Aquella noche, Pedro estaba apoyado en la pared del establo, mordisqueando una paja. Se trataba de la última fiesta que se celebraba por la noche, para los turistas que iban a abandonar el rancho el domingo. Todo el mundo estaba pasándolo bien, excepto Alfonso.
Paula estaba bailando una polca con Augusto Steele y ambos reían como nunca. La conciencia de Pedro se puso furiosa: parecía como si Paula fuese la prometida de Steele. Aunque, realmente tampoco era la suya.
Había estado poco pendiente de Alfonso durante la velada. Sin embargo había hablado y bailado con casi todo el mundo. Se había ocupado de que todos los invitados bailasen por lo menos una vez, y de que hasta los más tímidos no se quedasen sin pareja.
Todos los hombres solteros estaban embobados observándola y parte de los casados, también.
De repente, aparecía al lado de Alfonso, pero en seguida salía corriendo a bailar.
Pedro estaba celoso, porque Paula estaba compartiendo muchas canciones con Augusto y sus hijos. Estaba claro que Steele era la pareja perfecta para Paula.
Era un hombre amante de la familia. Le encantaban los niños, y con Paula habría tenido una docena más. Había crecido en un rancho y conocía el negocio por dentro y por fuera. En la actualidad, se dedicaba a la cría de caballos. Los abuelos de Paula le tenían mucho cariño. Y para colmo, vivía en la finca de al lado…
Pedro detestaba sentirse celoso: era la táctica de su madre, que se había pasado la vida flirteando con otros hombres para fastidiar a su padre. De ese modo, le había hecho sentirse un fracasado como marido y como persona.
Para calmarse, bebió un poco de limonada. Paula no sería capaz de portarse así con él, ¿o, estaba equivocado? Mientras Alfonso seguía el torbellino de la vaquera, la pregunta se mantenía en su cerebro, sin descanso.
—¡Oh, cielos! Me encanta bailar la polca —dijo Paula entusiasmada, abanicándose con las dos manos.
—Ya lo veo —arguyo Augusto, frotándose la rodilla derecha—. Casi no puedo seguirte, eso quiere decir que me estoy haciendo viejo.
—Pobrecito… —dijo Paula sonriendo y dándole una palmada en le mejilla, que le sentó a Pedro como una patada en la espinilla—. No puedes parar ahora, teniendo en cuenta que llevamos veinte años perfeccionando el estilo.
—Pedro, por favor, sálvame —exclamó Augusto cuando descubrió a Alfonso, medio escondido en una esquina—. El próximo baile es para vosotros dos.
—Gracias —murmuró Pedro.
Paula rió de buena gana. Su amigo siempre se quejaba cuando bailaban juntos, pero ella nunca le hacía caso.
—No te pierdas la próxima polca: verás en acción a un auténtico agente de bolsa, llamado Pedro Alfonso…
Pedro paró a Paula por el codo y le susurró:
—Me tendrías que pedir este baile, Paula. Estaría encantado de concedértelo.
La vaquera no entendió lo que quería decirle Alfonso.
—Hemos bailado varias canciones. ¿Qué es lo que ocurre?
—Nada —respondió Pedro, molesto.
Ante ese panorama, Augusto se despidió y fue a buscar a los niños, para volver a casa.
—Nos veremos el próximo fin de semana —dijo la vaquera.
—Mañana por la mañana, estaré por aquí, tengo que tratar un asunto con Samuel.
Cuando Steele se alejó, Paula dio media vuelta hacia Pedro.
—¿Se puede saber qué es lo que te pasa? Has estado toda la noche en un rincón y con aire ausente —quiso saber Paula.
—¿Yo? —dijo Pedro, sorprendido.
—Te has portado altivamente, sin querer hablar con nadie. Pensé que habías cambiado desde que llegaste a Montana, pero ya veo que no ha sido así.
—Y yo creía que un novio tenía derecho a pasar más de cinco minutos por hora, con su prometida. Sin duda, estaba en un error.
—Eres… —murmuró Paula, dejándole con la palabra en la boca y volviendo a la pista de baile.
¡Menuda cara tenía ese hombre! Un compromiso falso no le daba ningún derecho sobre ella. Ni siquiera un auténtico compromiso, la haría cambiar de actitud con los invitados.
—Espera un momento, Paula.
La vaquera lo miró y giró hacia él.
—¿Qué quieres?
—Perdona, no tendría que haber hablado de nuestro compromiso.
—Por supuesto que no. No soy de tu propiedad y te recuerdo que no estamos prometidos. Todo esto no es más que una broma que te has inventado para divertirte y está claro que no debía haberte seguido el juego.
—De acuerdo —respondió Pedro, tratando de calmarse antes de hablar—. Pero no se puede decir que disfrute sintiendo celos, no esperaba que recurrieses a ese tipo de devaneos conmigo.
—¿Qué devaneos? —preguntó Paula, anonadada.
—Has estado flirteando con todos los hombres de la fiesta. ¿Cómo querías que me sintiese?
—No estaba flirteando, estaba haciendo mi trabajo. Por si te interesa, aún trabajo para el rancho —dijo Paula, agresivamente—. Lo que hacía era intentar que todos los invitados estuviesen cómodos y relajados, como en su casa.
—Sí, pero Augusto y tú…
—Para mí, Augusto es como mi hermano mayor: somos amigos y nada más. Además, desde que perdió a su esposa, no se le ha visto con otra mujer.
—Quizá he metido la pata —dijo Pedro, confuso.
—¿No me digas? —dijo Paula, con los brazos cruzados y derramando un par de lágrimas cálidas—. No paras día a día para conseguir tu objetivo conmigo. Pero al mismo tiempo, tampoco paras de decirme que no tienes la intención de casarte, y menos conmigo.
—Intenta comprenderme —le insistió Pedro—. Tus abuelos son el único matrimonio bien avenido que conozco en el mundo. Siempre había pensado que ese tipo de unión no podía existir.
—Lo comprendo, pero, ¿sigues pensando que tienes derecho a sentirte celoso? Yo siempre he sido muy clara contigo: mi intención era poseer el rancho, casarme y tener hijos. ¿Por qué iba a querer ponerte celoso?
—Querida…
—No me llames así y déjame en paz.
La vaquera pensaba que todos los hombres eran iguales. Su hermana Lorena había tenido suerte: su prometido era un auténtico calavera, fácil de identificar y de mandarlo a paseo. Los hombres como Pedro primero eran agradables, pero luego te partían el corazón.
Paula subió el camino que llevaba a la casa principal, pero se quedó sentada en el balancín del porche. Allí podía tener un momento de intimidad, observando el panorama del rancho apaciblemente.
Pedro podía volver a Seattle con toda tranquilidad.
No pensaba volver a verlo nunca más.
Pedro permaneció en la fiesta. Su ego se había visto amenazado y lo había pagado con Paula, de nuevo. ¡Pero es que había sido tan cariñosa con Augusto! La vaquera debería haber sido consciente de que él la estaba mirando…
—¿Pedro?
¡Qué espanto! Se trataba de Gabriela Scott. Con la paciencia al límite, la saludó brevemente.
—Hola.
—¿Dónde está Paula? Necesito hablar con ella.
—No se encontraba muy bien y se ha marchado a su casa.
—¡Oh! Voy a verla, a ver cómo está —se empeñó Gabriela.
Realmente, era lo último que necesitaba Paula en ese momento, enfrentarse a esa arpía, pero él no pensaba mover ni un dedo por ninguna de las dos mujeres…