Salvaje y abandonada, estaba jadeando, con un increíble deseo de sentir su cuerpo sobre ella, dentro de ella. La sensual presión de sus labios, el roce de su lengua imitando los movimientos del acto sexual hacían que estuviese a punto de explotar. Cuando Pedro se colocó entre sus piernas, murmuró su nombre mientras se arqueaba para recibirlo.
Cuando, sin poder evitarlo, hizo una mueca de dolor, vio un brillo de sorpresa en sus ojos y notó que empezaba a apartarse, pero lo retuvo enredando las piernas en su cintura. No podía dejarlo ir ahora que estaba dentro de ella por fin.
—Te deseo… te deseo tanto… te quiero.
Notó que contenía el aliento y sintió los fuertes latidos de su corazón, la tensión en cada músculo de su cuerpo. Luego empezó a moverse, despacio primero, apartándose para volver a entrar después.
Milagrosamente, su sedosa cavidad se ensanchaba para acomodarlo.
Paula estaba perdida para todo lo que no fuera el disfrute de esa posesión.
Las indescriptibles sensaciones, la fricción de sus cuerpos, las palabras susurradas, los jadeos… la llevaron a un sitio desconocido al que, sin embargo, estaba deseando llegar.
Clavó las uñas en su espalda mientras Pedro empujaba cada vez con más fuerza y gritó al sentir algo que sólo podía ser descrito como convulsiones internas. Oyó que él dejaba escapar un gemido ronco y, obligándose a abrir los ojos, vio cómo se estremecía con la fuerza del orgasmo.
Paula dejó que se apoyase en ella. Su peso, un recordatorio del poder y la pasión, del amor que le había dado. Pedro era su marido, pensó, con una sonrisa en los labios.
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