jueves, 18 de marzo de 2021

TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 29

 


ALGUIEN estaba llamando a la puerta de su dormitorio. Rápidamente, Pau sacó el sombrero de la bolsa de viaje y agarró su bolso antes de dirigirse a abrir la puerta. De algún modo, consiguió librarse de los pensamientos que tanto la turbaban y pudo dedicarle una sonrisa a la doncella que la estaba esperando.


La doncella la acompañó a un comedor en que se había servido un bufé en una elegante mesa auxiliar. Había tres servicios colocados sobre la impecable mesa de caoba. La razón se hizo aparente cuando Pedro entró en el comedor acompañado de un hombre más joven, de cabello oscuro y muy guapo. Él le dedicó a Pau una cálida sonrisa de apreciación en cuanto la vio.


Pedro los presentó.


–Paula, Ramón Carrera. Ramón es el capataz de la finca –dijo. La cálida sonrisa de Ramón se desvaneció un poco al escuchar las siguientes palabras de Pedro–. Paula es la hija de Felipe. Vamos a comer –añadió, mientras se dirigía a la mesa del bufé.


Mientras tomaba un plato para servirse, Pau reflexionó por la inesperada presentación de Pedro, en la que había dicho abiertamente que ella era la hija de su tío adoptivo y reconociéndola así por tanto como un miembro de la familia. Escuchándolo, cualquiera hubiera pensado que no había habido secreto alguno sobre ella o problema para reconocerla como tal. ¿Por qué lo había hecho? Seguramente para que nadie se pensara que tenía una relación con ella. Por supuesto, siendo el hombre que era, no quería que nadie pensara algo semejante. Después de todo, había dejado bien claro la antipatía que sentía hacia ella.


Después de comer, mientras los dos hombres hablaban sobre asuntos relacionados con la finca siguió pensando en el porqué el hecho de que él la hubiera presentado como la hija de Felipe para que nadie pensara que tenía una relación con ella le molestaba tanto.


–Aún no ha probado nuestro vino –oyó que decía Ramón–. Es un nuevo Merlot que acabamos de empezar a producir aquí.


Como se esperaba que hiciera, Pau se llevó la copa a los labios y, tras aspirar el intenso aroma, tomó un sorbo.


–Es excelente –le dijo sinceramente a Ramón.


–Es Pedro quien se merece sus elogios y no yo –replicó Ramón con una sonrisa–. Fue idea suya importar algunas viñas nuevas de unos terrenos en Chile sobre los que está interesado para ver si podíamos conseguir el excelente vino que producen allí.


–El que hemos producido aquí es único en esta zona –comentó Pedro participando en la conversación–. Algunos de los aromas de nuestra tierra se han visto incorporados al vino.


Pedro dijo que quería producir un Merlot que le recordara a un paseo a caballo entre los campos de la finca en una cálida mañana de primavera –explicó Ramón muy entusiasmado–. El resultado ha sido muy bien recibido. Creo, Pedroque deberíamos haberle puesto el nombre de la hermosa hija del señor Felipe –añadió, tras dedicarle a Pau una mirada de admiración.


Pedro se sintió como si alguien le apuñalara en el vientre al ver cómo Pau sonreía afectuosamente a Ramón. No había mencionado que hubiera ningún hombre en su vida, pero, aunque lo hubiera, dado que sabía la clase de mujer que era, seguramente no creería necesario conformarse con uno, en especial cuando estaba a tantos kilómetros de distancia de él.


Se puso en pie repentinamente y anunció con brusquedad:

–Creo que deberíamos marcharnos. Ya me informarás sobre ese problema del sistema de irrigación esta noche, Ramón. Si hay que llamar a un ingeniero para que lo repare, preferiría que fuera mañana, mientras yo aún estoy aquí.


–Iré a ver qué está ocurriendo –dijo Ramón poniéndose de pie.Inmediatamente, se acercó a Pau y la ayudó a levantarse con un gesto muy cortés.


Entonces, se excusó y se marchó, dejando a Pedro y a Paula a solas. Los dos salieron del castillo bajo el cálido sol de media tarde. Pau se sorprendió al ver que Pedro le agarraba el brazo para conducirla hasta el coche, dado que había pensado que la casa de su padre estaría a una corta distancia del castillo.




TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 28

 


Al llegar a la puerta principal del castillo, Pedro detuvo el coche. Un empleado de cierta edad los estaba esperando para darles la bienvenida al amplio vestíbulo de mármol. El ama de llaves, que sonreía mucho más afectuosamente que Rosa, la acompañó a su dormitorio después de que Pedro anunciara que su invitada podría querer refrescarse un poco mientras él hablaba con el encargado.


–Dado que es casi la hora de comer, sugiero que retrasemos nuestra visita a la casa de Felipe hasta después de almorzar.


La palabra «sugerir» en el vocabulario de Pedro significaba realmente una orden. Pau se vio obligada a asentir con la cabeza y aceptar su dictado a pesar de que se moría de ganas por ver la casa de su padre.


Un par de minutos más tarde, siguió al ama de llaves a lo largo de un amplio pasillo, cuyo techo estaba decorado con elaborados diseños de escayola y cuyas paredes vestidas de papel rojo exhibían retratos de familia.


Casi habían llegado al final del pasillo cuando el ama de llaves se detuvo y abrió una puerta doble que quedaba frente a ella. Entonces, le indicó a Pau que entrara.


Si el dormitorio de la casa de Granada le había parecido enorme y elegante, no sabía cómo podría describir aquél. Dejó su bolso de viaje en el suelo y se quedó sin palabras al contemplar el que seguramente era el dormitorio más opulento que había visto en toda su vida.


Festones de querubines adornaban el lujoso dosel de la cama mientras que en el techo las ninfas y los pastores se enfrentaban en una deliciosa pastoral retratada en tonos pastel. Una elaborada escayola dorada adornaba las paredes.


Todos los muebles eran de color crema. Sobre la cama, había una colcha dorada de la misma tela de las cortinas. Entre dos enormes puertas de cristal que daban a estrechos balcones, había un escritorio con su butaca. En un rincón, había una mesa baja sobre la que se apreciaba una selección de revistas. A pesar de que no entendía mucho de decoración, Paula sospechaba que la alfombra era probablemente una pieza de valor incalculable que se había tejido especialmente para aquel dormitorio.


–Su baño y su vestidor están por aquí –le dijo el ama de llaves, indicando unas puertas a ambos lados de la cama–. Le enviaré una doncella para que la acompañe al comedor dentro de diez minutos.


Tras darle las gracias, Pau esperó hasta que la puerta se hubo cerrado antes de ir a investigar el cuarto de baño y el vestidor.


El baño era muy tradicional, con suelos y paredes de mármol y una enorme bañera además de una ducha del más moderno estilo. Había todos los productos imaginables a disposición de quien se alojara allí, además de esponjosas toallas y de un igualmente suave albornoz.


El vestidor estaba alineado de espejos que ocultaban armarios empotrados lo suficientemente grandes para albergar los guardarropas enteros de varias familias e incluso contaba con una chaise longue. ¿Sería para que el compañero de la dama que durmiera en aquel dormitorio pudiera sentarse allí y ver cómo ella desfilaba delante de él con carísimas ropas de diseño? Sin poder evitarlo, se imaginó a Pedro reclinado contra la tapicería dorada, extendiendo la mano para tocarle un hombro desnudo, mirándole la boca mientras ella...


No. No debía tener tales pensamientos.


Regresó rápidamente al dormitorio y se asomó al balcón con la intención de tomar un poco de aire fresco. Se detuvo en seco al ver que el balcón daba a una piscina lo suficientemente grande como para pertenecer a un hotel de cinco estrellas. El intenso azul del cielo se reflejaba en el agua. Más allá de los muros del jardín, se veían los campos y los huertos, que se extendían hasta las colinas.


Aquel valle era un pequeño paraíso en la tierra, un paraíso lleno de peligros. En lo que a ella se refería, Pedro era Lucifer y se sentía tan tentada por él como Eva por la serpiente. Corría el riesgo de perder todo lo que le importaba por conseguir una caricia del hombre que representaba todo lo que ella más despreciaba




TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 27

 


Había ido hasta allí para buscar a su padre, no para que Pedro la aceptara o cambiara la opinión que tenía sobre ella. Había recorrido un largo camino desde la muchacha idealista que había mirado a Pedro y había perdido por completo el corazón. Sabía que él no era la figura heroica que ella había creado en el interior de su cabeza por la adoración que sentía hacia él. Pedro se lo había demostrado al hacerle ver lo equivocada que era la opinión que tenía sobre ella. No había razón alguna para que sus sentidos estuvieran tan pendientes de él, igual que había ocurrido en la adolescencia, pero eso era exactamente lo que estaba ocurriendo.


Por mucho que intentara no hacerlo, no podía resistirse a volver la cabeza para mirarlo. El cuello de su camisa estaba abierto y dejaba al descubierto la dorada esbeltez de la garganta. Si pudiera mirarlo bien, vería sin duda dónde empezaba el vello que cubría su torso.


«Basta ya», se dijo. La ansiedad que sus pensamientos le estaban causando le provocaban pequeñas gotas de sudor en la frente mientras que el pulso y los latidos del corazón habían comenzado a acelerársele. Tenía miedo de su propia imaginación y del poder de la sensualidad que había dentro de ella. Parecía surgir de ninguna parte.


Tal vez el hecho de estar allí, en el país de su padre, desatara aspectos de su personalidad que desconocía, como la pasión. Resultaba mucho más fácil aferrarse a ese pensamiento que pensar que era Pedro el responsable de aquel florecimiento de aquel lado tan sensual de su naturaleza. Igual que le había pasado cuando tenía dieciséis años.


Pedro miró por el retrovisor para no tener que mirar a Paula y apretó el pie sobre el acelerador. Ya habían salido de Granada y el poderoso coche devoraba los kilómetros. Paula admiraba el paisaje que se divisaba a su alrededor, sobre el que tanto había leído en libros, dado que temía preguntar a su madre. Sabía lo doloroso que le resultaba hablar sobre la tierra del amor de su vida.


–Todo esto debe de ser muy hermoso en primavera, cuando los árboles están en flor –dijo, admirando los naranjos y limoneros que estaban cargados de fragantes frutos.


–La primavera es la estación favorita de mi madre. Siempre la pasa en la finca. La flor del almendro es su favorita –respondió con voz seca, lo que demostraba que no quería hablar con ella.


Este hecho le dolió profundamente. Decidió que no debía pensar en Pedro, sino en sus padres, en el amor que los dos habían compartido. Ella había sido el fruto de ese amor y, según su madre, eso la convertía en una persona muy especial. Una hija del amor. Sabiendo eso, ¿acaso era de extrañar que ella se hubiera sentido tan horrorizada por el comportamiento de Ramiro, que no hubiera podido negar las mentiras que él había dicho sobre ella? A los dieciséis años, había sido lo suficientemente ingenua como para creer que la intimidad sexual debería ser un hermoso acto de amor mutuo. Ella no había tenido deseo alguno de experimentar con el sexo, algo a lo que le habían predispuesto la actitud vulgar y desagradable de los chicos de su edad. En vez de eso, había soñado con un amante tierno y apasionado, que la adorara por completo y con el que ella pudiera compartir todos los misterios y las delicias de su intimidad sexual.


Entonces, Pedro había ido a ver a su madre. El niño del que tanto había oído hablar se había transformado en un dios que encajaba perfectamente con la imagen que ella tenía de lo que un hombre debería ser. En consecuencia, le había robado por completo el corazón sin que ella se diera cuenta de lo que estaba ocurriendo. Pedro tan guapo, tan masculino, tan sensual... Y, además, conocía a su padre. ¿Era de extrañar que hubiera podido derribar tan fácilmente todas sus defensas emocionales?


Sorprendida de su propia vulnerabilidad, trató de centrarse de nuevo en el paisaje. Se había apartado de la carretera principal y avanzaban por una algo más estrecha que escalaba una montaña. Cuando llegaron a la cima, pudo ver que, al otro lado, había un fértil valle lleno de huertos.


–Los linderos de la finca comienzan aquí –dijo él mientras comenzaban a descender hacia el valle. El tono seguía siendo formal, como si quisiera transmitirle lo poco que quería su compañía y lo mucho que hubiera preferido que ella no estuviera a su lado.


A Pau no le importó. Después de todo, no estaba allí por él, sino por su padre. Sin embargo, por mucho que tratara de reconfortarse con aquel pensamiento, su dolido corazón se negaba a sentirse aliviado.


–Aún no se puede ver el castillo, pero está al otro lado del valle, construido en un lugar estratégico.


Pau primero vio un río que serpenteaba entre las suaves praderas del valle. Aquel lugar era un paraíso. De repente, sintió envidia ante el privilegio de haber podido crecer allí, rodeado de tanta belleza natural. En la distancia, se veían los altos picos de la sierra.


Por fin pudo ver el castillo. No se había imaginado que fuera tan grande, tan imponente. Su arquitectura era una mezcla del estilo árabe con el renacentista. La luz del sol relucía sobre las estrechas ventanas de sus torres.


Con cierta aprensión, pensó que aquello no era un hogar, sino una fortaleza diseñada para transmitir el poder de quien habitaba allí y advertir a los demás que no osaran desafiarlo.




miércoles, 17 de marzo de 2021

TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 26

 


–¿Cuánto tiempo se tarda en llegar al castillo?


Pau realizó la pregunta mirando hacia delante, a través del parabrisas de un lujoso coche. Ella iba sentada en el asiento del pasajero mientras que Pedro maniobraba el vehículo hacia el exterior de la casa y se dejaba llevar por el ajetreado tráfico de la mañana.


–Unos cuarenta minutos, tal vez cincuenta, dependiendo del tráfico.


La respuesta de Pedro fue igualmente tensa. Centraba su atención en la carretera, aunque, en su interior era más consciente de la presencia de Pau a su lado de lo que quería admitir.


Ella llevaba puesto un vestido veraniego de color azul claro. Mientras ella se dirigía hacia el coche por delante de él, Pedro había visto cómo la luz del sol había hecho que se le transparentaran las esbeltas piernas y la sugerente curva de los senos. En aquel momento, aún podía oler el fresco perfume que emanaba de la piel de Pau, limpio y, sin embargo, de una sutil feminidad, provocándola la automática necesidad de acercarse a ella para poder aspirar el aroma.


Sin poder evitarlo, se imaginó el cuerpo de Paula apretado contra el suyo. Lanzó una silenciosa maldición y trató de suprimir la propia reacción sexual de su cuerpo a esa imagen. Comenzó a conducir con una mano, tras bajar una de ellas, la más cercana a Paula, para que ella no pudiera notar el abultamiento de su erección. Se sintió agradecido por el hecho de que ella estuviera mirando hacia delante y no a él.


El silencio entre ellos era peligroso. Permitía que florecieran pensamientos que él no quería tener. Era mejor silenciarlos con una conversación mundana que darles rienda suelta.


Con voz neutral y distante, le dijo a Pau:

–Además de mostrarte la casa de tu padre, tengo que ocuparme de algunos asuntos antes de que regresemos a Granada.


Pau asintió.


–¿Visitó mi madre alguna vez la casa de mi padre? –le preguntó ella sin poder contenerse.


–¿Quieres decir a solas, para estar con tu padre?


–Estaban enamorados –replicó ella inmediatamente, al notar la desaprobación que se reflejaba en la voz de Pedro–. Sería natural que mi padre...


–¿Se hubiera llevado a tu madre a su casa con la intención de acostarse con ella sin pensar en absoluto en la reputación de ella? –preguntó Pedro–. Felipe jamás habría hecho algo así, pero supongo que no me debería sorprender que tú lo pensaras, dado tu propio comportamiento y tu historia amorosa.


Pau contuvo el aliento. Cuando soltó el aire, lo hizo con furia.


–Tú no sabes lo que pasó en realidad.


Pedro se volvió a mirarla con incredulidad.


–¿De verdad estás esperando que escuche esas palabras? Sé lo que vi.


–Yo tenía dieciséis años y...


–Las personas no cambian.


–Eso es cierto –afirmó Pau–. Tú eres prueba viva de ello.


–¿Qué significa eso exactamente?


–Significa que sabía entonces lo que pensabas de mí y por qué me juzgaste del modo en el que lo hiciste. Y sé que sigues pensando lo mismo de mí hoy día.


Las manos de Pedro agarraron con fuerza el volante. Ella había sabido lo que él había sentido hacia ella a pesar de todo lo que él había hecho para ocultárselo. Por supuesto que había sido así. Él había evaluado su madurez y su disposición para conocer el deseo que él sentía hacia ella, creyendo equivocadamente que sólo era una muchacha inocente.


–Bien, en ese caso –le aseguró él secamente–, sepas lo que sepas, deja que te asegure que no tengo intención de permitir que esos sentimientos afecten a lo que considero mi deber y mi responsabilidad: la de llevar a cabo los deseos de mi difunto tío con respecto a tu herencia.


–Bien –dijo Pau. Fue lo único que fue capaz de decir.


Por lo tanto, era cierto. Ella había tenido razón. Pedro había sentido una profunda antipatía hacia ella todos esos años atrás, antipatía que aún seguía experimentando. Paula ya lo había sabido, entonces, ¿por qué aquella confirmación la hacía sentirse tan... tan dolida y abandonada?


Había sabido lo que Pedro sentía hacia ella cuando fue a España. ¿O acaso había estado esperando que ocurriera un milagro? ¿Había estado esperando una especie magia de cuento de hadas que borrara la angustia que ella llevaba en su interior? ¿Dejarla libre para qué? ¿Para encontrar un hombre con el que ella pudiera ser una verdadera mujer, libre para disfrutar de su sexualidad sin la mancha de la vergüenza? ¿Por qué necesitaba que Pedro creyera en su inocencia para poder hacer algo así? Después de todo, ella sabía la verdad y eso debería ser suficiente, pero no lo era. Había algo en su interior que le decía que su dolor sólo podría curarse por... ¿Por qué? ¿Por las caricias de Pedro, que le demostraran que él la aceptaba?




TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 25

 


-Paula, sé que Pedro tiene la intención de marcharse inmediatamente después del desayuno mañana por la mañana, por lo que no te entretendré más.


La duquesa y Pau estaban tomando un café después de cenar sentadas en la parte de la galería que quedaba en el exterior del comedor.


Paula se había sentido muy aliviada de saber que Pedro no iba a cenar con ellas dado que tenía un compromiso con unos amigos. Era cierto que se sentía muy cansada por las tensiones del día, por lo que le agradeció a la duquesa su consideración, se levantó y afirmó que, efectivamente, estaba más que dispuesta para marcharse a la cama.


Se había imaginado que, aunque sólo estarían las dos para cenar, la duquesa se vestiría formalmente, por lo que se había puesto su vestido negro, tras dar las gracias por haberlo metido en la maleta. Sabía que le sentaba muy bien.


Aún no era medianoche, lo que sabía que para los españoles no era demasiado tarde, pero mientras se dirigía a su dormitorio no podía dejar de bostezar. Ya en su habitación, notó que alguien le había abierto la cama tras cambiarle las sábanas, que eran de puro algodón egipcio y olían ligeramente a lavanda.


A su madre siempre le habían gustado las sábanas de buena calidad. ¿Había adquirido ese gusto mientras estaba en España?


Suspiró y se quitó el vestido. Al día siguiente, vería la casa de su padre, la casa que él le había dejado en su testamento reconociéndola por fin públicamente. Bajo la segura intimidad de la ducha, dejó que los ojos se le llenaran de lágrimas emocionadas. Habría cambiado gustosamente cien casas por el hecho de poder pasar unas valiosas semanas con su padre y poner conocerlo.


Salió de la ducha y tomó una toalla para secarse. Entonces, se dirigió al dormitorio y se dispuso a ponerse el pijama. Al ver la cama, dudó un instante. Se imaginó la frescura de las sábanas contra la piel desnuda. Un placer tan sensual... Una pequeña e íntima indulgencia...


Sonrió. Se quitó la toalla y se deslizó entre las sábanas, aspirando con avidez al hacerlo. El contacto con su piel era aún más delicioso de lo que había imaginado. Aliviaban sutilmente la tensión del día de su cuerpo. Aquella noche dormiría bien y ese descanso la fortalecería para enfrentarse al día siguiente... y a Pedro.


Completamente agotada, apagó las luces del dormitorio.


En el silencioso jardín, bajo las ventanas del dormitorio de Pau, con tan sólo las estrellas como testigo, Pedro frunció el ceño. En aquellos momentos, en vez de estar allí reviviendo con irritación el comportamiento de Pau y su insistencia por ver la casa de su padre con sus propios ojos, debería haber estado disfrutando de los encantos de la elegante divorciada italiana que, evidentemente, había sido invitada a la cena de sus amigos como acompañante para él. Ella le había dejado muy claro lo mucho que disfrutaba de su compañía, sugiriendo discretamente que concluyeran la velada en su hotel. Tenía el cabello oscuro, era muy atractiva y una gran conversadora. En otro momento, Pedro no habría dudado en aceptar su oferta, pero aquella noche...


¿Aquella noche, qué? ¿Por qué estaba allí, pensando en la irritación que Paula le había causado en vez de en la cama con Mariella? La realidad era que por mucho que hubiera disfrutado de la compañía de sus amigos, por muy buena que hubiera sido la cena, no había podido dejar de pensar en Paula. Por los problemas que ella le estaba causando, por supuesto. No había ninguna otra razón, ¿verdad?


Su cuerpo había empezado a recordarle la ira y el inesperado deseo que ella había despertado en él. Aún podía oler el aroma de su cuerpo, aún recordaba su sabor. Su sabor y su tacto.


Decididamente, suprimió el clamor de sus sentidos. Lo que había experimentado era un lapsus momentáneo, provocado por los recuerdos de la muchacha que había deseado en el pasado. Ya no era así. Era una locura que era mejor ignorar para que no adquiriera una importancia real. No significaba nada. Era su problema y su desgracia, una desgracia que jamás podría revelar a nadie más, que se hubiera dado cuenta de que ansiaba la creencia idealizada de que había un único amor verdadero, una llama que ningún otro amor podía igualar.


En su caso, aquella llama tenía que ser extinguida. Pedro se conocía. Sabía que para él la mujer a la que amara debía ser una en la que pudiera confiar completamente, que fuera leal a su amor en todos los sentidos. Paula jamás podría ser esa mujer. La propia historia de ella ya lo había demostrado.


¿La mujer a la que amara? Sólo porque de joven hubiera sido lo suficientemente ingenuo para mirar a una muchacha de dieciséis años y crear en su interior una imagen privada de esa chica como mujer sólo demostraba que había sido un necio. La inocencia que había creído ver en Paula, la inocencia que había creído proteger conteniendo su propio deseo, había sido tan inexistente como la mujer que su imaginación había creado. Eso era lo que tenía que recordar, no los sentimientos que ella hubiera despertado en él. No había razón para mirar atrás y pensar en lo que podría haber sido. El presente y el futuro eran lo que eran.


Tristemente, Pedro se dio la vuelta y se dirigió al interior de la casa.




TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 24

 


De repente, una profunda sorpresa le recorrió todo el cuerpo, llenándola de repulsión por su propio comportamiento.


–Basta... basta... ¡Basta ya! No quiero esto.


Aquella exclamación cortó de raíz la excitación de Pedro y lo llenó con un profundo asco por sí mismo. ¿Qué diablos le había pasado? Sabía lo que Paula era. Lo había visto y lo había escuchado con sus propios oídos.


En cuanto la soltó, se dio la vuelta. Era consciente de la excitación de su cuerpo, una excitación que no deseaba en lo que a él se refería. ¿Cómo había podido permitir que ocurriera algo así?


Temblando, Pau se colocó la ropa. El rubor que le cubría el rostro y el pecho no se debía sólo a la vergüenza. Los pezones le dolían. Incluso algo tan sencillo y tan necesario como respirar le provocaba una incómoda sensibilidad. Su sexo estaba caliente y henchido, apretándose contra la barrera de las braguitas y dejando que la humedad resultara demasiado evidente. No podía comprender qué era lo que le había ocurrido ni cómo había podido pasar de la más amarga ira al intenso deseo en el espacio de unos de segundos sólo porque Pedro la había tocado. ¿Cómo era posible que se sintiera así?


Vio que Pedro se dirigía hacia la casa. No iba a echar a andar detrás de él, como si fuera un perrito faldero, como la niña que había sido a los dieciséis años. Además, la realidad era que no se sentía con ganas de enfrentarse a nadie en aquel momento. En aquel instante, prefería la intimidad de la rosaleda y su banco, donde podía sentarse y recuperar la compostura.


Pasaron más de diez minutos antes de que pudiera regresar a la casa. Seguramente Pedro ya habría desaparecido, aunque aquel tiempo no había sido suficiente para que a ella se le tranquilizara el corazón. Se estaba empezando a temer que eso jamás iba a ocurrir.


Sumida en sus pensamientos, se había olvidado por completo de la madre de Pedro hasta que llegó a la zona de la galería y vio que la duquesa seguía allí sentada. Ya no podía echarse atrás. La duquesa la había visto y le estaba sonriendo.


Pau respiró profundamente y se acercó valientemente a ella.


–Siento que mis comentarios puedan haberla ofendido o disgustado. No era mi intención.


La duquesa le agarró el brazo.


–Sospecho que soy yo la que te debe una disculpa, Paula. Mi hijo suele ser más protector de lo necesario en lo que se refiere a mí. En parte se debe al hombre que es y por el hecho de ser el cabeza de una familia tan tradicional, pero también creo que se debe al hecho de que se convirtió en el cabeza de familia demasiado temprano –comentó, con una sombra de tristeza en el rostro–. Mi esposo murió cuando Pedro tenía siete años.


Pau se imaginó a un niño de siete años que se entera de que ha perdido a su padre. ¿Compasión hacia Pedro? No debía tener esa clase de sentimientos.


–Entonces, cuando Pedro tenía dieciséis años, su abuela murió, lo que significó que tuvo que hacerse cargo de todas las responsabilidades de su rango. Lo siento... Creo que te estoy aburriendo.


Pau negó con la cabeza. A pesar de que trataba de decirse que no le interesaban las historias de Pedro, la verdad era que una parte de ella quería suplicarle a la duquesa que le contara más. Le resultaba muy fácil imaginarse a Pedro con dieciséis años, alto, de cabello oscuro, aún un muchacho, pero ya mostrando las señales físicas del hombre en el que se iba a convertir.


Se centró a duras penas en las palabras de la duquesa.


Pedro estaba muy unido a tu madre, ¿sabes? La quería mucho.


Paula asintió porque no pudo conseguir articular palabra. Su madre no le había hablado mucho de la madre de Pedro, aparte de confesarle que no había sido la esposa que la abuela habría elegido para su hijo y que había sido ella quien había insistido en que Pedro tuviera una educación más diversa y abierta de lo que hubiera querido su abuela paterna.


La duquesa confirmó las palabras de la madre de Pau en su siguiente frase.


–A mi suegra no le gustó en absoluto que yo persuadiera a mi difunto marido para que contratara a una niñera que ayudara a Pedro a mejorar su inglés. A ella no le parecía adecuado y hubiera preferido un tutor. Sin embargo, a mí me pareció que mi hijo ya había tenido suficientes influencias masculinas a lo largo de la vida. La abuela de Pedro era una mujer muy estricta que no aprobaba lo que consideraba un comportamiento indulgente por mi parte hacia mi hijo. Tu madre sufrió mucho en las manos de nuestra familia. El pobre Felipe era una persona tan tranquila, tan amable... Odiaba los disgustos de cualquier tipo y admiraba mucho a su madre adoptiva, lo que era comprensible. Ella lo había criado tras la muerte de su madre según su estricta disciplina, que era justamente lo que pensaba que su madre hubiera querido para él. No había heredado dinero alguno de sus padres por lo que dependía económicamente de mi suegra. Felipe le suplicó que le dejara comportarse con honor casándose con tu madre, pero ella se negó en redondo. Ni siquiera accedió a avanzarle el dinero suficiente para que pudiera ayudaros económicamente. Era una persona muy poco piadosa. A sus ojos, tanto Felipe como tu madre habían roto las reglas y se merecían un castigo por ello. Felipe no tenía dinero propio ni casa que poderle ofrecer a tu madre ni medio alguno de ganarse la vida. Su trabajo dentro del negocio familiar era como encargado de los huertos.


–Y su madre adoptiva quería que se casara con otra persona.


–Así es. Mi suegra podía ser muy dura a veces, incluso cruel. Confieso que jamás le tuve mucha estima, como ella no me la tuvo a mí. Sin embargo, el padre de Pedro, como el propio Pedro, era un hombre de una gran talla moral. Estaba en América del Sur ocupándose de unos negocios cuando su madre se enteró de la relación. Según creo, si él hubiera estado aquí, se habría encargado de que el asunto se resolviera de un modo muy diferente. Desgraciadamente, no regresó. Su avión se estrelló. No hubo supervivientes.


–Es horrible...


–Sí, lo fue para todos nosotros, pero en especial para Pedro. Después de esto, tuvo que crecer muy rápidamente.


Tan rápidamente, que se convirtió en un hombre duro y tan poco proclive al perdón como su abuela, que sin duda había representado un gran papel en su educación. Era muy duro para un niño crecer habiéndose quedado huérfano de uno de sus progenitores, pero mucho más para el niño al que se le niega el contacto estando su progenitor con vida. Recordaba cómo su propia madre respondía a sus ingenuas preguntas de niña sobre el hecho de que sus padres no estuvieran juntos y casados.


–La familia de tu padre jamás hubiera permitido que nos casáramos, Pau. Una mujer como yo no era lo suficientemente buena para ellos. Los hombres como tu padre, que proceden de importantes y aristocráticas familias, tienen que casarse con los de su misma clase.


–¿Quieres decir como los príncipes se casan con las princesas? –recordaba Paula haber preguntado.


–Exactamente –había contestado su madre.


–Yo no tenía ni idea de que las cosas habían ido tan lejos cuando obligaron a Ana a marcharse –comentó la duquesa con aspecto sombrío.


–A mí me concibieron por accidente la noche en que Felipe y ella se separaron. Ninguno de los dos tenía la intención de... Mi madre siempre dijo que mi padre se había comportado en todo momento como un perfecto caballero con ella, pero la noticia de que la obligaban a marcharse les hizo perder el control. Al principio, mi madre ni siquiera se dio cuenta de que estaba embarazada. Cuando por fin lo averiguó, sus padres insistieron en que escribiera a mi padre para contárselo.


No iba a consentir que la duquesa tuviera una mala opinión de su madre quien, después de todo, había sido una muchacha inocente e ingenua de sólo dieciocho años, enamorada desesperadamente y destrozada por el hecho de verse separada del hombre al que amaba.


–Entonces, mi madre recibió una carta en la que se le decía que no tenía pruebas de que yo fuera la hija de Felipe y que se tomarían acciones legales contra ella si volvía a intentar ponerse en contacto con Felipe.


La duquesa suspiró y meneó la cabeza.


–Mi suegra insistió. A sus ojos, aunque tu madre hubiera sido aceptable antes para convertirse en esposa de Felipe, el hecho de que hubiera tolerado tales intimidades... En familias como la nuestra, se valora mucho la pureza de las mujeres de la familia antes del matrimonio. En los tiempos de la abuela de Pedro, las muchachas de buena familia no abandonaban la casa familiar sin una carabina que guardara su modestia. Todo eso ha cambiado ahora, claro.


La duquesa la miró con afecto.


–Pero aun así los hombres se muestran muy protectores sobre la virtud de sus mujeres. Yo siempre he creído que, si el padre de Pedro hubiera regresado con vida aquí a Granada, habría insistido en que se honrara la inocencia de tu madre y se reconociera vuestra posición dentro de la familia. Después de todo, tú eres un miembro de esta familia, Paula.


La joven doncella apareció para preguntarles si querían más café, lo que a Pau le sirvió para excusarse. Había sido un día muy largo. El día siguiente lo sería aún más dado que ella había insistido en ver la casa de su padre, que era suya. Pasaría gran parte del día en compañía de un hombre muy peligroso para ella...



martes, 16 de marzo de 2021

TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 23

 


Pau estaba temblando. Su único deseo era escapar de la presencia de Pedro antes de hacer el ridículo diciéndole lo injustamente que él la había juzgado y el mucho daño que esa opinión errónea le había hecho a ella. El mucho daño que aún seguía haciéndole.


Evitó mirarlo y se dispuso a alejarse de allí rápidamente para regresar a la casa, pero, desgraciadamente, resbaló con los pétalos de rosa que había esparcidos por el suelo. Unas fuertes manos la agarraron de repente para evitar que cayera. Pau experimentó una automática sensación de gratitud pero, tan pronto comprendió a quién pertenecían aquellas manos, y el cuerpo contra el que se había apoyado, la gratitud se vio reemplazada por pánico. Luchó frenéticamente por librarse, sintiéndose profundamente alarmada por el modo en el que su cuerpo estaba reaccionando al contacto íntimo que había entre ellos.


Por su parte, Pedro no tenía deseo alguno de seguir sosteniéndola. Al darse la vuelta para ver cómo se alejaba, había visto cómo la luz del sol brillaba a través del fino algodón revelando las curvas femeninas de su cuerpo. Para su incredulidad, había sentido cómo su cuerpo respondía. Instantes después, al tenerla retorciéndose y girándose entre sus brazos, sintiendo cómo los senos subían y bajaban con agitación y el aliento de Pau le acariciaba la pie, notó que se despertaba en él un instinto que no era capaz de negar, un instinto que exigía que él saboreara la erótica y tierna carne de aquellos labios, que encontrara y poseyera las redondeadas curvas de sus senos y que sostuviera la parte inferior de su cuerpo tan cercana a su propia sexo excitado.


En un intento por apartar a Pedro, Pau extendió la mano. Su cuerpo entero se tensó cuando tocó con las yemas de los dedos la suave calidez del torso desnudo de él. Miró hacia el lugar donde su mano estaba descansando y vio que la camisa de Pedro estaba desabrochada casi hasta la cintura. ¿Había hecho ella eso? ¿Había hecho ella que saltaran los botones cuando se agarró a él para tratar de apartarlo? Tenía la mano apoyada de pleno contra la dorada piel y el suave vello oscuro que atravesaba el torso y el abdomen de Pedro la hacía sentirse como si la naturaleza hubiera utilizado aquel cuerpo tan perfecto para tentarla.


¿Era el aroma de las rosas o el de Pedro lo que hacía que se sintiera tan débil? Se sintió obligada a apoyarse contra él. La mirada dorada de Pedro se fijaba en la de ella. Entonces, Paula sintió que le faltaba el aliento cuando él centró la mirada en su boca.


El temblor que recorrió su cuerpo fue como si el deseo que sentía hacia él fuera imposible de controlar, el suspiro de aquiescencia, la líquida mirada de anhelo... Todo podría formar parte de un plan deliberado para atraerlo. Sin embargo, mientras la mente de Pedro pensaba de ese modo, su cuerpo no tenía tales inhibiciones. La ira contra sí mismo y contra la mujer que tenía entre sus brazos explotó a través de él por medio de una salvaje demostración de necesidad masculina.


Bajo el fiero ataque de aquel beso, las defensas ya bastante debilitadas de Paula cedieron. Sus temblorosos labios se abrieron ante el empuje de la lengua de él. Una pesada y dolorosa sensación se adueñó de la parte inferior de su cuerpo. Un insistente hormigueo fue creciendo al ritmo que el estallido de placer que los dedos de Pedro le estaban proporcionando sobre el erecto pezón.


Pau jamás se había considerado una mujer cuya sensualidad tuviera el poder de someter a su autocontrol. Sin embargo, en aquellos momentos, para su sorpresa, Pedro le estaba demostrando que estaba muy equivocada. La excitación que estaba experimentando, la necesidad de intimidad que anhelaba la estaba poseyendo por completo, derribando sus barreras y toda la resistencia que ella pudiera tratar de interponer. El deseo que tenía de sentir cómo Pedro le tocaba los senos había cobrado vida mucho antes de que él lo hiciera realmente, de modo que el pezón ya estaba erecto contra la tela del vestido. Su forma y su color eran completamente visibles bajo la tela.


Al notarlo, Pedro no se pudo contener más y bajó la cabeza para saborear el pezón, de color tan parecido a los pétalos de las rosas que les estaban sirviendo de cobijo. Incapaz de detenerse, Pau lanzó un suave gemido de delirante placer. Las sensaciones que la lengua de Pedro le estaba proporcionando al acariciar la delicada y sensible carne, aliviando unas veces su necesidad y atormentándola en otras con un movimiento de la lengua, la estaba empujando a lo más alto de su deseo y le estaba arrebatando el poco autocontrol del que aún disponía. Arqueó la espalda, levantando el seno más cerca de la boca de Pedro.


El descarado y sensual movimiento del cuerpo de Pau combinado con el tacto erótico del tenso pezón contra la lengua, hizo que Pedro se olvidara de lo que ella era y de dónde estaban. Por fin la tenía entre sus brazos, a la mujer cuyo recuerdo lo atormentaba. La agarró con fuerza mientras se introducía cada vez más el pezón en la boca. Lejos de satisfacer el volcán de necesidad masculina, ese acto sólo consiguió incrementar aún más el salvaje torrente de deseo que se había apoderado de él.


Pau temblaba entre sus brazos con un placer desconocido para ella, un placer tan intenso que era mucho más de lo que era capaz de soportar. Quería rasgarse el vestido y sujetar la boca de Pedro contra su seno mientras él satisfacía el creciente y tumultuoso deseo que los fieros movimientos de su boca estaban creando en ella. Al mismo tiempo, quería esconderse de él y de lo que él le estaba haciendo sentir tan rápidamente como pudiera.


Las sensaciones se desataron en su interior, recorriéndole el cuerpo desde el seno al corazón de su sexualidad, haciendo que deseara tocar esa parte de sí misma para ocultar y calmar su frenético pulso.


Pedro la levantó y la estrechó con fuerza contra su cuerpo para que ella pudiera sentir su erección, prendiendo otra oleada de placer en ella.


Por encima de su cabeza, Paula sólo podía ver el cielo azul. Olía el aroma de sus cuerpos calientes mezclándose con el embriagador perfume de las rosas. Ojalá Pedro la tumbara allí mismo y cubriera su cuerpo con el de él... Ojalá la poseyera... Sentía que el corazón le latía con fuerza en el pecho, como si se tratara de un pájaro atrapado. ¿Acaso no era aquello lo que había deseado todos esos años atrás cuando miraba a Pedro y lo deseaba profundamente?