Pedro Alfonso estaba sentado en un reservado del Lounge, bebiendo una marca de cerveza de la que nunca había oído hablar. Aún era demasiado temprano como para que el local tuviera más que un par de clientes.
Pensativo, observó a dos turistas sentados a la barra coquetear con la camarera de turno. Cuando ella echó la cabeza atrás y rió por algo que había dicho uno de los turistas, deseó ser capaz de hacer reír de la misma manera a Paula. Casi podía sentir la calidez de su sonrisa, el destello de interés en sus ojos oscuros y grandes.
Esa noche a Paula se la veía especialmente preciosa con el pelo rojo recogido, con bucles y cintas rebotando en todas las direcciones. Era como un pájaro de tonalidades brillantes, llena de vida y energía. Lo que podía parecer excesivo en la mayoría de las mujeres, en ella encajaba a la perfección.
Como el top ceñido y sin tirantes de color plateado y la falda negra corta. ¿Cómo un cuerpo tan pequeño podía estar equipado con unas piernas kilométricas?
Disfrutaba observándolas cada vez que ella salía, de detrás de la barra. Sólo pensar en ella le bloqueaba la mente y hacía que le temblara la lengua en la boca como una trucha en un anzuelo. Se sentía como un crío con su primer amor.
Ceñudo, vio que los dos hombres de la barra se levantaban.
—Oh, vamos, nena, relájate —instó el que llevaba puesta una gorra de béisbol, inclinándose hacia Paula mientras el otro dejaba unos billetes sobre la barra—. Será divertido. Créenos.
Moviendo la cabeza, ella señaló al hombre mayor y calvo que sacaba brillo a las copas en el otro extremo de la barra.
—No sería justo para Moses si me marchara.
El hombre que le había hablado miró alrededor de la sala, iluminada con tenues luces, pasando ante Pedro como si fuera invisible.
—Esto está muerto —corroboró con un movimiento de la mano—. El viejo Moses podrá ocuparse de todo.
Los tres siguieron hablando hasta que una pareja de pelo cano entró y fue a sentarse en un reservado. El hombre miró a Paula con expresión expectante.
Despidiéndose de sus bullangueros admiradores, fue a tomar el pedido de la pareja. Mientras estaba distraída, Pedro respiró hondo y llevó su copa a la barra. Desde que le había llegado la noticia de que Damián y ella habían roto, había estado pensando en abordarla. Repasando una y otra vez en la cabeza lo que le diría. Tratando de no pensar en el hecho de que había salido, aunque brevemente, con su encantador, ingenioso y exitoso hermano antes de mezclarse con Traub.
Nunca se había sentido menos atractivo o más nervioso que cuando Paula regresó después de servirle las copas a la pareja mayor.
—Pedro Alfonso —comentó ella con alegría—. ¿Te sirvo otra cerveza?
Él apenas miró su botella medio llena.
—Estoy servido de momento, gracias —la mente se le quedó en blanco—. Una noche tranquila —soltó, olvidando todos los comentarios ingeniosos que había pensado antes.
—Todavía es temprano —repuso ella—. El negocio se anima más tarde.
—¿Cuándo terminas tu turno? —preguntó Pedro, al tiempo que se ruborizaba—. Yo, eh, no pretendía que sonara como ha sonado —añadió.
Tiró su botella de cerveza, aunque la capturó antes de que se vertiera el líquido. Ella movió la cabeza. La luz tenue hizo que las mechas rojizas de su cabello titilaran.
—No te preocupes, Pedro —le palmeó la mano—. No me lo he tomado mal.
Sintió ese contacto fugaz por todo el brazo hasta los pies. Probablemente le disparó la presión arterial al tiempo que le aflojaba la lengua. Se dijo que era ese momento o nunca.
Paula miró por encima de su hombro hacia un cliente que se había levantado de su mesa para marcharse.
—Buenas noches, señor Sinclair —saludó antes de volver a centrar su atención en Pedro—. Ahora vuelvo.
Él se volvió para admirar el contoneo de sus caderas mientras iba a recoger la cuenta, limpiaba la mesa y se llevaba la copa usada. Dejándola detrás de la barra, regresó junto a él.
Pedro se secó las manos húmedas sobre los pantalones.
—¿Te gusta trabajar aquí? —preguntó. Desde luego se llevaba bien con los clientes, a veces demasiado bien.
Ella se encogió de hombros.
—Es mejor que mi último trabajo en la oficina de la gestoría —puso los ojos en blanco—. Aburrido.
Pedro rió con ella. Mientras hablaran de trabajos y carreras, se encontraba en terreno sólido. El suyo era el mundo de un hombre de negocios que había levantado su empresa de una idea, un invento inteligente, hasta convertirlo en una marca bien conocida en los círculos ganaderos de todo el país y parte del extranjero.
Cuando intentaba cruzar al otro lado, a la arena social de la conversación trivial y el coqueteo, se metía en arenas movedizas. Y nunca tanto como cuando hablaba con Paula.
—¿Has pensado alguna vez en cambiar de trabajo? —preguntó.