–¿Cuánto tiempo se tarda en llegar al castillo?
Pau realizó la pregunta mirando hacia delante, a través del parabrisas de un lujoso coche. Ella iba sentada en el asiento del pasajero mientras que Pedro maniobraba el vehículo hacia el exterior de la casa y se dejaba llevar por el ajetreado tráfico de la mañana.
–Unos cuarenta minutos, tal vez cincuenta, dependiendo del tráfico.
La respuesta de Pedro fue igualmente tensa. Centraba su atención en la carretera, aunque, en su interior era más consciente de la presencia de Pau a su lado de lo que quería admitir.
Ella llevaba puesto un vestido veraniego de color azul claro. Mientras ella se dirigía hacia el coche por delante de él, Pedro había visto cómo la luz del sol había hecho que se le transparentaran las esbeltas piernas y la sugerente curva de los senos. En aquel momento, aún podía oler el fresco perfume que emanaba de la piel de Pau, limpio y, sin embargo, de una sutil feminidad, provocándola la automática necesidad de acercarse a ella para poder aspirar el aroma.
Sin poder evitarlo, se imaginó el cuerpo de Paula apretado contra el suyo. Lanzó una silenciosa maldición y trató de suprimir la propia reacción sexual de su cuerpo a esa imagen. Comenzó a conducir con una mano, tras bajar una de ellas, la más cercana a Paula, para que ella no pudiera notar el abultamiento de su erección. Se sintió agradecido por el hecho de que ella estuviera mirando hacia delante y no a él.
El silencio entre ellos era peligroso. Permitía que florecieran pensamientos que él no quería tener. Era mejor silenciarlos con una conversación mundana que darles rienda suelta.
Con voz neutral y distante, le dijo a Pau:
–Además de mostrarte la casa de tu padre, tengo que ocuparme de algunos asuntos antes de que regresemos a Granada.
Pau asintió.
–¿Visitó mi madre alguna vez la casa de mi padre? –le preguntó ella sin poder contenerse.
–¿Quieres decir a solas, para estar con tu padre?
–Estaban enamorados –replicó ella inmediatamente, al notar la desaprobación que se reflejaba en la voz de Pedro–. Sería natural que mi padre...
–¿Se hubiera llevado a tu madre a su casa con la intención de acostarse con ella sin pensar en absoluto en la reputación de ella? –preguntó Pedro–. Felipe jamás habría hecho algo así, pero supongo que no me debería sorprender que tú lo pensaras, dado tu propio comportamiento y tu historia amorosa.
Pau contuvo el aliento. Cuando soltó el aire, lo hizo con furia.
–Tú no sabes lo que pasó en realidad.
Pedro se volvió a mirarla con incredulidad.
–¿De verdad estás esperando que escuche esas palabras? Sé lo que vi.
–Yo tenía dieciséis años y...
–Las personas no cambian.
–Eso es cierto –afirmó Pau–. Tú eres prueba viva de ello.
–¿Qué significa eso exactamente?
–Significa que sabía entonces lo que pensabas de mí y por qué me juzgaste del modo en el que lo hiciste. Y sé que sigues pensando lo mismo de mí hoy día.
Las manos de Pedro agarraron con fuerza el volante. Ella había sabido lo que él había sentido hacia ella a pesar de todo lo que él había hecho para ocultárselo. Por supuesto que había sido así. Él había evaluado su madurez y su disposición para conocer el deseo que él sentía hacia ella, creyendo equivocadamente que sólo era una muchacha inocente.
–Bien, en ese caso –le aseguró él secamente–, sepas lo que sepas, deja que te asegure que no tengo intención de permitir que esos sentimientos afecten a lo que considero mi deber y mi responsabilidad: la de llevar a cabo los deseos de mi difunto tío con respecto a tu herencia.
–Bien –dijo Pau. Fue lo único que fue capaz de decir.
Por lo tanto, era cierto. Ella había tenido razón. Pedro había sentido una profunda antipatía hacia ella todos esos años atrás, antipatía que aún seguía experimentando. Paula ya lo había sabido, entonces, ¿por qué aquella confirmación la hacía sentirse tan... tan dolida y abandonada?
Había sabido lo que Pedro sentía hacia ella cuando fue a España. ¿O acaso había estado esperando que ocurriera un milagro? ¿Había estado esperando una especie magia de cuento de hadas que borrara la angustia que ella llevaba en su interior? ¿Dejarla libre para qué? ¿Para encontrar un hombre con el que ella pudiera ser una verdadera mujer, libre para disfrutar de su sexualidad sin la mancha de la vergüenza? ¿Por qué necesitaba que Pedro creyera en su inocencia para poder hacer algo así? Después de todo, ella sabía la verdad y eso debería ser suficiente, pero no lo era. Había algo en su interior que le decía que su dolor sólo podría curarse por... ¿Por qué? ¿Por las caricias de Pedro, que le demostraran que él la aceptaba?
Qué chasco se va a llevar Pedro cuando se descubra todo. Está muy buena esta historia.
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