Pedro había creído tener calada a Paula, pero después de pasar el día con ella en el pueblo, comenzaba a preguntarse si la idea que se había hecho de ella sería acertada.
El primer indicio había sido cuando había llegado a su puerta a las diez de la mañana exactas, dando por hecho que tendría por delante una espera de quince o veinte minutos mientras ella se terminaba de arreglar. Era una especie de juego que les gustaba a las mujeres pero Paula abrió la puerta vestida con unas discretas bermudas de algodón, un suéter sin mangas, unas cómodas sandalias y un sombrero de paja, lo que sin duda quería decir que estaba preparada para salir. Con la cámara de fotos colgada al cuello, la bolsa de bebé en un hombro y su hija apoyada en la cadera, parecía más una turista que una cazafortunas ansiosa por convertirse en reina.
Sus sospechas no hicieron sino crecer cuando vio el modo en que compraba, o más bien el modo en que no lo hacía. Con la intención de cuidar del rey, Tatiana había avisado a Pedro de que su padre había pedido una tarjeta de crédito para Paula con un límite completamente desorbitado. Pero después de haber estado por lo menos en una docena de tiendas de todo tipo, en las que la había visto admirar la ropa de diseño y mirar con verdadero deseo un modesto par de pendientes artesanos, solo había comprado una camiseta para su hija, una postal que quería enviarle a su mejor amiga de Los Ángeles y una novela romántica de bolsillo, un placer inconfesable, según le había explicado con una ligera sonrisa. Y todo ello lo había pagado en efectivo. La sorpresa había sido aún mayor cuando la había oído hablar con uno de los dependientes y había descubierto que hablaba su idioma con absoluta fluidez.
–No me habías dicho que hablaras varieano –le dijo al salir de la tienda.
–No me lo habías preguntado –respondió ella encogiéndose de hombros.
Tenía razón y eso le desconcertó un poco más, como el resto de cosas que estaba descubriendo de ella. Era una mujer de mundo con una amplia cultura, pero en sus ojos aparecía un deleite infantil y una enorme curiosidad cada vez que veía algo nuevo. Le hizo un millón de preguntas y su entusiasmo era tan contagioso, que incluso él empezó a ver el pueblo con otros ojos.
Era inteligente, aunque caprichosa y a veces incluso un poco voluble. Serena y elegante, pero al mismo tiempo encantadoramente torpe, pues de vez en cuando se chocaba contra el umbral de alguna puerta, con algún otro peatón o se tropezaba con sus propios pies. Pero en lugar de enfadarse, Paula se echaba a reír o pedía disculpas a quien fuera.
También tenía la interesante costumbre de decir exactamente lo que pensaba en el mismo momento en que lo pensaba, lo que hacía que a veces se pusiera en vergüenza a sí misma o otra persona.
Veinticuatro horas antes habría estado encantado de no tener que volver a verla, pero ahora, sentado frente a ella en una manta, a la sombra de un olivo junto al muelle, comiendo salchichas, queso y pan tostado, con Mia balanceándose a su lado, debía admitir que estaba experimentando una desconcertante combinación de perplejidad, desconfianza y fascinación.
–Deduzco que tenías hambre –comentó mientras la veía meterse en la boca el último trozo de queso.
–Tengo tendencia a la hipoglucemia, así que tengo que comer cinco o seis veces al día. Por suerte, tengo un metabolismo muy rápido que no me deja engordar. Un motivo más para que me odien las mujeres.
–¿Por qué habrían de odiarte?
–¿Estás de broma? ¿Una mujer con mi aspecto, que puede comer todo lo que quiera sin engordar ni un gramo? Hay gente que lo considera un delito imperdonable, como si yo pudiera controlar mi belleza o la gestión de las calorías que hace mi cuerpo. No sabes las veces que deseé ser más normal durante la adolescencia.
El hecho de que reconociera su propia belleza debería haberla hecho parecer arrogante, pero lo decía con tal desprecio, que sintió cierta lástima por ella.
–Yo pensaba que todas las mujeres deseaban ser guapas –dijo él.
–Y así es la mayoría de las veces, lo que no quieren es que otras mujeres lo sean también. No les gusta tener competencia. En el instituto yo era muy popular, así que no tenía amigos de verdad.
En su enésima caída, Mia acabó sobre la pierna de Pedro, levantó la mirada hacia él y sonrió, él no pudo evitar sonreír también. Tenía la sensación de que sería tan bella como su madre.
–Las chicas se sentían intimidadas por mí. Cuando por fin se daban cuenta de que no era ninguna esnob y empezaba a entablar relación con gente, llegaba el momento en el que mi padre volvía a trasladarnos y tenía que empezar de nuevo en otra escuela.
–¿Os mudabais a menudo?
–Por lo menos una vez al año. Mi padre es militar.
Le costaba creerlo. La había imaginado en un barrio residencial, con una madre guapa y superficial y un padre ejecutivo que la malcriaba. Parecía que se había equivocado en muchas cosas.
–¿En cuántos lugares has vivido? –le preguntó.
–En demasiados. Mi padre viajaba mucho. Vivimos en Alemania, Bulgaria, Israel, Japón e Italia y, dentro de Estados Unidos, en once bases de ocho estados diferentes. Todo eso antes de cumplir los diecisiete años. En el fondo creo que todos esos traslados no eran más que una manera de afrontar la muerte de mi madre.
Le sorprendió que también hubiera perdido a su madre.
–¿Cuándo murió?
–Cuando yo tenía cinco años. De una simple gripe.
La muerte de su madre, la injusticia que suponía, lo había dejado envuelto en una nube negra de la que sentía que nunca podría salir. Sin embargo Paula parecía tener siempre una actitud positiva.
–Solo tenía veintiséis años –siguió contándole.
–Era muy joven.
–Fue muy inesperado. Fue empeorando cada vez más y cuando fue al médico para que le dieran algún tratamiento, resultó que tenía neumonía. Mi padre estaba destinado en el Golfo Pérsico. Creo que nunca se ha perdonado el no haber estado con ella.