Pau abrió los párpados a la mañana siguiente después de pasar una noche larga y miserable, tratando sin éxito de olvidar la escena humillante de la noche anterior. Quiso taparse la cabeza con la manta, pero en vez de eso se sentó y sacó las piernas por el costado de la cama. Le dolía la cabeza, la luz le hacía daño en los ojos, hinchados de tanto llorar, y el movimiento lograba que su estómago se bamboleara como un barco en una tormenta.
Gimiendo, trastabilló hacia el diminuto cuarto de baño, en parte aliviada porque las náuseas le brindaran una razón legítima para faltar al trabajo por encontrarse mal.
No se sentía con valor para encarar a Pedro en ese momento, no después del estallido de la noche pasada. Sólo podía esperar que un día fuera suficiente para dejarlo atrás y fingir que besarlo no había tenido importancia.
Desde luego, no el acontecimiento devastador causante de todo lo sucedido con posterioridad.
La garganta le ardió al recordar la frialdad en el tono de él cuando le había sugerido que esperara hasta que se lo pidiera antes de dar por hecho que quería tener sexo con ella.
El recuerdo volvió a encenderle el rostro ¿Lo había juzgado erróneamente, tal como él afirmaba? Presionó las yemas de los dedos sobre sus sienes palpitantes. ¡No! Movió la cabeza, luego gimió cuando el movimiento reverberó en su estómago. Fueran cuales fueren sus intenciones, el beso lo había afectado tanto como a ella, de eso no le cabía duda.
Encontró un frasco de ibuprofeno en el botiquín y se tragó un par de grageas ayudada con agua. Luego regresó al dormitorio y miró la hora. Rezando para que contestara Nina y no Pedro, llamó al trabajo.
Pedro alzó la vista del diario agrícola que había estado hojeando entre los recorridos que hacía a la parte delantera del edificio para ver si Pau había llegado.
—¿Sí, Nina? —al ver a la contable en el umbral, su tono hosco reflejó el estado de ánimo que lo embargaba.
Si ella lo notó, lo soslayó.
—Ha llamado Pau —expuso—. Tiene la gripe y hoy no va a venir.
Pedro sintió como si de repente le hubieran extraído el aire de los pulmones.
—¿Es todo lo que dijo?
Nina asintió.
—La pobrecilla sonaba cansada.
—De acuerdo, gracias.
Después de que Nina se marchara, giró el sillón para poder contemplar las montañas a través de la ventana. No había dormido mucho, probablemente porque su conciencia lo había mantenido despierto. De camino al trabajo, se había sentido tentado a parar en la floristería, pero no quería hacer nada que potenciara la especulación entre los empleados. Ni que Pau se sintiera aún más incómoda.
Los maquinistas en particular formaban un grupo bullanguero y ya había oído a varios tratar de coquetear con Pau siempre que podían encontrar una excusa para ir a la oficina. No le dirían nada abiertamente a él a pesar de la atmósfera informal en el trabajo, pero la idea de que se pudieran realizar comentarios a espaldas de ella bastaba para incrementar su malhumor. Sentía ganas de empuñar un martillo y descargar su frustración en un trozo de metal.
Llevarle a Paula regalos personales al trabajo quedaba absolutamente descartado.
A las once lo llamó un amigo para preguntarle si quería que almorzaran juntos. Estaba a punto de aceptar con la esperanza de que la distracción mejorara su disposición, cuando tuvo una idea súbita.
—Lo siento, Lee —repuso, mirando su reloj de pulsera—. De hecho, ya estaba saliendo.
Aceptando postergar la comida para finales de semana, cortó; sintiéndose mejor, buscó una dirección. Sin darse tiempo para reconsiderarlo, recogió la cazadora y fue al despacho de Nina.
—Estaré fuera un par de horas —le dijo.
Después de una rápida parada en la droguería y en su charcutería favorita, miró las direcciones que había sacado de Internet y se dirigió fuera de la ciudad.
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