lunes, 23 de agosto de 2021

QUIERO TU CORAZÓN: CAPÍTULO 38

 

Volvió a guardarse el teléfono en el bolsillo de la cazadora y estaba a punto de entrar cuando una camioneta se detuvo detrás de la furgoneta de él.


Pau no esperaba ninguna entrega.


—¿Quién…? —musitó.


—¿Te importa si llevo esto directamente a la cocina? —preguntó Pedro—. No quiero que el sorbete se derrita.


—Claro —distraída, observó a una mujer mayor acercarse con un ramo de flores grande.


—¿Paula Chaves? —preguntó.


Cuando Pau asintió, la mujer le entregó un arreglo de rosas. Durante un momento, Pau se quedó demasiado aturdida para hablar.


—Aguarde —dijo cuando la mujer retrocedió por los escalones—. Espere que vaya a buscar mi cartera.


—Todo está pagado —repuso con una sonrisa—. Disfrútelas.


Confusa, llevó el ramo dentro. ¿Quién le enviaría flores en esa época del año? No era su cumpleaños.


¿Podía ser que Damián hubiera experimentado un tardío ataque de arrepentimiento por romper el compromiso de forma tan brusca? ¿Tenía que buscar en el cielo cerdos que volaran o finalmente el infierno se había congelado a pesar de las señales del calentamiento global?


Cuando dejó el ramo en la cocina, Pedro hurgaba en los armarios.


—¿Tienes un cazo para la sopa? —preguntó—. ¿Cómo te arreglas sin un microondas?


—Mira en el cajón debajo del fogón —extrajo la tarjeta—. Ahí tengo una cazuela —añadió distraída.


Él dijo algo más, pero ella no le prestó atención, estaba demasiado ocupada leyendo el mensaje manuscrito.


Perdóname. Pedro.


Ceñuda, se volvió para estudiarlo. Él le devolvió la mirada con la cazuela en una mano.


¿Qué lamentaba, las cosas que había dicho o el beso que las había precedido? Tocó uno de los delicados capullos. Eran blancos y cada capullo tenía un reborde rosa.


—Son preciosas —susurró—, pero no eran necesarias.


—No estoy de acuerdo —repuso con voz suave. Luego carraspeó y se ocupó de la sopa—. El sorbete de naranja está en el congelador —agregó con su voz normal—. Es bueno para la garganta irritada.


—¿Por qué estás aquí? —quiso saber ella.


—¿Los platos hondos y las cucharas?


Al parecer, no tenía intención de contestar a su pregunta. Señaló en silencio. Tarareando, puso la mesa para dos. Ella permaneció mirando las flores. Alrededor del jarrón había atada una cinta rosa. Unas ramitas blancas formaban un delicado contraste con el verde oscuro de las hojas. Él removió la sopa, sirvió agua en los vasos y encontró unas galletas saladas.Después de servir los dos platos, retiró la silla que había frente a Pau y se sentó. El plato que había depositado delante de ella olía demasiado bien para poder resistirlo.


—¿Le llevas sopa a todos tus empleados enfermos? —preguntó Pau, sosteniendo la cuchara con una mano que le temblaba.


Él frunció el ceño.


—¿Tú qué piensas?


La primera cucharada se deslizó por la garganta de Pau, pero apenas notó el sabor.


—¿Por qué has venido? —insistió.



QUIERO TU CORAZÓN: CAPÍTULO 37

 

Cuando Pau volvió a despertar a media mañana, el dolor de cabeza había desaparecido y ya no sentía que tuviera arena en los ojos. Se dio una ducha, se recogió el pelo en una coleta que ajustó con una cinta elástica y se puso un chándal viejo de color lavanda que debería haber tirado hacía tiempo.


Yendo hacia la cocina con sus zapatillas de conejo, miró la nevera medio vacía sin un atisbo de entusiasmo. Ya fuera por los nervios o por un virus, seguía sin sentir bien el estómago. Una sopa sonaba bien, pero se le habían agotado y no las había repuesto. Quizá sirvieran una tostada y té.


El sonido de un vehículo al detenerse ante su casa la distrajo. No podían ser Karen o su hermana; las dos la hacían en el trabajo. Curiosa, fue a la ventana delantera y apartó un poco la cortina.


«Oh, no».


Una llamada a la puerta la sobresaltó, llevándose una mano al corazón. ¿Había ido para comprobar si realmente estaba enferma? ¿Para despedirla?


Bajó la vista al chándal y se echó el pelo hacia atrás mientras él volvía a llamar. Su jeep estaba delante de la casa, de modo que sabía que se encontraba dentro. ¿Podría decirle luego que estaba dormida y que no lo había oído?


Se mordió el labio inferior, tratando de pensar, cuando sonó el teléfono.


—¿Hola?


—Soy yo —dijo Pedro—. Te he traído caldo de pollo. Tengo entendido que obra maravillas con la gripe.


—No tengo hambre —sonó como una niña enfadada—. Gracias de todos modos —añadió a regañadientes.


—Pau, tenemos que hablar —él volvió a llamar a la puerta—. Vamos, déjame pasar.


¿Cómo podía recibirlo con esa pinta? Superficial o no, necesitaba la seguridad que daba un maquillaje atractivo y una ropa adecuada.


—La sopa se está enfriando —insistió él.


El estómago de Pau eligió ese momento para crujir de un modo que habría enorgullecido a un león.


—¿Podrías dejarla en la entrada? —preguntó esperanzada.


—Ni lo sueñes —repuso Pedro con voz ronca—. Te prometo que me comportaré. Sabes que deseas tomarla.


Pau cortó la llamada y abrió la puerta. Pedro seguía con el móvil en una mano y dos bolsas de plástico en la otra.


—¿Puedo pasar? —preguntó con expresión tímida.


—Sí, de acuerdo —resignada, ella retrocedió y abrió aún más la puerta. Aunque ella no lo estuviera, al menos la cabaña se hallaba razonablemente ordenada.



QUIERO TU CORAZÓN: CAPÍTULO 36

 

Pau abrió los párpados a la mañana siguiente después de pasar una noche larga y miserable, tratando sin éxito de olvidar la escena humillante de la noche anterior. Quiso taparse la cabeza con la manta, pero en vez de eso se sentó y sacó las piernas por el costado de la cama. Le dolía la cabeza, la luz le hacía daño en los ojos, hinchados de tanto llorar, y el movimiento lograba que su estómago se bamboleara como un barco en una tormenta.


Gimiendo, trastabilló hacia el diminuto cuarto de baño, en parte aliviada porque las náuseas le brindaran una razón legítima para faltar al trabajo por encontrarse mal.


No se sentía con valor para encarar a Pedro en ese momento, no después del estallido de la noche pasada. Sólo podía esperar que un día fuera suficiente para dejarlo atrás y fingir que besarlo no había tenido importancia.


Desde luego, no el acontecimiento devastador causante de todo lo sucedido con posterioridad.


La garganta le ardió al recordar la frialdad en el tono de él cuando le había sugerido que esperara hasta que se lo pidiera antes de dar por hecho que quería tener sexo con ella.


El recuerdo volvió a encenderle el rostro ¿Lo había juzgado erróneamente, tal como él afirmaba? Presionó las yemas de los dedos sobre sus sienes palpitantes. ¡No! Movió la cabeza, luego gimió cuando el movimiento reverberó en su estómago. Fueran cuales fueren sus intenciones, el beso lo había afectado tanto como a ella, de eso no le cabía duda.


Encontró un frasco de ibuprofeno en el botiquín y se tragó un par de grageas ayudada con agua. Luego regresó al dormitorio y miró la hora. Rezando para que contestara Nina y no Pedro, llamó al trabajo.


Pedro alzó la vista del diario agrícola que había estado hojeando entre los recorridos que hacía a la parte delantera del edificio para ver si Pau había llegado.


—¿Sí, Nina? —al ver a la contable en el umbral, su tono hosco reflejó el estado de ánimo que lo embargaba.


Si ella lo notó, lo soslayó.


—Ha llamado Pau —expuso—. Tiene la gripe y hoy no va a venir.


Pedro sintió como si de repente le hubieran extraído el aire de los pulmones.


—¿Es todo lo que dijo?


Nina asintió.


—La pobrecilla sonaba cansada.


—De acuerdo, gracias.


Después de que Nina se marchara, giró el sillón para poder contemplar las montañas a través de la ventana. No había dormido mucho, probablemente porque su conciencia lo había mantenido despierto. De camino al trabajo, se había sentido tentado a parar en la floristería, pero no quería hacer nada que potenciara la especulación entre los empleados. Ni que Pau se sintiera aún más incómoda.


Los maquinistas en particular formaban un grupo bullanguero y ya había oído a varios tratar de coquetear con Pau siempre que podían encontrar una excusa para ir a la oficina. No le dirían nada abiertamente a él a pesar de la atmósfera informal en el trabajo, pero la idea de que se pudieran realizar comentarios a espaldas de ella bastaba para incrementar su malhumor. Sentía ganas de empuñar un martillo y descargar su frustración en un trozo de metal.


Llevarle a Paula regalos personales al trabajo quedaba absolutamente descartado.


A las once lo llamó un amigo para preguntarle si quería que almorzaran juntos. Estaba a punto de aceptar con la esperanza de que la distracción mejorara su disposición, cuando tuvo una idea súbita.


—Lo siento, Lee —repuso, mirando su reloj de pulsera—. De hecho, ya estaba saliendo.


Aceptando postergar la comida para finales de semana, cortó; sintiéndose mejor, buscó una dirección. Sin darse tiempo para reconsiderarlo, recogió la cazadora y fue al despacho de Nina.


—Estaré fuera un par de horas —le dijo.


Después de una rápida parada en la droguería y en su charcutería favorita, miró las direcciones que había sacado de Internet y se dirigió fuera de la ciudad.



domingo, 22 de agosto de 2021

QUIERO TU CORAZÓN: CAPÍTULO 35

 


En cuanto Pau huyó de su oficina Pedro se acercó a la ventana y miró en la oscuridad, apenas notando su reflejo en el cristal. Al ceder a la tentación de besarla que había estado carcomiéndolo durante tanto tiempo, no había pensado en cómo podría tomárselo ella.


En ese momento sabía que primero debería haberla llevado a cenar a alguna parte en una cita, no hacer que sintiera que ser abordada íntimamente por su jefe formaba parte de su trabajo.


¿Había confundido un deseo recíproco con la renuencia a poner en peligro su trabajo? Se pasó las dos manos por el pelo y maldijo en voz baja con gran disgusto.


—Perdona.


La reaparición de Paula lo salvó de demorarse en su propia humillación. Despacio, giró la cara con los dedos pulgares firmemente anclados en su cinturón para evitar la tentación de volver a abrazarla.


¿Cómo era posible que cada vez que la miraba quedara aturdido por la belleza de su rostro? A pesar de que se había retocado el maquillaje y arreglado el cabello, no había logrado borrar por completo los vestigios delatadores de una mujer a la que acababan de besar con pasión.


Carraspeó.


—Sobre lo que ha sucedido… —comenzó Pedro.


Al mismo tiempo, Pau entró en el despacho con el bolso en una mano.


—No puede repetirse —declaró—. No mientras trabaje para ti.


Oír que una de sus propias preocupaciones era expuesta en voz alta como una amenaza bastó para hacerle perder los nervios.


—¿Crees que soy una especie de depredador que llegaría a aprovecharse de una de sus empleadas? —demandó.


Sentía como si otra persona hubiera tomado el control de su boca, haciéndolo decir cosas que después lamentaba en vez de ofrecer las disculpas que ella merecía.


Las mejillas de Paula se habían encendido y parecía aturdida.


—No, no es lo que pienso —replicó—. Yo no… —movió la cabeza—. Yo no pienso acostarme contigo.


—Quizá deberías esperar hasta que te lo pidieran. Si esa hubiera sido mi intención ¡te habría invitado a una cena mejor que una pizza la primera vez!


Pau abrió mucho los ojos, que brillaron a la luz con algo muy próximo a las lágrimas, «Dios», dijo él para sus adentros. ¡La había hecho llorar! Antes de que pudiera empezar a farfullar palabras de arrepentimiento, ella giró en redondo y se marchó.


Durante un momento, él sólo pudo permanecer paralizado y mirar boquiabierto la puerta. ¿Qué diablos acababa de pasar?


Su vacilación le había dado suficiente ventaja a Pau como para haber subido a su jeep cuando él llegó al aparcamiento.


Gritó su nombre, pero ella no se detuvo. Frustrado, la observó irse en una nube de polvo.




QUIERO TU CORAZÓN: CAPÍTULO 34

 

Momentos más tarde, ninguno intentó ocultar el hambre que tenía, y devoraron unas porciones calientes llenas de queso y diversos ingredientes.


—¿Por qué no pones a algunos de tus empleados en las fotos? —sugirió Pau al tiempo que se lamía la salsa de un dedo—. Podrías mencionar sus nombres y puestos que desempeñan, incluso podrías mostrarlos trabajando.


Él dio un bocado grande y lo masticó pensativo mientras Pau contenía el aliento.


—En realidad, es una gran idea —respondió al final—. Y probablemente sea más barato que las modelos con bañador.


Ella se contuvo de darle un puñetazo en el brazo y le sonrió.


—Exacto.


—¿Crees que podrás ocuparte de ello —le preguntó él—. Empieza encargando que un fotógrafo saque algunas pruebas para que les eche un vistazo.


Pau trató de no dar un salto de alegría.


—Me encargaré de ello.


Cuando terminaron de comer, la mejilla de Pedro tenía una mancha de salsa. Sin pensarlo, Pau se inclinó hacia él.


—No te muevas —le sostuvo el mentón con los dedos para poder limpiarlo con una servilleta.


Él obedeció.


Paula no se dio cuenta de que se lamía los labios por la concentración hasta que se percató de que la atención de Pedro se había centrado en su boca. Los ojos se le habían oscurecido y la observaba con intensidad.


En el silencio tenso, él alzó la vista y una súbita percepción penetró en la mente de Pau.


—¿Qué voy a hacer contigo? —musitó él, poniéndose de pie.


Antes de que pudiera preguntarle a qué se refería, Pedro se inclinó para capturar sus manos y levantarlas hasta dejarlas al nivel de su cara. Cuando las colocó contra su torso, manteniéndolas allí, Pau pudo sentir los poderosos músculos bajo la camisa y el potente palpitar de su corazón. Anheló introducir los dedos entre los botones y tocarle la piel.


—Quiero besarte —su voz sonó baja y ronca, sus mejillas se encendieron y los ojos entrecerrados brillaron.


Los latidos de Pau fueron como el batir de un tambor. Alzó las manos y las pasó por debajo del cuello de su camisa, como si quisiera agarrarse a la tela si las piernas llegaban a cederle. La recorrió una oleada de anticipación, haciendo que se sintiera como al borde de un peligroso salto al vacío. Pero dispuesta a saltar a pesar de todo, aunque no tuviera nada que amortiguara la caída.


Él frunció levemente el ceño.


—¿Pau?


¿Acaso esperaba su permiso? «Desde luego», comprendió súbitamente. Era su jefe… no quería aprovecharse de forma injusta.


Sin hablar, se acercó más y le rodeó el cuello con los brazos. Antes de que pudiera instarlo a acercarse, él le enmarcó el rostro con suavidad entre las manos y con el dedo pulgar le acarició el labio inferior.


El último pensamiento coherente de ella mientras Pedro le cubría la boca con la suya fue que él no esperara que se pusiera a corregir los textos para la maquinaria en cuanto terminaran.


Le rozó los labios con gentileza, cálidos y suaves, antes de proseguir. Pau se fundió contra él, tensando los brazos, pegando los pechos contra su torso. Lentamente, su exploración se tornó más urgente, y la calidez se volvió calor al profundizar el beso. Ella le dio la bienvenida al contacto de su lengua, acariciándosela con la propia a medida que el deseo le inundaba los sentidos.


Pedro levantó la cabeza, pero sólo para modificar el ángulo del beso. Ella sintió su erección, imposible de ocultar en ese abrazo tan estrecho. Sus caricias se intensificaron, fueron más insistentes y las respuestas de Pau menos contenidas.


Empujó levemente contra su pecho. Él apretó los brazos y un ligero atisbo de aprensión fluyó por el interior de Pau. Estaban solos y ella lo había animado. ¿Y si no le permitía apartarse? Antes de que la preocupación pudiera transformarse en alarma, él aflojó el abrazo. Con un gemido de renuencia que a Pau le resultó perversamente gratificante, él le dio un último beso casi casto en los labios y luego alzó la cabeza.


—Desde el primer día que te vi supe que podrías hacer lo que quisieras con mi determinación —susurró él—. Te subes a mi cabeza como un licor de alta graduación.


Paula no supo si era un cumplido o no. El calor encendido de su piel y la curva relajada de su boca indicaban un apetito que aún no estaba completamente saciado, pero dejó caer los brazos al costado. Debía de haberse dado cuenta de que la había arrinconado contra su escritorio, porque retrocedió para brindarle más espacio.


Con sus sentimientos revueltos, Paula necesitaba unos momentos para sí sola.


—He de ir a buscar algo a mi mesa —se apresuró a decir.


Él señaló la puerta entreabierta y ella huyó del despacho. Pasó de largo ante la recepción y fue a los aseos femeninos.


Al entrar, su reflejo en el espejo fue como una bofetada. Tenía los labios hinchados, las mejillas acaloradas y varios mechones sueltos le acariciaban el cuello.


Su fachada profesional le había sido implacablemente arrancada, dejando sólo la imagen coqueta que tanto se había esforzado en erradicarlo al menos ocultar. ¿Era eso lo que había provocado a Pedro para besarla? ¿No la valoración de su mente o de las ideas con las que había contribuido a la empresa, o incluso la creciente comprensión del negocio, sino su sonrisa de inconciente provocación?


Se sintió invadida por una sensación de fracaso. Tal vez debería sentirse encantada de que quisiera besarla, pero, ¿qué importancia podía tener que estuviera atraído por ella cuando lo hacía por motivos equivocados?


Respiró hondo y abandonó su santuario para ir a enfrentarse a su jefe.


Si creía que estaba dispuesta a proporcionarle un poco de distracción siempre que deseara él un descanso, no le quedaba otra alternativa que ponerle las cosas claras.




QUIERO TU CORAZÓN: CAPÍTULO 33

 

Pau se sintió satisfecha de que Pedro le pidiera que lo ayudara con una presentación para una pequeña convención en Billings. Desde el viaje que habían hecho a Spokane, su actitud hacia ella había cambiado. Se dijo que se debía a que empezaba a verla cada vez más como miembro del equipo y menos como una empleada con todo por demostrar. Al menos esperaba que ése fuera el caso.


—Por lo general no suelo asistir a conferencias tan pequeñas —le explicó después de que Pau regresara a su despacho con dos latas de refresco en las manos—. Cuando empezaba, los organizadores de este acontecimiento me brindaron todo su apoyo. Fue allí donde conseguí mi primer pedido.


No la sorprendió que tuviera sentido de la lealtad. Lo sabía por los comentarios que había oído de otros empleados. Les ofrecía seguro médico gratuito y otros beneficios generosos desde el primer día en que entraban a trabajar en su empresa.


—Billings es mucho menos estresante que las grandes exposiciones de Las Vegas y Colorado —continuó él—. De hecho, es más unas mini vacaciones, la oportunidad de trabajar un poco y recuperar viejas amistades.


Mientras bebía su refresco, Pau se alegró de disponer de la oportunidad de observar las expresiones cambiantes en la cara de su jefe. No tenía que mirar a hurtadillas el modo en que su expresiva boca formaba las diferentes palabras o sus ojos se entrecerraban o iluminaban. Podía estudiar su cara abiertamente, tratando de absorber cada palabra en vez de únicamente el sonido de su voz, profunda y rica. Y un poco demasiado perturbadora.


Ese día llevaba unos vaqueros ajustados, unas botas y una camisa vaqueras. Nunca se había sentido especialmente atraída por la indumentaria vaquera, pero la imagen de Pedro con un sombrero Stetson encargándose del ganado a lomos de un caballo se había convertido en su principal fantasía.


Y ni siquiera sabía si montaba a caballo, aunque le sorprendería que no lo hiciera en la parte del país en que se hallaban. Jamás se había encontrado con él en el establo donde de vez en cuando tomaba clases de equitación.


—Entiendo que desees realizar el viaje —aventuró cuando fue obvio que él esperaba una respuesta—. Suena como lo mejor de dos mundos.


—La venta no es mi parte favorita del negocio —confesó—. En el fondo soy un ingeniero, y la mayor parte del tiempo lo paso en mi taller, pero creo que tú terminarás por mostrar un verdadero talento para ello. Conectas con la gente.


¿Le acababa de insinuar que tal vez algún día se ocuparía de dirigir el departamento de ventas?


—Eso me gustaría.


Pau dejó a un lado el refresco y volvió a dedicarse a repasar los epígrafes que él había escrito para acompañar las fotos en un nuevo folleto. Aunque nunca se había considerado un genio, tenía un don para la gramática y la puntuación, dos temas que Pedro afirmaba no dominar.


—Por eso quiero que me acompañes esta vez —dijo sin apartar la vista de la pantalla del ordenador—. Te ayudará conocer a la gente con la que tratas.


—¿En serio? —ella no supo si sentirse complacida o alarmada, pero sabía de leer su agenda que la conferencia duraba dos días, empezando con un banquete el jueves por la noche—. ¿Volaremos otra vez?


Él movió la cabeza con gesto distraído.


—Me gusta conducir. Sólo son dos horas y los caminos siguen en un estado bastante aceptable.


En silencio asimiló la idea de estar confinada con él en un coche con mucho menos espacio que en un jet privado. También dio por hecho que se alojarían en el mismo hotel.


Ya le había advertido de que habría viajes de vez en cuando, pero eso había sido antes de llegar a conocerlo. Antes de darse cuenta de que le gustaban su personalidad más seria, su pelo negro y sus ojos castaño dorados.


Si no se andaba con cuidado, Alfonso podría representar una amenaza para su bienestar mayor que la de cualquier otro hombre.


—¡La tierra a Pau! —el tono jocoso logró penetrar en sus pensamientos—. ¿Puedes quedarte hasta un poco más esta noche, sólo un par de horas, para ayudarme a acabar con esto? Pediré unas pizzas para que no nos muramos de hambre.


—No hay problema —respondió ella, complacida de ver que realmente parecía escuchar cada vez que aventuraba una opinión, a pesar de que aún le quedaba mucho por aprender.


De un cajón sacó un menú gastado de una pizzería local.


—¿Qué te apetece?


—Todo menos anchoas —indicó ella, tratando de mantener la mente en la pregunta y no en el aspecto que tenía con el pelo cayéndole sobre la frente y la sombra de la barba de un día.


—Coincido contigo en eso —afirmó él—. No soy un fan de las anchoas.


Ella necesitó un momento para recordar el tema, y entonces se negó a sucumbir a su sonrisa. Todos los demás se habían ido a casa y en el edificio reinaba el silencio, haciendo que la oficina pareciera más íntima que de costumbre. Hasta la música ambiental estaba apagada.


Llamó para pedir la pizza y volvieron al trabajo mientras esperaban que llegara. Él había estado enseñándole a usar un programa informático para los folletos y los catálogos. Una vez que terminaran con el diseño, Pedro se lo mandaría por correo electrónico al impresor.


—¿Qué sucede? —preguntó él mientras Pau hojeaba las fotos—. Estás ceñuda.


Paula estudió las fotos del «ladeavacas portátil, una versión más pequeña de la unidad básica que iba montada en un tráiler para usarse durante la recogida del ganado.


—Estas fotos no son muy interesantes —comentó, insatisfecha—. Necesitan algo más para captar la atención del comprador y darles más vida.


Él se reclinó en su sillón y juntó las manos detrás de la cabeza.


—Supongo que podríamos contratar unas modelos en biquini, como algunos de los nuevos anuncios de coches.


Ella le dedicó una mirada gélida.


—¿Explícame cómo encajan unas mujeres en bañador con una maquinaria agrícola?


La sonrisa de él irradió humor.


—A los chicos les gustan sus máquinas y las chicas bonitas, en especial si muestran mucha piel bronceada y cuerpos tonificados. ¿Necesitas más conexión que eso?


Ella movió la cabeza, tratando sin mucho éxito de contener una risa entre dientes.


—Olvida que lo he mencionado.


Llamaron a la puerta.


—La pizza —dijo él, irguiéndose—. Bien, podemos comer en mi despacho. ¿Traes algunos platos y vasos de papel mientras yo le pago al repartidor?



sábado, 21 de agosto de 2021

QUIERO TU CORAZÓN: CAPÍTULO 32

 

—¡Vamos, Hawks! —gritó Mauricio en el salón de la casa de sus padres—. ¡Ya era hora, maldita sea!


El equipo de Seattle al fin había conseguido anotar contra los Rams, poniéndose por delante en el marcador por primera vez en los últimos momentos del partido.


—Ese lenguaje —reprendió su madre desde la cocina.


Pedro y su hermano intercambiaron unas sonrisas.


—Vuestra madre tiene el oído de un murciélago —su padre estaba sentado en un sillón de piel que había sido regalo de navidad de Pedro. Francisco tenía una cerveza en una mano y un cuenco con aperitivos al alcance de la otra en la mesilla.


—¡He oído eso también!


Más risas masculinas flotaron por encima del ruido de la televisión de pantalla plana que les había regalado Mauricio.


No se reunían cada domingo, pero Pedro disfrutaba cuando lo hacían, en particular cuando sus hermanos gemelos, los más jóvenes de la familia, también podían asistir desde la universidad. A pesar de su ausencia ese día, era agradable estar allí. Su madre, Edith, era una magnífica cocinera, y su padre se había relajado bastante desde que «los chicos Alfonso» habían dejado de preocuparle con sus andadas.


Cuando el partido terminó, Mauricio se puso de pie y se estiró.


—Creo que iré a ver si Mia quiere tomar un poco de aire fresco.


Su tono casual y su expresión inocente no engañaron ni por un instante a Pedro, pero contuvo la tentación de mofarse de su hermano mayor, quien seguramente lo habría amenazado con someterlo a cirugía sin anestesia si no dejaba de meterse con él.


—¿Otra cerveza, papá? —prefirió preguntar.


—No, gracias —su padre alzó la botella a medio llenar.


Pedro no era muy bebedor y después de la cena tenía que conducir, de modo que también él la descartó.


—¿Cómo va el trabajo? —preguntó por encima del sonido de las entrevistas postpartido. Su padre era constructor y los cuatro hijos habían pasado muchos fines de semana y vacaciones de verano trabajando en diversas de sus obras.


—Si logramos poner los cimientos antes de que el suelo se enfríe demasiado, seré un hombre feliz.


«No llegará ese día», pensó Pedro, observándolo. Su padre no era de los que veían el vaso medio lleno.


—Mauricio nos ha dicho que está pensando en incorporar a un socio en su trabajo porque está muy ocupado —añadió su padre.


—Es un buen médico —afirmó Pedro—. Le gusta a la gente.


Una incómoda pausa se estableció entre ellos mientras una voz en el televisor alababa las maravillas de la pizza congelada.


—¿Cómo va tu negocio? —preguntó su padre con cierto retraso.


—Bien —Pedro no se molestó en explayarse, ya que jamás había sentido que su elección de carrera fuera tan interesante como la de Mauricio.


Nada superaba tener un hijo doctor cuando se trataba del derecho de unos padres de alardear. Era su madre quien había empujado a los cuatro hijos a la universidad, pero él a menudo se preguntaba qué sentía su padre al ver que ninguno de ellos mostraba interés en hacerse cargo de la empresa familiar algún día.


—Tengo entendido que has contratado a una camarera como tu nueva secretaria —dijo su padre con tono hosco—. ¿Sabe escribir a máquina?


—Primero, Paula trabajaba en el Lounge en el centro hotelero, no en cualquier bar —repuso Pedro—. Y segundo, es mi asistente, no mi secretaria.


—Ya veo —fue todo lo que dijo su padre.


Le preocupó que su padre viera demasiado. Pero antes de que se le pudiera ocurrir un modo de cambiar de tema, la voz de su hermano sonó desde la cocina. Tenía el brazo en torno a la cintura de Mia y las caras de ambos estaban rojas por el frío… o lo que hubieran encontrado para ocupar el breve momento de intimidad del que habían disfrutado.


Pedro sintió un aguijonazo doloroso de envidia por lo que compartían. Mia era una mujer dulce que evidentemente adoraba a Mauricio.


—¿Quieres que ponga la mesa? —le preguntó Mauricio a su madre en un claro esfuerzo por ganar puntos para el postre.


Como era de esperar, lo echaron de la cocina. Cuando volvió a sentarse en el sofá, le dedicó a Pedro una mirada satisfecha. De niños y adolescentes, siempre habían competido entre sí para conseguir la atención de sus padres… siempre que no estaban metiéndose en problemas.


—Le preguntaba a tu hermano por esa mujer que ha contratado —le dijo su padre a Mauricio.


Pedro se puso tenso, con la esperanza de que su hermano no repitiera el comentario de la boda doble.


—Te refieres a Paula —repuso Mauricio—. Siempre he pensado que desperdiciaba su talento detrás de la barra del bar —continuó—. Es una chica inteligente con gran destreza para tratar a la gente. Entiendo por qué Pedro la ha contratado.


Este se sintió aliviado. Debería haber sabido que su hermano no lo delataría ante su padre.


—Me aseguraré de transmitirle tu opinión —dijo—. Hasta ahora, lo está haciendo muy bien en Alfonso International.


Se puso rígido cuando Mauricio le guiñó un ojo.


—¿Te ha contado Pedro que el fin de semana pasado llevó a Pau a la boda de Dario Traub? —le preguntó a su padre con fingida expresión de inocencia.


Las cejas blancas de su padre se enarcaron y miró a un hijo y luego al otro.


—¿Es verdad eso?


—La cena está lista —anunció su madre desde la puerta. Con un bol de ensalada en las manos, le dedicó a Pedro esa sonrisa feliz de mujer que espera ser abuela—. ¿A quien llevaste a la boda? —preguntó—, Pedro, ¿estás saliendo con alguien? ¿Alguien que yo conozca?


—Muchas gracias, hermano —musitó en dirección a Mauricio, que ya se había puesto de pie.


—Haré lo que haga falta para desviar la atención de Mia y de mí —repuso su hermano entre dientes—. Si crees que esto es malo, espera hasta que traigas a una chica a casa.


—¿Qué estáis murmurando? —demandó su madre, mirándolos con suspicacia.


—Nada, mamá —respondieron al unísono, con la práctica y la unión ante un adversario común que daban los años.