Paula nunca había imaginado que existiera tal éxtasis y, mientras las olas de placer se retiraban y recuperaba el aliento, una sonrisa iluminaba su rostro. Le gustaba sentir el peso de Pedro sobre su cuerpo, los fuertes latidos de su corazón sobre el suyo.
—Peso demasiado…
—No, está bien.
Paula intentó sujetarlo, pero él se levantó para ir al cuarto de baño y volvió unos segundos después, su alta figura cubierta de sudor.
—Vuelve a la cama.
Pedro obedeció, apoyándose en un codo para mirarla, y Paula levantó una mano para apartar el pelo de su frente.
—Yo no sabía que pudiera ser tan… —no encontraba palabras—. Te quiero.
Era tan magnífico, tan perfecto, tan increíble.
—¿Por qué no me habías dicho que eras virgen?
—¿Eso importa? Ahora estamos casados.
—Pero estuviste prometida hace algún tiempo, ¿no?
Paula lo miró, sorprendida. Ella no se lo había contado…
—¿Cómo lo sabes?
—Debió contármelo alguien —contestó él, evasivo—. Pero eso da igual. Deberías habérmelo dicho tú.
—¿Por qué? ¿Te habrías negado a hacer el amor conmigo de haberlo sabido? —bromeó Paula, pasando un dedo por su torso.
—Sí... no… pero habría tenido más cuidado.
—Bueno, tendrás cuidado la próxima vez —sonrió ella, acariciando su espalda.
Riendo, Pedro la tumbó sobre la cama.
—Para ser tan inocente, tengo la impresión de que vas a aprender muy rápido.
—Eso espero —murmuró Paula, tomando su cara entre las manos—. ¿Cuándo empieza la segunda clase?
La sensual sonrisa masculina hizo que se estremeciese de nuevo.
—Creo que he despertado a una tigresa dormida. Pero lo primero que debes saber es que el macho tarda más tiempo en recuperarse que la hembra. Aunque, con un poco de aliento, el tiempo de espera puede ser reducido…
—¿Así? —sonrió ella, inclinando la cabeza para besar sus labios, su garganta y, por fin, una de sus tetillas.
No se cansaba de tocarlo, de besarlo. Pasó luego una mano por su firme torso, los dedos siguiendo la línea de vello oscuro hasta su ombligo y más abajo, para explorar su masculinidad… y pronto la espera había terminado.
El tiempo no existía mientras exploraban el ansia, la profundidad y la exquisita ternura de su amor. Se bañaron y volvieron a hacer el amor, durmieron y volvieron a hacer el amor...
Cuando abrió los ojos, Pedro estaba de pie al lado de la cama, con una taza de café en la mano. Medio dormida, Paula sonrió.
—Estás despierto. ¿Qué hora es?
—La una —contestó él, dejando la taza sobre la mesilla para darle un beso.
—¿La una de la mañana? Vuelve a la cama…
—La una de la tarde.
—¡No! —Exclamó Paula—. Tengo que levantarme.
Iba a hacerlo, pero se dio cuenta de que estaba desnuda y, riendo, se cubrió con el edredón.
Pedro hizo una mueca. Estaba tan bonita, el pelo rubio sobre la almohada, los labios hinchados por sus besos…
Él se había acostado con algunas de las mujeres más bellas del mundo, pero ninguna podía compararse con Paula Chaves. Ella era la perfección hecha mujer. Y sabía que la pasión que habían compartido esa noche quedaría grabada para siempre en su memoria. Era virgen y debería haberse controlado un poco más. Lo había intentado, pero…
Después de la segunda vez, se dejó llevar. Paula era, como había imaginado, una mujer apasionada. Se encendía en cuanto la tocaba y eso le encendía a él.
Y lo más asombroso era que, en un momento, había aprendido qué botones pulsar para hacer que también el perdiese la cabeza. Era una mujer de gran sensualidad…
Lo único que no había esperado era que fuese virgen. El hombre con el que había estado prometida debía ser un eunuco o un santo.
Le parecía increíble ser su primer amante porque él nunca se había acostado con una virgen. La inocencia no lo había atraído nunca; prefería a las mujeres experimentadas y, sin embargo, estaba asombrado por aquella experiencia erótica. Si era sincero, debía admitir que sentía cierta masculina satisfacción, cierto orgullo de que Paula se hubiera entregado sólo a él.
Él no creía en el amor, pero había algo increíblemente seductor en que su mujer creyera en ese sentimiento. Había pensado revelarle la verdadera razón de su matrimonio después de acostarse con ella, pero ya había descartado la idea en el avión. Y ahora, después de descubrir lo inocente que era, tendría que ser tonto para desilusionarla. Él no era tonto y daba las gracias al cielo por haber mantenido la boca cerrada.
Se ponía duro sólo con mirarla y tenía que luchar contra la tentación de volver a meterse en la cama con ella, cautivado por cada uno de sus gestos, cada una de sus sonrisas.
— Tómate el café, anda. Te espero en el salón cuando te hayas vestido. Después de comer te enseñaré el barco y te presentaré a la tripulación.
Pedro se dio la vuelta y salió del camarote porque si se quedaba… si se quedaba no respondía de sí mismo.