martes, 24 de agosto de 2021

QUIERO TU CORAZÓN: CAPÍTULO 41

 


El restaurante chino estaba lleno y el ambiente era muy ruidoso. Paula notó que Pedro le daba algo a la camarera, quien les encontró un reservado en un rincón detrás de un acuario de agua salada, con corales y peces de colores llamativos.


Se alegró de haber seguido su instinto y haberse vestido de forma casual. Debajo de la parka de color plata, llevaba un jersey verde y unos pantalones negros, con sus botas negras preferidas de tacón alto.


—Nuestro secreto se ha descubierto —dijo Pedro una vez sentados con los mentís—. No mires ahora, pero nos han visto




QUIERO TU CORAZÓN: CAPÍTULO 40

 

Durante todo el trayecto de vuelta al trabajo, Pedro no dejó de maldecirse por ser un cobarde. Había ido a la casa de Pau con la intención de poner las cartas boca arriba, pero en el último instante había perdido el valor.


Al final llegó a la conclusión de que quizá fuera mejor de esa manera. Sin importar qué más sucediera, ella estaba demostrando ser una magnífica empleada. Cuando llegara el momento, lamentaría perderla.


Mientras no volviera a ceder a la tentación, como la noche anterior, y se arriesgara a perderlo todo… principalmente porque estar junto a ella sin tocarla era casi más de lo que podía soportar. Más le valía recordar que era muy afortunado de que no se hubiera marchado para siempre.


En el muelle de descarga había un camión y pudo oír el sonido de una carretilla elevadora sacando plataformas portátiles del tráiler. A pesar de que el encargado del almacén lo estaría supervisando todo, él quería cerciorarse de que había llegado el pedido completo.


Pensar en Pau, adorable con sus zapatillas de conejo, con el rostro maravillosamente limpio de maquillaje y el cabello tentadoramente desarreglado, tendría que esperar hasta que dispusiera de más tiempo. Aunque una cosa tenía clara… no pensaba abandonar.


A la mañana siguiente, Paula regresó al trabajo. Salvo por una pregunta que le hizo acerca de si había enviado los folletos a la imprenta, se esforzó en imitar a Pedro y comportarse como si entre ellos no hubiera ocurrido nada. No fue fácil, pero lo consiguió.


Él parecía más preocupado por la llegada de un pedido urgente que otra cosa. Mientras realizaba innumerables viajes desde su mesa hasta el despacho de Pedro, verificando información o haciendo preguntas, la proximidad entre ambos no pareció representar un problema para él.


Empezaba a darse cuenta de que fingir que no sabía lo que era besarlo como si fuera el último hombre de la tierra, sentir sus brazos fuertes sosteniéndola mientras el deseo le recorría las venas como burbujas de champán, era como tratar de que no luciera el sol.


A veces, cuando él se inclinaba sobre su mesa para mostrarle algo en la pantalla de su monitor y aspiraba la fragancia fresca y limpia que irradiaba, se sentía mareada. O captaba un atisbo de percepción en la mirada de él antes de que desviara la vista, una impresión fugaz que también a él le costaba fingir que no existía.


Sólo la certeza de que su incapacidad para controlar sus sentimientos significaría la pérdida de un trabajo que cada vez le gustaba más, era suficiente incentivo para soslayar esos momentos de comunicación silenciosa. De añoranza en apariencia mutua.


Después de convencerse de que los pensamientos lujuriosos que le inspiraba eran un camino directo al desastre, la desconcertó que a la mañana siguiente apareciera en su despacho para invitarla a almorzar.


—Me apetece una hamburguesa jugosa —dijo—. ¿Por qué no me acompañas?


Como oferta, no podría haber sido menos ceremoniosa. No como una cita para cenar.


—Claro —repuso ella con la misma tranquilidad—. Me encantan las hamburguesas.


—Bien —sin decir otra palabra, se marchó.


¿Qué había esperado? ¿Qué diera un triple salto mortal? Después de todo, sólo era un almuerzo.


Un almuerzo que se había convertido en costumbre. Mientras estaban en la furgoneta de Pedro comiendo pescado y patatas fritas el viernes, Pau se había dado cuenta de pronto de que la miraba fijamente.


—¿Qué? —preguntó, ladeando la cabeza para poder verse en el espejo retrovisor—. ¿Tengo mayonesa en la nariz?


—¿Cenarías conmigo mañana? —preguntó—. Nada especial, simplemente un restaurante chino en la parte vieja de la ciudad que me han dicho que es muy bueno.


La invitación sonó tan espontánea que Pau necesitó un momento para procesarla.


—A menos que no te guste la comida china —añadió él al verla titubear.


—No, me gusta —confirmó—. Es que…


—¿Tienes otros planes? —interrumpió.


¿No sabía que no había salido con nadie desde Damian, siempre que no se contara la recepción de Darío? Que Pedro había dejado bien claro que no era una cita.


—No —corrigió—. Me encantaría.


Se prometió que después de la cena del sábado, se bajaría del coche de Pedro y se iría a la cama sola. Aquel hombre no era para ella.



QUIERO TU CORAZÓN: CAPÍTULO 39

 

Tenía que saber si, de algún modo, había malinterpretado completamente la situación de la noche anterior. ¿Se había excedido en su reacción ante una insinuación superficial, una mera degustación con el fin de saber si estaba dispuesta a algo más? El debate interno la había mantenido despierta casi toda la noche, y en ese momento quería respuestas.


Él dejó la cuchara de sopa en el plato.


—He venido para asegurarme de que te encuentras bien. Y ahora acábate la sopa antes de que se enfríe y luego hablaremos.


Pau pudo ver que no iba a decir nada más hasta que obedeciera, de modo que se acabó el plato.


Levantándose, él recogió la mesa sin hacer caso de las protestas de ella.


—¿Tampoco tienes lavavajillas? —preguntó.


—Me temo que no. La cabaña puede ser primitiva para tus cánones, pero yo no cambiaría el entorno por un ático en la ciudad —con el éxito de las instalaciones de esquí, empezaban a aparecer apartamentos de lujo, pero no la habrían tentado aunque hubiera podido permitírselos.


—¿No te molesta estar tan lejos de tus vecinos? —preguntó mientras llenaba el fregadero y echaba un poco de detergente—. ¿Has pensado en tener un perro? ¿Un perro grande con grandes colmillos?


Ella llegó a la conclusión de que era inútil que protestara porque su invitado se ocupara de los platos, de modo que lo dejó pasar.


—Me encantaría tener un perro —repuso—. Pero no lo tengo porque paso mucho tiempo fuera de casa, y el animal estaría muy solo.


—Yo me preocuparía por ti —Pedro se secó las manos.


—No es asunto tuyo —afirmó Liz cuando él se volvió a sentar delante de ella—. La cabaña es de mi hermana y siempre me ha gustado vivir aquí.


—No fue mi intención ponerte en una situación incómoda —soltó de repente él—. Te besé porque quise hacerlo, pero no significa que tú no pudieras apartarme o decirme que no lo hiciera por el hecho de ser tu jefe —por su cara pasó una expresión de desagrado—. ¡Dios! Imagino que debería haberte explicado eso antes de haber llegado a tocarte.


A pesar de la seriedad del tema, Pau sintió que su humor mejoraba.


—O tal vez podrías haberme entregado un pliego de descargo o de responsabilidad —sugirió.


Él se reclinó en la silla con expresión ofendida, pero luego no pudo dejar de esbozar una sonrisa renuente.


—Ahora comprendes por qué no pasé por todo eso antes de atacar.


—¿Quién iba a pensar que un simple beso podría complicarse tanto? —murmuró, asombrada otra vez por el magnetismo de su sonrisa.


—Eso no es excusa para el modo en que me comporté después —una vez más la expresión de Pedro se puso seria—. Lo único que puedo decir es que me convertí en un imbécil. Estaba enfadado conmigo mismo, lo pagué contigo y lo siento.


Ella extendió la mano.


—Disculpa aceptada… y he de añadir que ha sido una disculpa hermosa.


Deseó poder añadir que quería que fuera algo más que su jefe, pero no tenía el valor. ¿Y si él no sentía lo mismo? ¿Y si decidía que tener una asistente embobada por él no justificaba los problemas?


Le tomó la mano brevemente entre la suya.


—Gracias —por un instante, mientras se la soltaba, dio la impresión de que podría decir algo más, pero entonces echó la silla para atrás—. ¿Por qué no duermes un poco? —sugirió mientras se ponía la cazadora—. Si mañana no te sientes mejor, dime si hay algo más que pueda hacer.


—Ya empiezo a sentirme mejor —lo siguió a la puerta—. Debe de ser la sopa —«o las flores, o su compañía», añadió para sus adentros.


Él se detuvo en los escalones con las manos en los bolsillos.


—Bueno, nos vemos luego —comentó con vivacidad.


—Gracias de nuevo por todo —le dijo al ver cómo se marchaba.


Él agitó la mano sin volverse, de modo que Pau cerró la puerta. Se quedó ante la ventana frontal y lo vio girar con la furgoneta, pero no alzó la vista. Mientras se marchaba, Paula se sintió aliviada de no haberle contado cómo se sentía en realidad.



lunes, 23 de agosto de 2021

QUIERO TU CORAZÓN: CAPÍTULO 38

 

Volvió a guardarse el teléfono en el bolsillo de la cazadora y estaba a punto de entrar cuando una camioneta se detuvo detrás de la furgoneta de él.


Pau no esperaba ninguna entrega.


—¿Quién…? —musitó.


—¿Te importa si llevo esto directamente a la cocina? —preguntó Pedro—. No quiero que el sorbete se derrita.


—Claro —distraída, observó a una mujer mayor acercarse con un ramo de flores grande.


—¿Paula Chaves? —preguntó.


Cuando Pau asintió, la mujer le entregó un arreglo de rosas. Durante un momento, Pau se quedó demasiado aturdida para hablar.


—Aguarde —dijo cuando la mujer retrocedió por los escalones—. Espere que vaya a buscar mi cartera.


—Todo está pagado —repuso con una sonrisa—. Disfrútelas.


Confusa, llevó el ramo dentro. ¿Quién le enviaría flores en esa época del año? No era su cumpleaños.


¿Podía ser que Damián hubiera experimentado un tardío ataque de arrepentimiento por romper el compromiso de forma tan brusca? ¿Tenía que buscar en el cielo cerdos que volaran o finalmente el infierno se había congelado a pesar de las señales del calentamiento global?


Cuando dejó el ramo en la cocina, Pedro hurgaba en los armarios.


—¿Tienes un cazo para la sopa? —preguntó—. ¿Cómo te arreglas sin un microondas?


—Mira en el cajón debajo del fogón —extrajo la tarjeta—. Ahí tengo una cazuela —añadió distraída.


Él dijo algo más, pero ella no le prestó atención, estaba demasiado ocupada leyendo el mensaje manuscrito.


Perdóname. Pedro.


Ceñuda, se volvió para estudiarlo. Él le devolvió la mirada con la cazuela en una mano.


¿Qué lamentaba, las cosas que había dicho o el beso que las había precedido? Tocó uno de los delicados capullos. Eran blancos y cada capullo tenía un reborde rosa.


—Son preciosas —susurró—, pero no eran necesarias.


—No estoy de acuerdo —repuso con voz suave. Luego carraspeó y se ocupó de la sopa—. El sorbete de naranja está en el congelador —agregó con su voz normal—. Es bueno para la garganta irritada.


—¿Por qué estás aquí? —quiso saber ella.


—¿Los platos hondos y las cucharas?


Al parecer, no tenía intención de contestar a su pregunta. Señaló en silencio. Tarareando, puso la mesa para dos. Ella permaneció mirando las flores. Alrededor del jarrón había atada una cinta rosa. Unas ramitas blancas formaban un delicado contraste con el verde oscuro de las hojas. Él removió la sopa, sirvió agua en los vasos y encontró unas galletas saladas.Después de servir los dos platos, retiró la silla que había frente a Pau y se sentó. El plato que había depositado delante de ella olía demasiado bien para poder resistirlo.


—¿Le llevas sopa a todos tus empleados enfermos? —preguntó Pau, sosteniendo la cuchara con una mano que le temblaba.


Él frunció el ceño.


—¿Tú qué piensas?


La primera cucharada se deslizó por la garganta de Pau, pero apenas notó el sabor.


—¿Por qué has venido? —insistió.



QUIERO TU CORAZÓN: CAPÍTULO 37

 

Cuando Pau volvió a despertar a media mañana, el dolor de cabeza había desaparecido y ya no sentía que tuviera arena en los ojos. Se dio una ducha, se recogió el pelo en una coleta que ajustó con una cinta elástica y se puso un chándal viejo de color lavanda que debería haber tirado hacía tiempo.


Yendo hacia la cocina con sus zapatillas de conejo, miró la nevera medio vacía sin un atisbo de entusiasmo. Ya fuera por los nervios o por un virus, seguía sin sentir bien el estómago. Una sopa sonaba bien, pero se le habían agotado y no las había repuesto. Quizá sirvieran una tostada y té.


El sonido de un vehículo al detenerse ante su casa la distrajo. No podían ser Karen o su hermana; las dos la hacían en el trabajo. Curiosa, fue a la ventana delantera y apartó un poco la cortina.


«Oh, no».


Una llamada a la puerta la sobresaltó, llevándose una mano al corazón. ¿Había ido para comprobar si realmente estaba enferma? ¿Para despedirla?


Bajó la vista al chándal y se echó el pelo hacia atrás mientras él volvía a llamar. Su jeep estaba delante de la casa, de modo que sabía que se encontraba dentro. ¿Podría decirle luego que estaba dormida y que no lo había oído?


Se mordió el labio inferior, tratando de pensar, cuando sonó el teléfono.


—¿Hola?


—Soy yo —dijo Pedro—. Te he traído caldo de pollo. Tengo entendido que obra maravillas con la gripe.


—No tengo hambre —sonó como una niña enfadada—. Gracias de todos modos —añadió a regañadientes.


—Pau, tenemos que hablar —él volvió a llamar a la puerta—. Vamos, déjame pasar.


¿Cómo podía recibirlo con esa pinta? Superficial o no, necesitaba la seguridad que daba un maquillaje atractivo y una ropa adecuada.


—La sopa se está enfriando —insistió él.


El estómago de Pau eligió ese momento para crujir de un modo que habría enorgullecido a un león.


—¿Podrías dejarla en la entrada? —preguntó esperanzada.


—Ni lo sueñes —repuso Pedro con voz ronca—. Te prometo que me comportaré. Sabes que deseas tomarla.


Pau cortó la llamada y abrió la puerta. Pedro seguía con el móvil en una mano y dos bolsas de plástico en la otra.


—¿Puedo pasar? —preguntó con expresión tímida.


—Sí, de acuerdo —resignada, ella retrocedió y abrió aún más la puerta. Aunque ella no lo estuviera, al menos la cabaña se hallaba razonablemente ordenada.



QUIERO TU CORAZÓN: CAPÍTULO 36

 

Pau abrió los párpados a la mañana siguiente después de pasar una noche larga y miserable, tratando sin éxito de olvidar la escena humillante de la noche anterior. Quiso taparse la cabeza con la manta, pero en vez de eso se sentó y sacó las piernas por el costado de la cama. Le dolía la cabeza, la luz le hacía daño en los ojos, hinchados de tanto llorar, y el movimiento lograba que su estómago se bamboleara como un barco en una tormenta.


Gimiendo, trastabilló hacia el diminuto cuarto de baño, en parte aliviada porque las náuseas le brindaran una razón legítima para faltar al trabajo por encontrarse mal.


No se sentía con valor para encarar a Pedro en ese momento, no después del estallido de la noche pasada. Sólo podía esperar que un día fuera suficiente para dejarlo atrás y fingir que besarlo no había tenido importancia.


Desde luego, no el acontecimiento devastador causante de todo lo sucedido con posterioridad.


La garganta le ardió al recordar la frialdad en el tono de él cuando le había sugerido que esperara hasta que se lo pidiera antes de dar por hecho que quería tener sexo con ella.


El recuerdo volvió a encenderle el rostro ¿Lo había juzgado erróneamente, tal como él afirmaba? Presionó las yemas de los dedos sobre sus sienes palpitantes. ¡No! Movió la cabeza, luego gimió cuando el movimiento reverberó en su estómago. Fueran cuales fueren sus intenciones, el beso lo había afectado tanto como a ella, de eso no le cabía duda.


Encontró un frasco de ibuprofeno en el botiquín y se tragó un par de grageas ayudada con agua. Luego regresó al dormitorio y miró la hora. Rezando para que contestara Nina y no Pedro, llamó al trabajo.


Pedro alzó la vista del diario agrícola que había estado hojeando entre los recorridos que hacía a la parte delantera del edificio para ver si Pau había llegado.


—¿Sí, Nina? —al ver a la contable en el umbral, su tono hosco reflejó el estado de ánimo que lo embargaba.


Si ella lo notó, lo soslayó.


—Ha llamado Pau —expuso—. Tiene la gripe y hoy no va a venir.


Pedro sintió como si de repente le hubieran extraído el aire de los pulmones.


—¿Es todo lo que dijo?


Nina asintió.


—La pobrecilla sonaba cansada.


—De acuerdo, gracias.


Después de que Nina se marchara, giró el sillón para poder contemplar las montañas a través de la ventana. No había dormido mucho, probablemente porque su conciencia lo había mantenido despierto. De camino al trabajo, se había sentido tentado a parar en la floristería, pero no quería hacer nada que potenciara la especulación entre los empleados. Ni que Pau se sintiera aún más incómoda.


Los maquinistas en particular formaban un grupo bullanguero y ya había oído a varios tratar de coquetear con Pau siempre que podían encontrar una excusa para ir a la oficina. No le dirían nada abiertamente a él a pesar de la atmósfera informal en el trabajo, pero la idea de que se pudieran realizar comentarios a espaldas de ella bastaba para incrementar su malhumor. Sentía ganas de empuñar un martillo y descargar su frustración en un trozo de metal.


Llevarle a Paula regalos personales al trabajo quedaba absolutamente descartado.


A las once lo llamó un amigo para preguntarle si quería que almorzaran juntos. Estaba a punto de aceptar con la esperanza de que la distracción mejorara su disposición, cuando tuvo una idea súbita.


—Lo siento, Lee —repuso, mirando su reloj de pulsera—. De hecho, ya estaba saliendo.


Aceptando postergar la comida para finales de semana, cortó; sintiéndose mejor, buscó una dirección. Sin darse tiempo para reconsiderarlo, recogió la cazadora y fue al despacho de Nina.


—Estaré fuera un par de horas —le dijo.


Después de una rápida parada en la droguería y en su charcutería favorita, miró las direcciones que había sacado de Internet y se dirigió fuera de la ciudad.



domingo, 22 de agosto de 2021

QUIERO TU CORAZÓN: CAPÍTULO 35

 


En cuanto Pau huyó de su oficina Pedro se acercó a la ventana y miró en la oscuridad, apenas notando su reflejo en el cristal. Al ceder a la tentación de besarla que había estado carcomiéndolo durante tanto tiempo, no había pensado en cómo podría tomárselo ella.


En ese momento sabía que primero debería haberla llevado a cenar a alguna parte en una cita, no hacer que sintiera que ser abordada íntimamente por su jefe formaba parte de su trabajo.


¿Había confundido un deseo recíproco con la renuencia a poner en peligro su trabajo? Se pasó las dos manos por el pelo y maldijo en voz baja con gran disgusto.


—Perdona.


La reaparición de Paula lo salvó de demorarse en su propia humillación. Despacio, giró la cara con los dedos pulgares firmemente anclados en su cinturón para evitar la tentación de volver a abrazarla.


¿Cómo era posible que cada vez que la miraba quedara aturdido por la belleza de su rostro? A pesar de que se había retocado el maquillaje y arreglado el cabello, no había logrado borrar por completo los vestigios delatadores de una mujer a la que acababan de besar con pasión.


Carraspeó.


—Sobre lo que ha sucedido… —comenzó Pedro.


Al mismo tiempo, Pau entró en el despacho con el bolso en una mano.


—No puede repetirse —declaró—. No mientras trabaje para ti.


Oír que una de sus propias preocupaciones era expuesta en voz alta como una amenaza bastó para hacerle perder los nervios.


—¿Crees que soy una especie de depredador que llegaría a aprovecharse de una de sus empleadas? —demandó.


Sentía como si otra persona hubiera tomado el control de su boca, haciéndolo decir cosas que después lamentaba en vez de ofrecer las disculpas que ella merecía.


Las mejillas de Paula se habían encendido y parecía aturdida.


—No, no es lo que pienso —replicó—. Yo no… —movió la cabeza—. Yo no pienso acostarme contigo.


—Quizá deberías esperar hasta que te lo pidieran. Si esa hubiera sido mi intención ¡te habría invitado a una cena mejor que una pizza la primera vez!


Pau abrió mucho los ojos, que brillaron a la luz con algo muy próximo a las lágrimas, «Dios», dijo él para sus adentros. ¡La había hecho llorar! Antes de que pudiera empezar a farfullar palabras de arrepentimiento, ella giró en redondo y se marchó.


Durante un momento, él sólo pudo permanecer paralizado y mirar boquiabierto la puerta. ¿Qué diablos acababa de pasar?


Su vacilación le había dado suficiente ventaja a Pau como para haber subido a su jeep cuando él llegó al aparcamiento.


Gritó su nombre, pero ella no se detuvo. Frustrado, la observó irse en una nube de polvo.