miércoles, 17 de marzo de 2021

TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 26

 


–¿Cuánto tiempo se tarda en llegar al castillo?


Pau realizó la pregunta mirando hacia delante, a través del parabrisas de un lujoso coche. Ella iba sentada en el asiento del pasajero mientras que Pedro maniobraba el vehículo hacia el exterior de la casa y se dejaba llevar por el ajetreado tráfico de la mañana.


–Unos cuarenta minutos, tal vez cincuenta, dependiendo del tráfico.


La respuesta de Pedro fue igualmente tensa. Centraba su atención en la carretera, aunque, en su interior era más consciente de la presencia de Pau a su lado de lo que quería admitir.


Ella llevaba puesto un vestido veraniego de color azul claro. Mientras ella se dirigía hacia el coche por delante de él, Pedro había visto cómo la luz del sol había hecho que se le transparentaran las esbeltas piernas y la sugerente curva de los senos. En aquel momento, aún podía oler el fresco perfume que emanaba de la piel de Pau, limpio y, sin embargo, de una sutil feminidad, provocándola la automática necesidad de acercarse a ella para poder aspirar el aroma.


Sin poder evitarlo, se imaginó el cuerpo de Paula apretado contra el suyo. Lanzó una silenciosa maldición y trató de suprimir la propia reacción sexual de su cuerpo a esa imagen. Comenzó a conducir con una mano, tras bajar una de ellas, la más cercana a Paula, para que ella no pudiera notar el abultamiento de su erección. Se sintió agradecido por el hecho de que ella estuviera mirando hacia delante y no a él.


El silencio entre ellos era peligroso. Permitía que florecieran pensamientos que él no quería tener. Era mejor silenciarlos con una conversación mundana que darles rienda suelta.


Con voz neutral y distante, le dijo a Pau:

–Además de mostrarte la casa de tu padre, tengo que ocuparme de algunos asuntos antes de que regresemos a Granada.


Pau asintió.


–¿Visitó mi madre alguna vez la casa de mi padre? –le preguntó ella sin poder contenerse.


–¿Quieres decir a solas, para estar con tu padre?


–Estaban enamorados –replicó ella inmediatamente, al notar la desaprobación que se reflejaba en la voz de Pedro–. Sería natural que mi padre...


–¿Se hubiera llevado a tu madre a su casa con la intención de acostarse con ella sin pensar en absoluto en la reputación de ella? –preguntó Pedro–. Felipe jamás habría hecho algo así, pero supongo que no me debería sorprender que tú lo pensaras, dado tu propio comportamiento y tu historia amorosa.


Pau contuvo el aliento. Cuando soltó el aire, lo hizo con furia.


–Tú no sabes lo que pasó en realidad.


Pedro se volvió a mirarla con incredulidad.


–¿De verdad estás esperando que escuche esas palabras? Sé lo que vi.


–Yo tenía dieciséis años y...


–Las personas no cambian.


–Eso es cierto –afirmó Pau–. Tú eres prueba viva de ello.


–¿Qué significa eso exactamente?


–Significa que sabía entonces lo que pensabas de mí y por qué me juzgaste del modo en el que lo hiciste. Y sé que sigues pensando lo mismo de mí hoy día.


Las manos de Pedro agarraron con fuerza el volante. Ella había sabido lo que él había sentido hacia ella a pesar de todo lo que él había hecho para ocultárselo. Por supuesto que había sido así. Él había evaluado su madurez y su disposición para conocer el deseo que él sentía hacia ella, creyendo equivocadamente que sólo era una muchacha inocente.


–Bien, en ese caso –le aseguró él secamente–, sepas lo que sepas, deja que te asegure que no tengo intención de permitir que esos sentimientos afecten a lo que considero mi deber y mi responsabilidad: la de llevar a cabo los deseos de mi difunto tío con respecto a tu herencia.


–Bien –dijo Pau. Fue lo único que fue capaz de decir.


Por lo tanto, era cierto. Ella había tenido razón. Pedro había sentido una profunda antipatía hacia ella todos esos años atrás, antipatía que aún seguía experimentando. Paula ya lo había sabido, entonces, ¿por qué aquella confirmación la hacía sentirse tan... tan dolida y abandonada?


Había sabido lo que Pedro sentía hacia ella cuando fue a España. ¿O acaso había estado esperando que ocurriera un milagro? ¿Había estado esperando una especie magia de cuento de hadas que borrara la angustia que ella llevaba en su interior? ¿Dejarla libre para qué? ¿Para encontrar un hombre con el que ella pudiera ser una verdadera mujer, libre para disfrutar de su sexualidad sin la mancha de la vergüenza? ¿Por qué necesitaba que Pedro creyera en su inocencia para poder hacer algo así? Después de todo, ella sabía la verdad y eso debería ser suficiente, pero no lo era. Había algo en su interior que le decía que su dolor sólo podría curarse por... ¿Por qué? ¿Por las caricias de Pedro, que le demostraran que él la aceptaba?




TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 25

 


-Paula, sé que Pedro tiene la intención de marcharse inmediatamente después del desayuno mañana por la mañana, por lo que no te entretendré más.


La duquesa y Pau estaban tomando un café después de cenar sentadas en la parte de la galería que quedaba en el exterior del comedor.


Paula se había sentido muy aliviada de saber que Pedro no iba a cenar con ellas dado que tenía un compromiso con unos amigos. Era cierto que se sentía muy cansada por las tensiones del día, por lo que le agradeció a la duquesa su consideración, se levantó y afirmó que, efectivamente, estaba más que dispuesta para marcharse a la cama.


Se había imaginado que, aunque sólo estarían las dos para cenar, la duquesa se vestiría formalmente, por lo que se había puesto su vestido negro, tras dar las gracias por haberlo metido en la maleta. Sabía que le sentaba muy bien.


Aún no era medianoche, lo que sabía que para los españoles no era demasiado tarde, pero mientras se dirigía a su dormitorio no podía dejar de bostezar. Ya en su habitación, notó que alguien le había abierto la cama tras cambiarle las sábanas, que eran de puro algodón egipcio y olían ligeramente a lavanda.


A su madre siempre le habían gustado las sábanas de buena calidad. ¿Había adquirido ese gusto mientras estaba en España?


Suspiró y se quitó el vestido. Al día siguiente, vería la casa de su padre, la casa que él le había dejado en su testamento reconociéndola por fin públicamente. Bajo la segura intimidad de la ducha, dejó que los ojos se le llenaran de lágrimas emocionadas. Habría cambiado gustosamente cien casas por el hecho de poder pasar unas valiosas semanas con su padre y poner conocerlo.


Salió de la ducha y tomó una toalla para secarse. Entonces, se dirigió al dormitorio y se dispuso a ponerse el pijama. Al ver la cama, dudó un instante. Se imaginó la frescura de las sábanas contra la piel desnuda. Un placer tan sensual... Una pequeña e íntima indulgencia...


Sonrió. Se quitó la toalla y se deslizó entre las sábanas, aspirando con avidez al hacerlo. El contacto con su piel era aún más delicioso de lo que había imaginado. Aliviaban sutilmente la tensión del día de su cuerpo. Aquella noche dormiría bien y ese descanso la fortalecería para enfrentarse al día siguiente... y a Pedro.


Completamente agotada, apagó las luces del dormitorio.


En el silencioso jardín, bajo las ventanas del dormitorio de Pau, con tan sólo las estrellas como testigo, Pedro frunció el ceño. En aquellos momentos, en vez de estar allí reviviendo con irritación el comportamiento de Pau y su insistencia por ver la casa de su padre con sus propios ojos, debería haber estado disfrutando de los encantos de la elegante divorciada italiana que, evidentemente, había sido invitada a la cena de sus amigos como acompañante para él. Ella le había dejado muy claro lo mucho que disfrutaba de su compañía, sugiriendo discretamente que concluyeran la velada en su hotel. Tenía el cabello oscuro, era muy atractiva y una gran conversadora. En otro momento, Pedro no habría dudado en aceptar su oferta, pero aquella noche...


¿Aquella noche, qué? ¿Por qué estaba allí, pensando en la irritación que Paula le había causado en vez de en la cama con Mariella? La realidad era que por mucho que hubiera disfrutado de la compañía de sus amigos, por muy buena que hubiera sido la cena, no había podido dejar de pensar en Paula. Por los problemas que ella le estaba causando, por supuesto. No había ninguna otra razón, ¿verdad?


Su cuerpo había empezado a recordarle la ira y el inesperado deseo que ella había despertado en él. Aún podía oler el aroma de su cuerpo, aún recordaba su sabor. Su sabor y su tacto.


Decididamente, suprimió el clamor de sus sentidos. Lo que había experimentado era un lapsus momentáneo, provocado por los recuerdos de la muchacha que había deseado en el pasado. Ya no era así. Era una locura que era mejor ignorar para que no adquiriera una importancia real. No significaba nada. Era su problema y su desgracia, una desgracia que jamás podría revelar a nadie más, que se hubiera dado cuenta de que ansiaba la creencia idealizada de que había un único amor verdadero, una llama que ningún otro amor podía igualar.


En su caso, aquella llama tenía que ser extinguida. Pedro se conocía. Sabía que para él la mujer a la que amara debía ser una en la que pudiera confiar completamente, que fuera leal a su amor en todos los sentidos. Paula jamás podría ser esa mujer. La propia historia de ella ya lo había demostrado.


¿La mujer a la que amara? Sólo porque de joven hubiera sido lo suficientemente ingenuo para mirar a una muchacha de dieciséis años y crear en su interior una imagen privada de esa chica como mujer sólo demostraba que había sido un necio. La inocencia que había creído ver en Paula, la inocencia que había creído proteger conteniendo su propio deseo, había sido tan inexistente como la mujer que su imaginación había creado. Eso era lo que tenía que recordar, no los sentimientos que ella hubiera despertado en él. No había razón para mirar atrás y pensar en lo que podría haber sido. El presente y el futuro eran lo que eran.


Tristemente, Pedro se dio la vuelta y se dirigió al interior de la casa.




TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 24

 


De repente, una profunda sorpresa le recorrió todo el cuerpo, llenándola de repulsión por su propio comportamiento.


–Basta... basta... ¡Basta ya! No quiero esto.


Aquella exclamación cortó de raíz la excitación de Pedro y lo llenó con un profundo asco por sí mismo. ¿Qué diablos le había pasado? Sabía lo que Paula era. Lo había visto y lo había escuchado con sus propios oídos.


En cuanto la soltó, se dio la vuelta. Era consciente de la excitación de su cuerpo, una excitación que no deseaba en lo que a él se refería. ¿Cómo había podido permitir que ocurriera algo así?


Temblando, Pau se colocó la ropa. El rubor que le cubría el rostro y el pecho no se debía sólo a la vergüenza. Los pezones le dolían. Incluso algo tan sencillo y tan necesario como respirar le provocaba una incómoda sensibilidad. Su sexo estaba caliente y henchido, apretándose contra la barrera de las braguitas y dejando que la humedad resultara demasiado evidente. No podía comprender qué era lo que le había ocurrido ni cómo había podido pasar de la más amarga ira al intenso deseo en el espacio de unos de segundos sólo porque Pedro la había tocado. ¿Cómo era posible que se sintiera así?


Vio que Pedro se dirigía hacia la casa. No iba a echar a andar detrás de él, como si fuera un perrito faldero, como la niña que había sido a los dieciséis años. Además, la realidad era que no se sentía con ganas de enfrentarse a nadie en aquel momento. En aquel instante, prefería la intimidad de la rosaleda y su banco, donde podía sentarse y recuperar la compostura.


Pasaron más de diez minutos antes de que pudiera regresar a la casa. Seguramente Pedro ya habría desaparecido, aunque aquel tiempo no había sido suficiente para que a ella se le tranquilizara el corazón. Se estaba empezando a temer que eso jamás iba a ocurrir.


Sumida en sus pensamientos, se había olvidado por completo de la madre de Pedro hasta que llegó a la zona de la galería y vio que la duquesa seguía allí sentada. Ya no podía echarse atrás. La duquesa la había visto y le estaba sonriendo.


Pau respiró profundamente y se acercó valientemente a ella.


–Siento que mis comentarios puedan haberla ofendido o disgustado. No era mi intención.


La duquesa le agarró el brazo.


–Sospecho que soy yo la que te debe una disculpa, Paula. Mi hijo suele ser más protector de lo necesario en lo que se refiere a mí. En parte se debe al hombre que es y por el hecho de ser el cabeza de una familia tan tradicional, pero también creo que se debe al hecho de que se convirtió en el cabeza de familia demasiado temprano –comentó, con una sombra de tristeza en el rostro–. Mi esposo murió cuando Pedro tenía siete años.


Pau se imaginó a un niño de siete años que se entera de que ha perdido a su padre. ¿Compasión hacia Pedro? No debía tener esa clase de sentimientos.


–Entonces, cuando Pedro tenía dieciséis años, su abuela murió, lo que significó que tuvo que hacerse cargo de todas las responsabilidades de su rango. Lo siento... Creo que te estoy aburriendo.


Pau negó con la cabeza. A pesar de que trataba de decirse que no le interesaban las historias de Pedro, la verdad era que una parte de ella quería suplicarle a la duquesa que le contara más. Le resultaba muy fácil imaginarse a Pedro con dieciséis años, alto, de cabello oscuro, aún un muchacho, pero ya mostrando las señales físicas del hombre en el que se iba a convertir.


Se centró a duras penas en las palabras de la duquesa.


Pedro estaba muy unido a tu madre, ¿sabes? La quería mucho.


Paula asintió porque no pudo conseguir articular palabra. Su madre no le había hablado mucho de la madre de Pedro, aparte de confesarle que no había sido la esposa que la abuela habría elegido para su hijo y que había sido ella quien había insistido en que Pedro tuviera una educación más diversa y abierta de lo que hubiera querido su abuela paterna.


La duquesa confirmó las palabras de la madre de Pau en su siguiente frase.


–A mi suegra no le gustó en absoluto que yo persuadiera a mi difunto marido para que contratara a una niñera que ayudara a Pedro a mejorar su inglés. A ella no le parecía adecuado y hubiera preferido un tutor. Sin embargo, a mí me pareció que mi hijo ya había tenido suficientes influencias masculinas a lo largo de la vida. La abuela de Pedro era una mujer muy estricta que no aprobaba lo que consideraba un comportamiento indulgente por mi parte hacia mi hijo. Tu madre sufrió mucho en las manos de nuestra familia. El pobre Felipe era una persona tan tranquila, tan amable... Odiaba los disgustos de cualquier tipo y admiraba mucho a su madre adoptiva, lo que era comprensible. Ella lo había criado tras la muerte de su madre según su estricta disciplina, que era justamente lo que pensaba que su madre hubiera querido para él. No había heredado dinero alguno de sus padres por lo que dependía económicamente de mi suegra. Felipe le suplicó que le dejara comportarse con honor casándose con tu madre, pero ella se negó en redondo. Ni siquiera accedió a avanzarle el dinero suficiente para que pudiera ayudaros económicamente. Era una persona muy poco piadosa. A sus ojos, tanto Felipe como tu madre habían roto las reglas y se merecían un castigo por ello. Felipe no tenía dinero propio ni casa que poderle ofrecer a tu madre ni medio alguno de ganarse la vida. Su trabajo dentro del negocio familiar era como encargado de los huertos.


–Y su madre adoptiva quería que se casara con otra persona.


–Así es. Mi suegra podía ser muy dura a veces, incluso cruel. Confieso que jamás le tuve mucha estima, como ella no me la tuvo a mí. Sin embargo, el padre de Pedro, como el propio Pedro, era un hombre de una gran talla moral. Estaba en América del Sur ocupándose de unos negocios cuando su madre se enteró de la relación. Según creo, si él hubiera estado aquí, se habría encargado de que el asunto se resolviera de un modo muy diferente. Desgraciadamente, no regresó. Su avión se estrelló. No hubo supervivientes.


–Es horrible...


–Sí, lo fue para todos nosotros, pero en especial para Pedro. Después de esto, tuvo que crecer muy rápidamente.


Tan rápidamente, que se convirtió en un hombre duro y tan poco proclive al perdón como su abuela, que sin duda había representado un gran papel en su educación. Era muy duro para un niño crecer habiéndose quedado huérfano de uno de sus progenitores, pero mucho más para el niño al que se le niega el contacto estando su progenitor con vida. Recordaba cómo su propia madre respondía a sus ingenuas preguntas de niña sobre el hecho de que sus padres no estuvieran juntos y casados.


–La familia de tu padre jamás hubiera permitido que nos casáramos, Pau. Una mujer como yo no era lo suficientemente buena para ellos. Los hombres como tu padre, que proceden de importantes y aristocráticas familias, tienen que casarse con los de su misma clase.


–¿Quieres decir como los príncipes se casan con las princesas? –recordaba Paula haber preguntado.


–Exactamente –había contestado su madre.


–Yo no tenía ni idea de que las cosas habían ido tan lejos cuando obligaron a Ana a marcharse –comentó la duquesa con aspecto sombrío.


–A mí me concibieron por accidente la noche en que Felipe y ella se separaron. Ninguno de los dos tenía la intención de... Mi madre siempre dijo que mi padre se había comportado en todo momento como un perfecto caballero con ella, pero la noticia de que la obligaban a marcharse les hizo perder el control. Al principio, mi madre ni siquiera se dio cuenta de que estaba embarazada. Cuando por fin lo averiguó, sus padres insistieron en que escribiera a mi padre para contárselo.


No iba a consentir que la duquesa tuviera una mala opinión de su madre quien, después de todo, había sido una muchacha inocente e ingenua de sólo dieciocho años, enamorada desesperadamente y destrozada por el hecho de verse separada del hombre al que amaba.


–Entonces, mi madre recibió una carta en la que se le decía que no tenía pruebas de que yo fuera la hija de Felipe y que se tomarían acciones legales contra ella si volvía a intentar ponerse en contacto con Felipe.


La duquesa suspiró y meneó la cabeza.


–Mi suegra insistió. A sus ojos, aunque tu madre hubiera sido aceptable antes para convertirse en esposa de Felipe, el hecho de que hubiera tolerado tales intimidades... En familias como la nuestra, se valora mucho la pureza de las mujeres de la familia antes del matrimonio. En los tiempos de la abuela de Pedro, las muchachas de buena familia no abandonaban la casa familiar sin una carabina que guardara su modestia. Todo eso ha cambiado ahora, claro.


La duquesa la miró con afecto.


–Pero aun así los hombres se muestran muy protectores sobre la virtud de sus mujeres. Yo siempre he creído que, si el padre de Pedro hubiera regresado con vida aquí a Granada, habría insistido en que se honrara la inocencia de tu madre y se reconociera vuestra posición dentro de la familia. Después de todo, tú eres un miembro de esta familia, Paula.


La joven doncella apareció para preguntarles si querían más café, lo que a Pau le sirvió para excusarse. Había sido un día muy largo. El día siguiente lo sería aún más dado que ella había insistido en ver la casa de su padre, que era suya. Pasaría gran parte del día en compañía de un hombre muy peligroso para ella...



martes, 16 de marzo de 2021

TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 23

 


Pau estaba temblando. Su único deseo era escapar de la presencia de Pedro antes de hacer el ridículo diciéndole lo injustamente que él la había juzgado y el mucho daño que esa opinión errónea le había hecho a ella. El mucho daño que aún seguía haciéndole.


Evitó mirarlo y se dispuso a alejarse de allí rápidamente para regresar a la casa, pero, desgraciadamente, resbaló con los pétalos de rosa que había esparcidos por el suelo. Unas fuertes manos la agarraron de repente para evitar que cayera. Pau experimentó una automática sensación de gratitud pero, tan pronto comprendió a quién pertenecían aquellas manos, y el cuerpo contra el que se había apoyado, la gratitud se vio reemplazada por pánico. Luchó frenéticamente por librarse, sintiéndose profundamente alarmada por el modo en el que su cuerpo estaba reaccionando al contacto íntimo que había entre ellos.


Por su parte, Pedro no tenía deseo alguno de seguir sosteniéndola. Al darse la vuelta para ver cómo se alejaba, había visto cómo la luz del sol brillaba a través del fino algodón revelando las curvas femeninas de su cuerpo. Para su incredulidad, había sentido cómo su cuerpo respondía. Instantes después, al tenerla retorciéndose y girándose entre sus brazos, sintiendo cómo los senos subían y bajaban con agitación y el aliento de Pau le acariciaba la pie, notó que se despertaba en él un instinto que no era capaz de negar, un instinto que exigía que él saboreara la erótica y tierna carne de aquellos labios, que encontrara y poseyera las redondeadas curvas de sus senos y que sostuviera la parte inferior de su cuerpo tan cercana a su propia sexo excitado.


En un intento por apartar a Pedro, Pau extendió la mano. Su cuerpo entero se tensó cuando tocó con las yemas de los dedos la suave calidez del torso desnudo de él. Miró hacia el lugar donde su mano estaba descansando y vio que la camisa de Pedro estaba desabrochada casi hasta la cintura. ¿Había hecho ella eso? ¿Había hecho ella que saltaran los botones cuando se agarró a él para tratar de apartarlo? Tenía la mano apoyada de pleno contra la dorada piel y el suave vello oscuro que atravesaba el torso y el abdomen de Pedro la hacía sentirse como si la naturaleza hubiera utilizado aquel cuerpo tan perfecto para tentarla.


¿Era el aroma de las rosas o el de Pedro lo que hacía que se sintiera tan débil? Se sintió obligada a apoyarse contra él. La mirada dorada de Pedro se fijaba en la de ella. Entonces, Paula sintió que le faltaba el aliento cuando él centró la mirada en su boca.


El temblor que recorrió su cuerpo fue como si el deseo que sentía hacia él fuera imposible de controlar, el suspiro de aquiescencia, la líquida mirada de anhelo... Todo podría formar parte de un plan deliberado para atraerlo. Sin embargo, mientras la mente de Pedro pensaba de ese modo, su cuerpo no tenía tales inhibiciones. La ira contra sí mismo y contra la mujer que tenía entre sus brazos explotó a través de él por medio de una salvaje demostración de necesidad masculina.


Bajo el fiero ataque de aquel beso, las defensas ya bastante debilitadas de Paula cedieron. Sus temblorosos labios se abrieron ante el empuje de la lengua de él. Una pesada y dolorosa sensación se adueñó de la parte inferior de su cuerpo. Un insistente hormigueo fue creciendo al ritmo que el estallido de placer que los dedos de Pedro le estaban proporcionando sobre el erecto pezón.


Pau jamás se había considerado una mujer cuya sensualidad tuviera el poder de someter a su autocontrol. Sin embargo, en aquellos momentos, para su sorpresa, Pedro le estaba demostrando que estaba muy equivocada. La excitación que estaba experimentando, la necesidad de intimidad que anhelaba la estaba poseyendo por completo, derribando sus barreras y toda la resistencia que ella pudiera tratar de interponer. El deseo que tenía de sentir cómo Pedro le tocaba los senos había cobrado vida mucho antes de que él lo hiciera realmente, de modo que el pezón ya estaba erecto contra la tela del vestido. Su forma y su color eran completamente visibles bajo la tela.


Al notarlo, Pedro no se pudo contener más y bajó la cabeza para saborear el pezón, de color tan parecido a los pétalos de las rosas que les estaban sirviendo de cobijo. Incapaz de detenerse, Pau lanzó un suave gemido de delirante placer. Las sensaciones que la lengua de Pedro le estaba proporcionando al acariciar la delicada y sensible carne, aliviando unas veces su necesidad y atormentándola en otras con un movimiento de la lengua, la estaba empujando a lo más alto de su deseo y le estaba arrebatando el poco autocontrol del que aún disponía. Arqueó la espalda, levantando el seno más cerca de la boca de Pedro.


El descarado y sensual movimiento del cuerpo de Pau combinado con el tacto erótico del tenso pezón contra la lengua, hizo que Pedro se olvidara de lo que ella era y de dónde estaban. Por fin la tenía entre sus brazos, a la mujer cuyo recuerdo lo atormentaba. La agarró con fuerza mientras se introducía cada vez más el pezón en la boca. Lejos de satisfacer el volcán de necesidad masculina, ese acto sólo consiguió incrementar aún más el salvaje torrente de deseo que se había apoderado de él.


Pau temblaba entre sus brazos con un placer desconocido para ella, un placer tan intenso que era mucho más de lo que era capaz de soportar. Quería rasgarse el vestido y sujetar la boca de Pedro contra su seno mientras él satisfacía el creciente y tumultuoso deseo que los fieros movimientos de su boca estaban creando en ella. Al mismo tiempo, quería esconderse de él y de lo que él le estaba haciendo sentir tan rápidamente como pudiera.


Las sensaciones se desataron en su interior, recorriéndole el cuerpo desde el seno al corazón de su sexualidad, haciendo que deseara tocar esa parte de sí misma para ocultar y calmar su frenético pulso.


Pedro la levantó y la estrechó con fuerza contra su cuerpo para que ella pudiera sentir su erección, prendiendo otra oleada de placer en ella.


Por encima de su cabeza, Paula sólo podía ver el cielo azul. Olía el aroma de sus cuerpos calientes mezclándose con el embriagador perfume de las rosas. Ojalá Pedro la tumbara allí mismo y cubriera su cuerpo con el de él... Ojalá la poseyera... Sentía que el corazón le latía con fuerza en el pecho, como si se tratara de un pájaro atrapado. ¿Acaso no era aquello lo que había deseado todos esos años atrás cuando miraba a Pedro y lo deseaba profundamente?





TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 22

 


La duquesa era alta y esbelta. Su cabello oscuro estaba ya teñido de gris y lo llevaba recogido en un estilo elegante y formal. Sonrió a Paula y se disculpó.


–Siento no haber estado aquí ayer para darte la bienvenida. Pedro te habrá explicado que tengo una amiga que no se encuentra muy bien –añadió con cierta tristeza.


–Espero que su amiga se encuentre mejor –preguntó Pau cortésmente.


–Es muy valiente. Tiene Parkinson, pero hace que parezca una cosa sin importancia. Fuimos juntas al colegio y nos conocemos de toda la vida. Pedro me ha dicho que te va a llevar mañana a ver la casa de tu padre. Me habría gustado acompañaros, pero el esposo de mi amiga ha tenido que ausentarse inesperadamente por un asunto urgente y he prometido hacerle compañía hasta que él regrese.


–No importa. Lo comprendo perfectamente –dijo Pau. Dejó de hablar cuando se dio cuenta de que la duquesa estaba mirando por encima de ella hacia las sombras de la casa y sonreía–. Hola, Pedro. Estaba explicándole a Pau lo mucho que siento no poder acompañaros mañana.


Pedro.


¿Por qué le recorría aquel temblor por la espalda? ¿Por qué de repente se sentía tan consciente de su propio cuerpo y de sus reacciones, de su feminidad y de su sensualidad? Debía dejar de comportarse de ese modo. Debía ignorar aquellos sentimientos no deseados en vez de centrarse en ellos.


–Estoy segura de que Paula lo entiende, mamá. ¿Cómo está Cecilia?


Al escuchar la voz de Pedro, el corazón de Pau se aceleró de tal manera, que la hizo sentirse más nerviosa de lo que ya estaba. Se dijo que aquella reacción se debía a lo mucho que lo odiaba. Porque lo odiaba por haber traicionado a su madre.


–Está muy débil y cansada –respondió la duquesa–. ¿Por qué no te sientas con nosotras unos minutos? Llamaré para pedir café recién hecho. Pau se parece mucho a su madre con ese vestido tan bonito, ¿no te parece?


–Sospecho que Paula tiene una personalidad muy diferente a la de su madre.


–Así es, y me alegro. La bondad de mi madre sólo hizo que la trataran mal.


Pau vio que la duquesa palidecía y que la boca de Pedro se tensaba. Aquel comentario no era la clase de observación que una invitada debía hacer en casa de su anfitrión, pero ella no había pedido alojarse allí. Con eso, se dio la vuelta y se dirigió al lado opuesto del patio, deseando poner toda la distancia que fuera posible entre Pedro y ella.


La única razón por la que había elegido escaparse hacia el jardín y no hacia la casa era que para entrar en la casa habría tenido que pasar al lado de él. Sabiendo lo vulnerable que era su cuerpo, prefirió no hacerlo.


Cuando estuvo lo suficientemente alejada y oculta por las rosas, se llevó la mano al pecho para tranquilizarse. Entonces, se dio cuenta de que Pedro la había seguido.


Sin preámbulo alguno, él se dispuso a lanzar su ataque verbal y le dijo muy fríamente: 

–Puedes ser todo lo desagradable que quieras conmigo, pero no voy a consentir que hagas daño o disgustes a mi madre, en especial en estos momentos cuando no hace más que pensar en la salud de su amiga. Mi madre no te ha mostrado nada más que cortesía.


–Eso es cierto –admitió Pau–. Sin embargo, no creo que tú seas la persona más adecuada para decirme cómo debo comportarme, ¿no te parece? Después de todo, no tuviste reparo alguna la hora de interceptar la carta que le envié a mi padre –le acusó con voz temblorosa.



TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 21

 


Pau se pasó prácticamente todo el día explorando la ciudad. La ciudad, pero no la Alhambra. Aún no estaba preparada para eso. Después de la conversación de aquella mañana con Pedro, se sentía demasiado vulnerable para visitar el lugar en el que su padre le declaró por primera vez su amor a su madre, donde el muchacho había sido testigo de una amor del que no había dudado en informar a su abuela.


Almorzó en un pequeño bar de tapas. No había tenido demasiada hambre y sentía que no había hecho justicia a las deliciosas especialidades con las que le habían obsequiado. Tras visitar el antiguo barrio moro de la ciudad, se vio obligada a admitir que su cuerpo ya había tenido bastante de pavimentos adoquinados y de la intensa luz del sol. Ansiaba el frescor que prometía el jardín al que daba su dormitorio.


Le abrió la puerta la misma tímida doncella que le había llevado el desayuno aquella mañana. Por suerte, no había rastro de Pedro por ninguna parte y la puerta de la biblioteca permanecía firmemente cerrada. Le preguntó a la doncella cómo podía llegar al jardín y le dio las gracias cuando la muchacha se lo hubo explicado.


Mientras estaba fuera, aprovechó la oportunidad para ir de compras y adquirir algunas prendas que complementaran las que había llevado desde Inglaterra. Dado que se alojaba en la casa de la familia de su padre, necesitaría algo más. Se había inclinado por un vestido de algodón de un precioso color crema, otro de lino azul, un par de pantalones cortos de color tabaco y un par de camisetas. Ropa fresca, práctica, fácil de llevar, con la que se sentiría mucho más cómoda que con vaqueros.


Ya en su dormitorio, se dio una ducha y se puso el vestido de color crema que resultaba muy fresco acompañado de las sandalias que se había llevado desde Inglaterra. Volvió a bajar las escaleras y encontró rápidamente el pasillo que le había descrito la doncella. Éste la condujo hacia una especie de galería que recorría todo el jardín. Acababa de salir al exterior cuando se detuvo en seco. Se había dado cuenta de que no estaba sola.


La mujer que estaba sentada en una ornamentada mesa de hierro forjado estaba tomando una taza de café. Tenía que ser la madre de Pedro. Los dos tenían los mismos ojos, aunque los de la dama eran cálidos y amables en vez de fríos como los de su hijo.


–Tú debes de ser la hija de Ana –dijo la duquesa antes de que Paula pudiera retirarse–. Te pareces mucho a ella, pero creo que también tienes algo de tu padre. Lo veo en tu expresión. Por favor, ven y siéntate a mi lado –añadió, golpeando suavemente la silla vacía que había al lado de la de ella.


Algo temerosa, Pau se dirigió hacia ella.





lunes, 15 de marzo de 2021

TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 20

 


Pau notó que el abogado evitaba mirarla cuando le dio la mano antes de marcharse. Pedro y él salieron juntos de la biblioteca, dejándola allí a ella sola.


Efectivamente, estaba sola. Completamente sola. No tenía a nadie que la apoyara. Nadie que la protegiera.


¿Que la protegiera? ¿De qué? ¿De Pedro o de los sentimientos que él despertaba en ella y que hacían que su cuerpo respondiera a la masculinidad de él de un modo vergonzoso y traicionero teniendo en cuenta lo que sabía de él?


Alejó esos pensamientos de su mente. Había bajado la guardia accidentalmente y, de algún modo, se había fijado en Pedro como hombre. Había sido un error, eso era todo. Algo que podría enmendar asegurándose de que no volviera a ocurrir.


La copia del testamento de su padre que el señor González le había dado aún estaba sobre el escritorio. Pau la tomó y se fijó en la firma de su padre. ¿Cuántas veces de niña había susurrado aquel nombre una y otra vez, como si fuera una clase de hechizo mágico que pudiera conseguir que su padre formara parte de su vida? Sin embargo, no había sido así y no lo encontraría en la casa en la que él había vivido. ¿Cómo iba a poder ser así cuando ya estaba muerto? No obstante, tenía que ir allí.


¿Tal vez porque Pedro no quería que fuera?


No. Por supuesto que no. Por su padre, no por Pedro.


Se sintió como si sus sentimientos amenazaran con ahogarla. Casi no podía respirar por la fuerza de lo que estaba experimentando. Tenía que salir de aquella casa. Tenía que respirar un aire que no estuviera viciado por la presencia de Pedro


El vestíbulo estaba vacío cuando lo atravesó. Se dirigió hacia la escalera con la intención de tomar su bolso y sus gafas de sol. Saldría para visitar la ciudad, para olvidarse de la indeseable influencia que Pedro parecía ejercer sobre ella.


Diez minutos más tarde, Pedro observó desde la ventana de la biblioteca cómo Paula se marchaba de la casa. Si él se hubiera salido con la suya, lo habría hecho en dirección al aeropuerto. Para siempre. Tenía bastantes cosas en las que pensar sin tenerla alrededor, recordándole las cosas que hubiera preferido que quedaran entre las sombras del pasado.


Aún no había logrado asimilar su comportamiento de la noche anterior ni su incapacidad para imponer su voluntad sobre su cuerpo.