Pedro salió del ascensor y atravesó el pasillo que conducía al bar y al restaurante. Buscó con la mirada al hombre con el que había quedado para cenar, Javier Cortez, pero no lo vio. Parecía que había llegado antes que él, se dijo dirigiéndose al bar.
Cortez era primo de los Medina, una familia real cuyo reinado en un país europeo había acabado con un violento golpe de Estado. Los Medina y sus parientes se habían exiliado a Estados Unidos, y habían vivido en el anonimato hasta que un medio de comunicación había descubierto su identidad el año anterior.
Cortez había servido como jefe de seguridad de uno de los príncipes antes de que saltara la noticia, y ahora era el encargado de las medidas de seguridad de toda la familia. Para Pedro, que los Medina se convirtieran en sus clientes, sería todo un logro.
Se encaramó a uno de los taburetes de la barra del bar, y le pidió al camarero una botella de agua mineral con gas. No quería tomar alcohol esa noche.
Aviones Privados Alfonso era todavía una compañía relativamente pequeña, pero gracias a un contacto había conseguido aquella reunión con Cortez: la hermana de la esposa de su primo estaba casada con un tipo apellidado Landis, y uno de los hermanos de éste estaba casado con una hija ilegítima del defenestrado rey.
Una de esas cosas que le hacían pensar a uno que el mundo era un pañuelo. El caso era que gracias a aquello había conseguido esa reunión, y ahora todo dependía de él. Igual que le había dicho a Paula. ¿Paula? ¿Por qué había pensado en Paula en ese momento?
Sí, era una mujer atractiva, se había dado cuenta nada más subir al avión, y había logrado mantener esa atracción bajo control hasta que la había pillado mirándolo cuando estaba desvistiéndose. La ola de calor que lo había invadido no era precisamente lo que le convenía antes de una cena de negocios.
Pero necesitaba su ayuda, así que le costara lo que le costara tenía que conseguir luchar contra esa atracción. Sus hijos eran su prioridad número uno.
En ese momento se oyó el ascensor, y de él salió Cortez. La gente empezó a murmurar. Todavía no se había diluido la novedad de tener a miembros de la realeza europea allí. Cortez, de unos cuarenta años, avanzó con paso firme hacia él, que se había puesto de pie y le había hecho una señal para que lo viera.
–Siento llegar tarde, señor Alfonso –le dijo tendiéndole la mano cuando llegó junto a él.
Pedro se la estrechó.
–No se preocupe, sólo han sido unos minutos.
Volvió a tomar asiento y el Cortez se sentó junto a él y pidió un whisky.
–Le agradezco que se haya tomado la molestia de venir hasta aquí para reunirse conmigo –dijo mientras le servían–. A mi mujer le encanta este sitio.
–Lo comprendo, tiene mucha historia.
Y también es un buen sitio para llevar a cabo negociaciones, cerca de la isla privada de los Medina, a unos kilómetros de la costa de Florida.
A él, sin embargo, no lo habían invitado aún a aquel sanctasanctórum. Las medidas de seguridad eran muy estrictas. Nadie sabía la localización exacta, y pocos habían visto la fortaleza que había en la isla. Los Medina tenían un par de aviones privados, pero a medida que la familia crecía con matrimonios e hijos se iban quedado cortos para sus necesidades de transporte.
Cortez tomó un sorbo de su bebida y la depositó sobre el posavasos.
–Como mi mujer y yo estamos aún técnicamente de luna de miel le prometí que nos quedaríamos unos días más. Ya sabe, para que pueda ir de compras y disfrutar del sol de Florida y de la piscina antes de que regresemos a Boston.
–Ah, ya veo –murmuró Pedro, sin saber qué decir.
–Creo que ha venido usted con sus hijos y su niñera.
A Pedro no le sorprendió que lo supiera. Sólo llevaban una hora en la ciudad, pero seguramente Cortez no acudía a ninguna cita sin tantear el terreno y tenerlo todo bajo control por motivos de seguridad.
–Sí, bueno, me gusta poder pasar con mis hijos todo el tiempo que puedo, y no quería dejarlos atrás, así que por eso los he traído junto a nuestra Mary Poppins particular.
Cortez se rió.
–Excelente. Sé que habíamos quedado para cenar y hablar de negocios, pero mi esposa se ha empeñado en que la lleve a un espectáculo, así que confío en que no le importe que lo pospongamos.
Justo lo que menos necesitaba, tener que prolongar su estancia allí. Y a saber si la cosa se alargaría aún más…
–Por supuesto, no hay problema.
Cortez apuró su copa, pagó las bebidas de ambos, y los dos se levantaron y se dirigieron al ascensor.
Cortez, que según parecía también se alojaba en el ático del hotel, pasó la tarjeta por la ranura del panel lector, y cuando las puertas se hubieron cerrado y empezaron a subir le dijo:
–A mi esposa y a mí nos gustaría desayunar con usted y con sus hijos mañana por la mañana. Y puede traer también a la niñera, por supuesto. ¿Le va bien sobre las nueve?
Lo que faltaba… Desayunar en un restaurante con un niño pequeño podía ser un infierno, conque con dos…
–Eh… sí, claro, a las nueve.
El ascensor se detuvo, y las puertas se abrieron.
–Estupendo, pues allí nos veremos.
Salieron del ascensor, y Cortez tomó hacia la derecha mientras Pedro tomaba hacia la izquierda.
Cuando estaba acercándose a la puerta de la suite, a Pedro le pareció oír un chillido de uno de sus pequeños. ¿Se habría hecho daño? Preocupado, apretó el paso y se apresuró a abrir la puerta para encontrarse con Paula, que llevaba a un bebé en cada cadera, los dos recién bañados y mojados. Tenía las mejillas sonrosadas y le sonrió.
–No sabes lo que me ha costado atraparlos –dijo jadeante–; para estar empezando a andar son muy rápidos.
Pedro alcanzó una toalla del brazo del sofá y la abrió.
–Pásame a uno.
Paula le tendió a Baltazar, y Pedro tuvo que hacer un esfuerzo para no quedarse mirándola embobado. Tenía la blusa empapada, y la tela se le pegaba al cuerpo, resaltando sus curvas. ¿Quién habría pensado que Mary Poppins podría ganar un concurso de camisetas mojadas?