas. Volvió a fruncir el ceño. Su silencio estaba poniendo nerviosa a Paula.
¿Dónde estaba la solidaridad entre trabajadores? El hombre repasó rápidamente la lista de afirmaciones del test y por fin habló. Directo, con aspereza, deprisa.
–Deja que adivine. Has contestado que sí a «tiendes a basarte más en la improvisación que en la planificación cuidadosa». Y no a «por naturaleza, asumes responsabilidades».
El hombre la miró retándola.
Paula sintió que se le erizaba de nuevo el vello.
–Y yo apostaría cualquier cosa a que tú responderías afirmativamente a «tu escritorio está siempre recogido y en orden».
La sonrisa que iluminó el rostro del desconocido le hizo pensar que había dado en el clavo, pero de inmediato, él le lanzó otro dardo envenenado.
–Debería haber aclarado que no vengo a buscar trabajo, sino un empleado.
–Ah.
¿Cómo podía ser tan estúpida? Nadie que buscara trabajo entraba en una agencia de empleo con un traje hecho a medida y el aire de seguridad de un dios griego. Paula reaccionó al instante diciéndose que no podía dejar escapar la oportunidad.
–¿Qué necesitas?
–Un encargado para un bar de copas –dijo él, entornando los ojos.
–Pues ya lo tienes.
–¿Conoces al candidato perfecto?
–Soy yo.
Paula vio que él deslizaba la mirada por sus viejos vaqueros y su camiseta de tirantes, y se dio cuenta de que le parecía no presentaba la imagen adecuada.
–Ni siquiera sabes en qué consiste el trabajo –dijo él con sorna.
–Acabas de decírmelo: necesitas a alguien que se encargue de un bar.
Él sonrió con malicia.
–¿Puedes llevar un bar de striptease?
Paula lo miró boquiabierta. Jamás hubiera imaginado que aquel hombre de aspecto convencional se moviera en ese tipo de ambientes.
Él se inclinó hacia adelante y dijo:
–No hablaba en serio. Necesito alguien con experiencia y que sea capaz de asumir responsabilidades.
–Yo misma.
–Acabas de decir que has contestado que no.
–No, eso es lo que tú has asumido.
Se miraron fijamente como si se tratara de un duelo.
–Dame tu currículum.
–Dame los detalles del trabajo.
Aunque él tuviera el poder, ella estaba dispuesta a tirarse un farol. De hecho, era una especialista.
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