Un sonido sobre la puerta de su dormitorio sacó a Paula del intranquilo sueño que había terminado por conciliar después de lo que le habían parecido horas de insomnio. Al principio, la imagen que conjuró su pensamiento fue la de Pedro, imaginando sus largos dedos agarrando el pomo de la puerta. Inmediatamente, las sensaciones hicieron arder su cuerpo, prendiendo un deseo poco familiar y no deseado que la escandalizó.
La oscuridad de la noche, con sus sensuales y tentadores susurros y tormentos, había terminado. Ya era de día. La luz y los rayos del sol entraban a raudales en el dormitorio a través de las ventanas dado que ella se había olvidado de echar las cortinas la noche anterior.
Aún se escuchaba un leve golpeteo contra la puerta que era demasiado delicado para proceder de un hombre como Pedro.
Paula se levantó de la cama al recordar que había echado la llave a la puerta y abrió. Allí, descubrió a una joven doncella de aspecto nervioso que empujaba el carrito que contenía su desayuno.
Tras darle las gracias, Pau miró el reloj. Eran más de las ocho y la cita con el abogado de su difunto padre era a las diez. No tenía ni idea de dónde estaba el bufete ni cuánto tiempo se tardaría en llegar allí. Hubiera preferido ir sola, pero, como Pedro era el albacea de su padre, era imposible.
Cuando la doncella se marchó, se tomó unos tragos de un delicioso y fragante café y comió unos bocados de los delicados bollos de pan caliente que había untado con mermelada de naranja. Media hora más tarde, se había duchado y se había puesto una camiseta limpia y una falda oscura. Se había recogido el cabello con un pasador que, sin querer, revelaba la delicadeza de sus rasgos y la esbelta longitud de su cuello. Automáticamente, se tocó el colgante de oro que llevaba colgado al cuello, regalo de su padre a su madre. Su madre siempre lo había llevado puesto y Paula lo llevaba siempre en su honor.
Tras aplicarse un ligero maquillaje, estuvo completamente lista. Justo a tiempo. En aquel momento, alguien volvió a llamar a su puerta, en aquella ocasión con más firmeza. Cuando abrió la puerta, Pau vio que era Rosa; tenía una expresión tan dura y desaprobadora como la noche anterior.
–Tiene que bajar a la biblioteca. Yo le mostraré el camino –le anunció el ama de llaves en español, con unos ojos acerados como el pedernal, mirándola como si estuviera comparando su aspecto con el de la clase de mujeres que, sin duda, Pedro prefería.
¿Y qué? Estaba allí para hablar con los abogados de su padre, no para impresionar con su atuendo a un hombre que la despreciaba.
El único sonido que rompía el silencio que reinaba en la casa eran los pasos de las dos mujeres bajando la escalera. Al llegar frente a una imponente puerta, el ama de llaves la abrió y le dijo rápidamente que debía esperar a Pedro en el interior de aquella estancia.
En circunstancias normales, a Pau le habría sido imposible resistirse a mirar los títulos de los libros que llenaban las estanterías, pero por alguna razón, se sentía demasiado nerviosa para hacer otra cosa que desear fervientemente que la reunión a la que tenía que acudir terminara rápidamente.
¿Y por qué? ¿Por qué tenía que sentirse nerviosa? Ya conocía el contenido del testamento de su padre en lo que se refería a ella. Le había dejado la casa que él había heredado de la abuela de Pedro, que estaba en la finca del valle Lecrín, junto con una pequeña suma de dinero. Las tierras que rodeaban a la casa habían pasado a formar parte de nuevo de la finca principal.
¿Se equivocaba al sentir que, en aquella cesión, había un mensaje escrito para ella? ¿Acaso era su propio anhelo lo que le hacía esperar que era el gesto de un padre que se arrepentía de no haber tenido contacto con ella? ¿Era una tontería anhelar encontrar allí algo de lo que podía haber sido, el fantasmal espectro del arrepentimiento que le caldeara el corazón y le estuviera esperando en la casa que su padre le había dejado?
Pau sabía que, si Pedro supiera lo que ella estaba pensando, destruiría sus frágiles esperanzas y no le dejaría nada que suavizara el rechazo de sus años de infancia. Por eso, él no debía saber la razón de haber ido allí en vez de haberse quedado en Inglaterra, tal y como él le había ordenado. En la casa donde su padre había vivido ella podría encontrar por fin algo que aliviara el dolor con el que había crecido. Después de todo, su padre debía de haberle dejado aquella casa con una intención. Un acto como aquél era en sí mismo un acto de amor.
Por supuesto, no podía dejar de desear que la casa estuviera en otro lugar que no formara parte de los terrenos que formaban parte de la finca de la familia de Pedro. Por muy lujosa que fuera aquella casa en la ciudad, Pau sabía por su madre que no se podía comparar con la magnificencia del castillo ducal, situado en el idílico y hermoso valle de Lecrín, al sur de Granada. Situado en las laderas del suroeste de Sierra Nevada, en dirección a la costa, el valle había sido muy apreciado por los árabes, que hablaban de la zona como el valle de la Felicidad. Su madre se emocionaba cuando le explicaba que el aire portaba una agradable fragancia de los huertos cercanos que rodeaban el castillo. Los olivos, almendros, cerezos y viñedos que ocupaban las muchas hectáreas de la tierra de la finca producían en abundancia. La casa que era propiedad de su padre era conocida como «la casa de la flor del almendro» porque estaba construida en un terreno con ese tipo de árboles.
¿Qué intención tenía Pedro al tenerla esperando allí a solas, en aquella sala tan austera? ¿Por qué no la había llamado Rosa simplemente cuando Pedro hubiera estado listo para salir en dirección al bufete? ¿Por qué quería hacerla esperar allí?
Justo en aquel momento, la puerta se abrió y Pedro entró en la sala. Iba vestido con unos pantalones negros que se ceñían perfectamente a sus caderas y se estiraban con el movimiento de sus muslos, atrayendo la mirada traidora de Pau hacia los músculos que había debajo. Después, alzó osadamente, los ojos, topándose con la camisa blanca que cubría su fuerte torso.
Asqueada, Pau se dio cuenta de que la imaginación se había unido a la traición y le estaba proporcionando imágenes en absoluto deseadas sobre lo que había debajo de aquella camisa, ayudada sin duda por su proximidad con Pedro la noche anterior.
Sólo cuando llegó a la garganta pudo ella por fin apartar la mirada y llevarla hasta los brillantes zapatos para no caer presa de la boca o de aquellos ojos color topacio.
Se sintió sin aliento. Sus sentidos experimentaban algo que ella insistía en que era desagrado y desaprobación, y no una horrible y no deseada oleada de deseo.
El corazón comenzó a latirle demasiado rápidamente. El sonido le llegaba hasta los oídos, como si fuera una llamada de advertencia. Los labios le empezaron a arder. Cuánta traición de su propio cuerpo. Trató de pensar en su padre y recordarse por qué estaba allí.
Respiró profundamente.
–Son casi las diez. Me parece recordar que anoche me advertiste que no llegara tarde a la cita que tenemos con el abogado de mi padre, pero, aparentemente, a ti no se te aplican las mismas reglas.
Pedro tenía el ceño fruncido. Evidentemente, no le gustaba que ella se hubiera atrevido a cuestionarle de aquella manera. Le respondió con frialdad.
–Como tú dices, son casi las diez, pero dado que el señor González no ha llegado aún, creo que puedo ser puntual.
–¿El abogado va a venir aquí? –preguntó ella, muy sorprendida. Se sintió como una niña a la que sorprenden dando un paso en falso. Por supuesto, un hombre tan aristocrático y tan arrogante como Pedro esperaría que los abogados acudieran a él y no al revés.
El fuerte sonido del timbre desde el otro lado del vestíbulo silenció cualquier comentario que Paula pudiera haber intentado hacer.
Sin duda sintiéndose que le había ganado la partida, Pedro salió de la biblioteca y fue a recibir al recién llegado. Paula oyó cómo lo saludaba y le daba la bienvenida.
–Café en la biblioteca, por favor, Rosa –le dijo Pedro al ama de llaves mientras los dos hombres se dirigían a la biblioteca.