De repente, una profunda sorpresa le recorrió todo el cuerpo, llenándola de repulsión por su propio comportamiento.
–Basta... basta... ¡Basta ya! No quiero esto.
Aquella exclamación cortó de raíz la excitación de Pedro y lo llenó con un profundo asco por sí mismo. ¿Qué diablos le había pasado? Sabía lo que Paula era. Lo había visto y lo había escuchado con sus propios oídos.
En cuanto la soltó, se dio la vuelta. Era consciente de la excitación de su cuerpo, una excitación que no deseaba en lo que a él se refería. ¿Cómo había podido permitir que ocurriera algo así?
Temblando, Pau se colocó la ropa. El rubor que le cubría el rostro y el pecho no se debía sólo a la vergüenza. Los pezones le dolían. Incluso algo tan sencillo y tan necesario como respirar le provocaba una incómoda sensibilidad. Su sexo estaba caliente y henchido, apretándose contra la barrera de las braguitas y dejando que la humedad resultara demasiado evidente. No podía comprender qué era lo que le había ocurrido ni cómo había podido pasar de la más amarga ira al intenso deseo en el espacio de unos de segundos sólo porque Pedro la había tocado. ¿Cómo era posible que se sintiera así?
Vio que Pedro se dirigía hacia la casa. No iba a echar a andar detrás de él, como si fuera un perrito faldero, como la niña que había sido a los dieciséis años. Además, la realidad era que no se sentía con ganas de enfrentarse a nadie en aquel momento. En aquel instante, prefería la intimidad de la rosaleda y su banco, donde podía sentarse y recuperar la compostura.
Pasaron más de diez minutos antes de que pudiera regresar a la casa. Seguramente Pedro ya habría desaparecido, aunque aquel tiempo no había sido suficiente para que a ella se le tranquilizara el corazón. Se estaba empezando a temer que eso jamás iba a ocurrir.
Sumida en sus pensamientos, se había olvidado por completo de la madre de Pedro hasta que llegó a la zona de la galería y vio que la duquesa seguía allí sentada. Ya no podía echarse atrás. La duquesa la había visto y le estaba sonriendo.
Pau respiró profundamente y se acercó valientemente a ella.
–Siento que mis comentarios puedan haberla ofendido o disgustado. No era mi intención.
La duquesa le agarró el brazo.
–Sospecho que soy yo la que te debe una disculpa, Paula. Mi hijo suele ser más protector de lo necesario en lo que se refiere a mí. En parte se debe al hombre que es y por el hecho de ser el cabeza de una familia tan tradicional, pero también creo que se debe al hecho de que se convirtió en el cabeza de familia demasiado temprano –comentó, con una sombra de tristeza en el rostro–. Mi esposo murió cuando Pedro tenía siete años.
Pau se imaginó a un niño de siete años que se entera de que ha perdido a su padre. ¿Compasión hacia Pedro? No debía tener esa clase de sentimientos.
–Entonces, cuando Pedro tenía dieciséis años, su abuela murió, lo que significó que tuvo que hacerse cargo de todas las responsabilidades de su rango. Lo siento... Creo que te estoy aburriendo.
Pau negó con la cabeza. A pesar de que trataba de decirse que no le interesaban las historias de Pedro, la verdad era que una parte de ella quería suplicarle a la duquesa que le contara más. Le resultaba muy fácil imaginarse a Pedro con dieciséis años, alto, de cabello oscuro, aún un muchacho, pero ya mostrando las señales físicas del hombre en el que se iba a convertir.
Se centró a duras penas en las palabras de la duquesa.
–Pedro estaba muy unido a tu madre, ¿sabes? La quería mucho.
Paula asintió porque no pudo conseguir articular palabra. Su madre no le había hablado mucho de la madre de Pedro, aparte de confesarle que no había sido la esposa que la abuela habría elegido para su hijo y que había sido ella quien había insistido en que Pedro tuviera una educación más diversa y abierta de lo que hubiera querido su abuela paterna.
La duquesa confirmó las palabras de la madre de Pau en su siguiente frase.
–A mi suegra no le gustó en absoluto que yo persuadiera a mi difunto marido para que contratara a una niñera que ayudara a Pedro a mejorar su inglés. A ella no le parecía adecuado y hubiera preferido un tutor. Sin embargo, a mí me pareció que mi hijo ya había tenido suficientes influencias masculinas a lo largo de la vida. La abuela de Pedro era una mujer muy estricta que no aprobaba lo que consideraba un comportamiento indulgente por mi parte hacia mi hijo. Tu madre sufrió mucho en las manos de nuestra familia. El pobre Felipe era una persona tan tranquila, tan amable... Odiaba los disgustos de cualquier tipo y admiraba mucho a su madre adoptiva, lo que era comprensible. Ella lo había criado tras la muerte de su madre según su estricta disciplina, que era justamente lo que pensaba que su madre hubiera querido para él. No había heredado dinero alguno de sus padres por lo que dependía económicamente de mi suegra. Felipe le suplicó que le dejara comportarse con honor casándose con tu madre, pero ella se negó en redondo. Ni siquiera accedió a avanzarle el dinero suficiente para que pudiera ayudaros económicamente. Era una persona muy poco piadosa. A sus ojos, tanto Felipe como tu madre habían roto las reglas y se merecían un castigo por ello. Felipe no tenía dinero propio ni casa que poderle ofrecer a tu madre ni medio alguno de ganarse la vida. Su trabajo dentro del negocio familiar era como encargado de los huertos.
–Y su madre adoptiva quería que se casara con otra persona.
–Así es. Mi suegra podía ser muy dura a veces, incluso cruel. Confieso que jamás le tuve mucha estima, como ella no me la tuvo a mí. Sin embargo, el padre de Pedro, como el propio Pedro, era un hombre de una gran talla moral. Estaba en América del Sur ocupándose de unos negocios cuando su madre se enteró de la relación. Según creo, si él hubiera estado aquí, se habría encargado de que el asunto se resolviera de un modo muy diferente. Desgraciadamente, no regresó. Su avión se estrelló. No hubo supervivientes.
–Es horrible...
–Sí, lo fue para todos nosotros, pero en especial para Pedro. Después de esto, tuvo que crecer muy rápidamente.
Tan rápidamente, que se convirtió en un hombre duro y tan poco proclive al perdón como su abuela, que sin duda había representado un gran papel en su educación. Era muy duro para un niño crecer habiéndose quedado huérfano de uno de sus progenitores, pero mucho más para el niño al que se le niega el contacto estando su progenitor con vida. Recordaba cómo su propia madre respondía a sus ingenuas preguntas de niña sobre el hecho de que sus padres no estuvieran juntos y casados.
–La familia de tu padre jamás hubiera permitido que nos casáramos, Pau. Una mujer como yo no era lo suficientemente buena para ellos. Los hombres como tu padre, que proceden de importantes y aristocráticas familias, tienen que casarse con los de su misma clase.
–¿Quieres decir como los príncipes se casan con las princesas? –recordaba Paula haber preguntado.
–Exactamente –había contestado su madre.
–Yo no tenía ni idea de que las cosas habían ido tan lejos cuando obligaron a Ana a marcharse –comentó la duquesa con aspecto sombrío.
–A mí me concibieron por accidente la noche en que Felipe y ella se separaron. Ninguno de los dos tenía la intención de... Mi madre siempre dijo que mi padre se había comportado en todo momento como un perfecto caballero con ella, pero la noticia de que la obligaban a marcharse les hizo perder el control. Al principio, mi madre ni siquiera se dio cuenta de que estaba embarazada. Cuando por fin lo averiguó, sus padres insistieron en que escribiera a mi padre para contárselo.
No iba a consentir que la duquesa tuviera una mala opinión de su madre quien, después de todo, había sido una muchacha inocente e ingenua de sólo dieciocho años, enamorada desesperadamente y destrozada por el hecho de verse separada del hombre al que amaba.
–Entonces, mi madre recibió una carta en la que se le decía que no tenía pruebas de que yo fuera la hija de Felipe y que se tomarían acciones legales contra ella si volvía a intentar ponerse en contacto con Felipe.
La duquesa suspiró y meneó la cabeza.
–Mi suegra insistió. A sus ojos, aunque tu madre hubiera sido aceptable antes para convertirse en esposa de Felipe, el hecho de que hubiera tolerado tales intimidades... En familias como la nuestra, se valora mucho la pureza de las mujeres de la familia antes del matrimonio. En los tiempos de la abuela de Pedro, las muchachas de buena familia no abandonaban la casa familiar sin una carabina que guardara su modestia. Todo eso ha cambiado ahora, claro.
La duquesa la miró con afecto.
–Pero aun así los hombres se muestran muy protectores sobre la virtud de sus mujeres. Yo siempre he creído que, si el padre de Pedro hubiera regresado con vida aquí a Granada, habría insistido en que se honrara la inocencia de tu madre y se reconociera vuestra posición dentro de la familia. Después de todo, tú eres un miembro de esta familia, Paula.
La joven doncella apareció para preguntarles si querían más café, lo que a Pau le sirvió para excusarse. Había sido un día muy largo. El día siguiente lo sería aún más dado que ella había insistido en ver la casa de su padre, que era suya. Pasaría gran parte del día en compañía de un hombre muy peligroso para ella...
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