Cuando Pau volvió a despertar a media mañana, el dolor de cabeza había desaparecido y ya no sentía que tuviera arena en los ojos. Se dio una ducha, se recogió el pelo en una coleta que ajustó con una cinta elástica y se puso un chándal viejo de color lavanda que debería haber tirado hacía tiempo.
Yendo hacia la cocina con sus zapatillas de conejo, miró la nevera medio vacía sin un atisbo de entusiasmo. Ya fuera por los nervios o por un virus, seguía sin sentir bien el estómago. Una sopa sonaba bien, pero se le habían agotado y no las había repuesto. Quizá sirvieran una tostada y té.
El sonido de un vehículo al detenerse ante su casa la distrajo. No podían ser Karen o su hermana; las dos la hacían en el trabajo. Curiosa, fue a la ventana delantera y apartó un poco la cortina.
«Oh, no».
Una llamada a la puerta la sobresaltó, llevándose una mano al corazón. ¿Había ido para comprobar si realmente estaba enferma? ¿Para despedirla?
Bajó la vista al chándal y se echó el pelo hacia atrás mientras él volvía a llamar. Su jeep estaba delante de la casa, de modo que sabía que se encontraba dentro. ¿Podría decirle luego que estaba dormida y que no lo había oído?
Se mordió el labio inferior, tratando de pensar, cuando sonó el teléfono.
—¿Hola?
—Soy yo —dijo Pedro—. Te he traído caldo de pollo. Tengo entendido que obra maravillas con la gripe.
—No tengo hambre —sonó como una niña enfadada—. Gracias de todos modos —añadió a regañadientes.
—Pau, tenemos que hablar —él volvió a llamar a la puerta—. Vamos, déjame pasar.
¿Cómo podía recibirlo con esa pinta? Superficial o no, necesitaba la seguridad que daba un maquillaje atractivo y una ropa adecuada.
—La sopa se está enfriando —insistió él.
El estómago de Pau eligió ese momento para crujir de un modo que habría enorgullecido a un león.
—¿Podrías dejarla en la entrada? —preguntó esperanzada.
—Ni lo sueñes —repuso Pedro con voz ronca—. Te prometo que me comportaré. Sabes que deseas tomarla.
Pau cortó la llamada y abrió la puerta. Pedro seguía con el móvil en una mano y dos bolsas de plástico en la otra.
—¿Puedo pasar? —preguntó con expresión tímida.
—Sí, de acuerdo —resignada, ella retrocedió y abrió aún más la puerta. Aunque ella no lo estuviera, al menos la cabaña se hallaba razonablemente ordenada.
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