jueves, 18 de marzo de 2021

TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 27

 


Había ido hasta allí para buscar a su padre, no para que Pedro la aceptara o cambiara la opinión que tenía sobre ella. Había recorrido un largo camino desde la muchacha idealista que había mirado a Pedro y había perdido por completo el corazón. Sabía que él no era la figura heroica que ella había creado en el interior de su cabeza por la adoración que sentía hacia él. Pedro se lo había demostrado al hacerle ver lo equivocada que era la opinión que tenía sobre ella. No había razón alguna para que sus sentidos estuvieran tan pendientes de él, igual que había ocurrido en la adolescencia, pero eso era exactamente lo que estaba ocurriendo.


Por mucho que intentara no hacerlo, no podía resistirse a volver la cabeza para mirarlo. El cuello de su camisa estaba abierto y dejaba al descubierto la dorada esbeltez de la garganta. Si pudiera mirarlo bien, vería sin duda dónde empezaba el vello que cubría su torso.


«Basta ya», se dijo. La ansiedad que sus pensamientos le estaban causando le provocaban pequeñas gotas de sudor en la frente mientras que el pulso y los latidos del corazón habían comenzado a acelerársele. Tenía miedo de su propia imaginación y del poder de la sensualidad que había dentro de ella. Parecía surgir de ninguna parte.


Tal vez el hecho de estar allí, en el país de su padre, desatara aspectos de su personalidad que desconocía, como la pasión. Resultaba mucho más fácil aferrarse a ese pensamiento que pensar que era Pedro el responsable de aquel florecimiento de aquel lado tan sensual de su naturaleza. Igual que le había pasado cuando tenía dieciséis años.


Pedro miró por el retrovisor para no tener que mirar a Paula y apretó el pie sobre el acelerador. Ya habían salido de Granada y el poderoso coche devoraba los kilómetros. Paula admiraba el paisaje que se divisaba a su alrededor, sobre el que tanto había leído en libros, dado que temía preguntar a su madre. Sabía lo doloroso que le resultaba hablar sobre la tierra del amor de su vida.


–Todo esto debe de ser muy hermoso en primavera, cuando los árboles están en flor –dijo, admirando los naranjos y limoneros que estaban cargados de fragantes frutos.


–La primavera es la estación favorita de mi madre. Siempre la pasa en la finca. La flor del almendro es su favorita –respondió con voz seca, lo que demostraba que no quería hablar con ella.


Este hecho le dolió profundamente. Decidió que no debía pensar en Pedro, sino en sus padres, en el amor que los dos habían compartido. Ella había sido el fruto de ese amor y, según su madre, eso la convertía en una persona muy especial. Una hija del amor. Sabiendo eso, ¿acaso era de extrañar que ella se hubiera sentido tan horrorizada por el comportamiento de Ramiro, que no hubiera podido negar las mentiras que él había dicho sobre ella? A los dieciséis años, había sido lo suficientemente ingenua como para creer que la intimidad sexual debería ser un hermoso acto de amor mutuo. Ella no había tenido deseo alguno de experimentar con el sexo, algo a lo que le habían predispuesto la actitud vulgar y desagradable de los chicos de su edad. En vez de eso, había soñado con un amante tierno y apasionado, que la adorara por completo y con el que ella pudiera compartir todos los misterios y las delicias de su intimidad sexual.


Entonces, Pedro había ido a ver a su madre. El niño del que tanto había oído hablar se había transformado en un dios que encajaba perfectamente con la imagen que ella tenía de lo que un hombre debería ser. En consecuencia, le había robado por completo el corazón sin que ella se diera cuenta de lo que estaba ocurriendo. Pedro tan guapo, tan masculino, tan sensual... Y, además, conocía a su padre. ¿Era de extrañar que hubiera podido derribar tan fácilmente todas sus defensas emocionales?


Sorprendida de su propia vulnerabilidad, trató de centrarse de nuevo en el paisaje. Se había apartado de la carretera principal y avanzaban por una algo más estrecha que escalaba una montaña. Cuando llegaron a la cima, pudo ver que, al otro lado, había un fértil valle lleno de huertos.


–Los linderos de la finca comienzan aquí –dijo él mientras comenzaban a descender hacia el valle. El tono seguía siendo formal, como si quisiera transmitirle lo poco que quería su compañía y lo mucho que hubiera preferido que ella no estuviera a su lado.


A Pau no le importó. Después de todo, no estaba allí por él, sino por su padre. Sin embargo, por mucho que tratara de reconfortarse con aquel pensamiento, su dolido corazón se negaba a sentirse aliviado.


–Aún no se puede ver el castillo, pero está al otro lado del valle, construido en un lugar estratégico.


Pau primero vio un río que serpenteaba entre las suaves praderas del valle. Aquel lugar era un paraíso. De repente, sintió envidia ante el privilegio de haber podido crecer allí, rodeado de tanta belleza natural. En la distancia, se veían los altos picos de la sierra.


Por fin pudo ver el castillo. No se había imaginado que fuera tan grande, tan imponente. Su arquitectura era una mezcla del estilo árabe con el renacentista. La luz del sol relucía sobre las estrechas ventanas de sus torres.


Con cierta aprensión, pensó que aquello no era un hogar, sino una fortaleza diseñada para transmitir el poder de quien habitaba allí y advertir a los demás que no osaran desafiarlo.




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